Partimos cuando ya había caído la noche. Estaba demasiado oscuro como para divisar los campos de arroz de la Albufera, que a esas alturas del año tenían un color verde intenso. Al bajar del coche, aparcado justo al lado del alto edificio, nos recibió una apacible brisa de mar. «Es por la montaña, que resguarda de las olas de poniente», explicó mi padre. Desde el balcón podía escucharse cómo las olas rompían varios metros más abajo. Paseamos por la orilla, prácticamente desierta, hasta llegar a la isla que se anexionó a la tierra: l’illa dels pensaments. Ahora recuerdo que no fuimos a la cueva. Quizás a la próxima.

Por las noches cenábamos en el balcón. A veces el viento era tan violento que las cosas amenazaban con volarse. Sobre el plato casi siempre había marisco, ya fuese con arroz como sin compañía, hecho a la plancha. En uno de los paseos, fuimos hasta la lonja, donde había pescado para la venta al público. Los barcos desvencijados, maltratados por el salitre, me recordaron al discreto puerto de Chioggia. Pensé en los paralelismos entre los pueblos del Mediterráneo, puntos dispersos pero semejantes.

Una mañana, logré sorprender al sol cuando acababa de empezar su ascensión desde el horizonte. Fue el único amanecer que presencié. En el agua se reflejaba un haz de luz irregular y no había nadie nadando. Aún estaban poniendo la playa a punto: algunos funcionarios buscaban bolsas de plástico o colillas, otros reforzaban los tornillos de las lamas de madera.



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