Mi prolongada ausencia se debe en gran parte a que las últimas semanas han sido un no parar, literalmente. Aprovechando las vacacione de octubre en el colegio, volé a principios de octubre desde Berlín a Madrid,  pues tenía que regresar a España para recoger la ropa de invierno y, por supuesto, para ver de nuevo a mi familia, a la que había abandonado a finales de junio. Por tema de fechas y precios, al final me decanté por coger el vuelo a la capital española, ya que mi tío podía recogerme y llevarme en coche hasta Valencia. Esto se debe a que iba a acompañarnos en nuestro largo viaje por Europa sobre el asfalto.

A pesar de que apenas estuve un día y medio en tierras valencianas, me sentó de perlas volver a pisar zona conocida y dejarme mimar un poco. Esto me vino bien para cargar las pilas, pues el viaje hasta Leipzig duró nada más y nada menos que 23 horas, por lo que podéis imaginaros que el trasero se me quedó acartonado después de tanto tiempo sentada (no, de veras que no se me ocurre otra forma más fina de describirlo).

Los días que estuvimos por Leipzig los dedicamos en gran parte a sesiones de bricolaje, compras en el IKEA y a visitas turísticas por el centro. Por desgracia no pude mostrarle mucho a mis padres, ya que queríamos visitar otras ciudades. El día 11 (domingo) hicimos una escapada a Dresde, una ciudad que suele encabezar la lista de ciudades más bonitas de Alemania. Y con razón. A pesar de que quedó totalmente destruida tras la Segunda Guerra Mundial, la labor de reconstrucción que han hecho es impresionante, por lo que aún permanecen en pie los monumentos barrocos imponentes. No voy a entrar demasiado en detalle, porque la entrada se extendería demasiado, así que será mejor que las fotografías hablen por sí solas:




Bajo la recomendación del todopoderoso Tripadvisor, fuimos a comer a un curioso restaurante del barrio alternativo: el Lila Soße. Se caracteriza porque la mayoría de los platos los sirven en una especie de tarros de cristal. Los platos estaban bastante elaborados y el ambiente era de lo más agradable, así que resultó ser un acierto. De primero me pedí una ensalada tibia de calabaza y ciruelas; de segundo, una pasta típica de Suabia conocida como Spätzle y de postre, un tiramisú de arándanos.



Otra ciudad que visitamos fue Cracovia, en Polonia. Nos recibió la primera nevada del otoño, así que ni que decir tiene que el frío calaba hasta los huesos. Esto no fue impedimento para que me enamorase de la ciudad, sobre todo del barrio judío. Esta zona está repleta de patios interiores con mucho encanto, restaurantes decorados con mucho estilo y pequeños establecimientos con un aura especial, como modernas tiendas de objetos de diseño o librerías antiguas.




































Una de las ventajas de Polonia es que comer es extremadamente barato, incluso en sitios de lo más sofisticados. De ahí que fuésemos todos los días de restaurante y que fuese casi un crimen comprar nada del supermercado.





Durante nuestra estancia en Polonia, aprovechamos para desplazarnos hasta el campo de concentración Auschwitz-Birkenau. Mi padre había reservado entradas para la visita guiada en español, que dura en torno a tres horas y media. He de admitir que fue una experiencia impactante, aunque la explicación de la guía fuese de lo más aséptica, ya que se limitó a describir la vida de los prisioneros sin entrar en demasiados detalles, como alguna anécdota. De todos modos, el recorrido permite que uno se imagine a la perfección en qué condiciones infrahumanas vivían los prisioneros y hasta qué punto se cometió una barbarie tras la alambrada.







El día 15 llegó Milan de Friburgo, por lo que pude continuar descubriendo Leipzig desde otra perspectiva: fuimos a varios conciertos, probamos nuevas cafeterías y restaurantes e incluso apostamos en el hipódromo (¡y ganamos!).

Como ya comenté en otra entrada, vivo al lado de “la Karli”, una de las arterias de la ciudad, ya que hay muchos bares y tiendas. Aprovechando que se podía ir paseando hasta esta calle, más de una mañana fuimos a desayunar al Hotel Seeblick, que ni tiene vistas al mar, ni se trata de un hotel. Eso sí, sirven desayunos para chuparse los dedos. La última noche fuimos a Symbiose, un restaurante vegano donde todos los productos son ecológicos. Los precios son algo altos, pero tiene sentido si se considera la calidad de los ingredientes y la elaboración de los platos.







En definitiva, han sido unas semanas muy movidas y ahora toca asentarme de nuevo. De momento he ido a algunas clases de la universidad y las asignaturas me parecen interesantes, pero es demasiado pronto para saber qué tal serán.


Seguro que no tardo tanto en escribir la próxima entrada (o eso creo). ¡Hasta entonces!

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