Una de las incuestionables ventajas de la humedad en otoño es la abundancia de setas. A finales de octubre, cogimos el ferry en Grünau para cruzar a la otra orilla del río. Desde la embarcación podían observarse los colores otoñales que salpicaban el paisaje del barrio residencial de Wendenschloß, caracterizado por sus amplias calles adoquinadas enmarcadas con hileras de robles, que me recuerdan en cierto sentido al barrio adinerado de Zehlendorf, al oeste de Berlín.

El aliciente de nuestra breve excursión era la búsqueda de hongos en una área boscosa cercana conocida como Müggelberge, pero no albergábamos demasiada esperanza, sobre todo teniendo en cuenta que son muy pocos los hongos que sabemos identificar sin dudas de por medio. Había llovido mucho los últimos días, por lo que los senderos estaban llenos de hojarasca enfangada. Las copas de los árboles habían adquirido el color ocre característico del otoño avanzado, y algunos tímidos rayos de sol se colaban por entre las ramas. Dejamos las bicicletas en la linde del bosque y nos adentramos entre los árboles. Pasados menos de cinco minutos, nos topamos con un precioso e inconfundible boletus. Motivados por este hallazgo temprano, peinamos varios kilómetros a la redonda en busca de más hongos comestibles. Por desgracia, tuvimos que contentarnos con este único boletus, ya que no encontramos ni uno más. El resto de setas que se cruzaron por nuestro camino fueron de lo más variopintas: violeta, blancas, marrones, encaramadas a los troncos de los árboles, ocultas entre las hojas caídas… Un verdadero espectáculo de formas y colores. No podía faltar, por supuesto, la famosa amanita muscaria, con su característico sombrero brillante de color rojizo.







Por lo demás, los días de noviembre transcurren sin demasiados sobresaltos. Paso bastante tiempo en la cocina probando nuevas recetas y repitiendo antiguas, como una tarta de calabaza que llevé ayer a casa de mi suegra para tomar el té. Antes de comernos la tarta, fuimos al mercadillo semanal que montan en la Winterfeldtplatz los sábados. Había un hombre muy majo que vendía montañas de rebozuelos de Serbia. Compramos medio kilo para la cena y el vendedor nos regaló un buen manojo de perejil para acompañar nuestro plato de pasta. Además, aprovechamos para rebuscar entre miles de trastos olvidados en el altillo, y encontramos por casualidad el calendario de Adviento de la infancia de M., que reciclaremos este año (todavía no tenemos muy claro dónde colgarlo). La casa de mi suegra es el lugar más acogedor que conozco en invierno. Es un apartamento antiguo de techos altos y puertas blancas con picaportes dorados, caracterizada por una decoración ecléctica basada en los pequeños detalles: distintos muebles de madera oscura conviven con cerámica japonesa, diversas plantas y candelabros antiguos. En mitad de la estancia hay un viejo carrito repleto de peluches con historia y en la mesa casi siempre hay flores frescas. La luz siempre es tenue e invita a tumbarse en el sofá rojo de tacto aterciopelado para leer un buen libro o mantener una conversación distendida.

Este otoño he comenzado con una afición nueva: hacer punto. Me inscribí en un curso de dos horas que se ofrecía en el centro de Berlín, donde adquirí las nociones básicas del punto derecho, así como dos madejas de lana roja para tejer mi primera bufanda. El frío otoñal me motiva para pasarme tardes con la lana entre los dedos y una buena taza de té. Así resulta más fácil combatir la falta de luz a la que nos toca acostumbrarnos en estas latitudes.









 



Cuzco me recordó a un gran pueblo con carácter de ciudad. Ubicado en pleno Valle Sagrado, rodeado por la imponente cordillera de los Andes, destaca por el bullicio de sus calles y la riqueza en vestigios del pasado inca. Por desgracia, esto va de la mano del atosigamiento propio de los lugares turísticos: las avenidas principales están repletas de vendedores ambulantes y personas que recomiendan restaurantes cercanos. Aun así, es posible escaparse a algunos rincones para dejar atrás el alboroto del casco antiguo. En algunos empinados callejones del artístico barrio de San Blas, por ejemplo, podía pasearse tranquilamente cuando el sol comenzaba a esconderse. Aquí proliferaban los talleres de artistas y las tiendecitas con mucho encanto.


Uno de los atardeceres, subimos al bosque de eucaliptos de Qengo, cuyos delgados troncos parecían prácticamente interminables, y entre los cuales apenas había separación. Entre ruinas incas presenciamos cómo el cielo pasaba de un rosa claro a un violeta intenso. Desde lo alto de aquel bosque contemplamos las luces cálidas de la ciudad, que alumbraban tenuemente las casas rústicas construidas por los propios habitantes en las laderas de los montes. Había, sin embargo, una luz blanca y clara, procedente del Cristo Blanco, que presidía la ciudad como símbolo incuestionable de la religiosidad del país, que convive hasta cierto punto con las creencias incaicas.


Los mejores desayunos los probamos en Organika Bakery & Coffee, donde servían deliciosas tortitas de quinoa con todo tipo de fruta y deliciosas tostadas con hummus, langostinos o guacamole. Fue en esta cafetería donde nos aprovisionamos de unos sándwiches para emprender una excursión al balcón del Diablo, un peñón de unos 50 metros de altura en pleno monte. Se encuentra a pocos minutos de la fortaleza de Sacsayhuamán, adonde casualmente salimos sin necesidad de pagar entrada (fue más bien una equivocación, pero parece que nadie se dio cuenta). Apenas nos cruzamos con otros senderistas, y pudimos adentrarnos por el interior de una caverna atravesada por un río. Tras varias horas de caminata, nos topamos con ruinas incas donde no había nadie y a las que podía accederse fácilmente tras seguir un canal. La soledad del paisaje era un bálsamo tras tantos días entre el gentío.










Dejamos atrás Cuzco para continuar visitando otros rincones del Valle Sagrado. Hasta las ruinas arqueológicas de Moray llegamos en quad, atravesando las inmensas llanuras a los pies de los Andes. Estas ruinas son unas terrazas circulares que constituyeron un centro de experimentación agrícola de los incas. Después fuimos hasta las salineras de Maras, cuyas terrazas me recordaban a las teselas de un mosaico blanco y rosa arcilla. El color rosado de la sal se debe a los minerales provenientes del agua de manantial y del suelo arcilloso de la región.


Desde allí fuimos hasta Urubamba en un gran autobús, y de Urubamba nos desplazamos hasta Ollantaytambo en un autobús más pequeño. Era imposible no enamorarse del sosiego y ambiente rural de Ollantaytambo, donde los muros de piedra y las edificaciones bajas me traían al recuerdo los pueblecitos del interior de España. Esa misma noche teníamos que coger un tren hasta Aguas Calientes, el punto de partida para subir hasta Machu Picchu, pero nos dio tiempo a dar un paseo por el pueblo, tomarnos un buen café en la preciosa cafetería Latente specialty coffee y subir hasta las famosas ruinas.








A la mañana siguiente, tras dormir una noche en Aguas Calientes, subimos hasta la ciudadela de Machu Picchu. Esta se encuentra incrustada entre imponentes montañas, cubiertas casi por completo de exuberante vegetación. Aquí, los Andes ya no eran agrestes y arenosos, sino verde esmeralda. Las terrazas construidas por los incas eran las únicas superficies horizontales; el resto del paisaje se erguía en vertical. A los pies de la cordillera fluía el río Urubamba, cuyo caudal era escaso por ser temporada seca. La mañana de nuestra visita, las cumbres estaban envueltas de niebla, la cual impedía al sol incidir con fuerza. La mayoría de los turistas realizaban poses absurdas delante de una de las actuales siete maravillas del mundo. El único rastro de interés histórico o cultural se veía reflejado en los guías, que iban escopeteando cifras y anécdotas a distintos niveles de altura. Los turistas se asemejaban a tristes cóndores sin plumas que, en vez de aprovechar las corrientes de aire para echar a volar, aprovechaban las perspectivas fotogénicas para echarlo todo a perder. No tengo nada en contra de las fotografías delante de monumentos, pero las poses ridículas y el desinterés por conocer más a fondo el sitio en sí me parecen un despropósito.


Antes de abandonar Cuzco, visitamos la montaña Palccoyo, la alternativa menos frecuentada a la montaña Arcoíris. Gracias a su peculiar composición de minerales, presenta exuberantes colores turquesa, rojo sangre y ocre. Mientras ascendíamos hasta el Bosque de piedras, una hilera escarpada de rocas en lo alto de la montaña, conversamos con dos parejas de israelíes que estaban pasando sus vacaciones en Perú. Una de las parejas era originaria de Sudáfrica, pero se había mudado a Israel por las facilidades económicas que el país ofrece a los judíos. Recuerdo que, mientras comíamos con ellos, la joven israelí nos contó que sus padres se preocupaban por ella, pero que ella les tranquilizaba diciéndoles que las noticias describían una situación mucho más cruda de la real, que ellos se sentían muy seguros en su nuevo país de acogida. Cada vez que leo acerca del conflicto en Israel, me acuerdo de las palabras de esa joven de cabello rubio, y me pregunto cómo habrá cambiado su vida y la de su marido. «La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante».







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