Para finalizar el año, me parecía oportuno escribir una entrada acerca de una de las actividades a las que tantas horas semanales dedico: la traducción. Estos últimos días, entre descansos de polvorones y almendras garrapiñadas, me ha tocado estar tardes delante de la interfaz de Across y de MemoQ. Los textos no podrían ser más dispares entre sí; ya que, por un lado, tengo que traducir contratos de compraventa para el máster y, al mismo tiempo, participo en un proyecto de localización de un sitio web alemán que vende productos ecológicos. Dos géneros totalmente distintos que, aun así, comparten algunos puntos en común. Esto se debe principalmente a las peculiaridades de cada lengua, las cuales permiten sacar algunas conclusiones generales  que pueden ser de gran ayuda a la hora de traducir del alemán al español. Es por ello que me he decidido a elaborar una escueta lista con algunas cuestiones que me parecen fundamentales en esta combinación de idiomas. Por supuesto, estas son algo subjetivas, pues se basan principalmente en mi propia experiencia, y no podrán aplicarse en todos los casos, como todo en esta vida.





Berlín, Múnich, Hamburgo, Colonia, Fráncfort. Estos topónimos seguramente no resulten desconocidos para alguien que no esté demasiado familiarizado con la geografía alemana. Pero si rascamos un poco más, nos sorprenderá que mucha gente conoce también una pequeña ciudad con poco más de 150.000 habitantes. Ya sea por su emblemático castillo, por su prestigiosa universidad (la más antigua de toda Alemania) o por la “privilegiada” posición de la que disfrutó durante la Segunda Guerra Mundial, gracias a la cual salió ilesa de los bombardeos; Heidelberg ha logrado hacerse un hueco incluso en el escaso mapa mental de aquellos que apenas conocen Alemania.

Pero ¿qué es lo que tiene esta ciudad para hacer gala de semejante fama? Para el gremio de estudiantes de Traducción, la respuesta es bien clara: su facultad de Traducción e Interpretación, destino Erasmus codiciado por todos aquellos que desean perfeccionar sus conocimientos de alemán en un escenario de cuento. Porque es innegable que uno de los tesoros que alberga esta ciudad es su magnífico casco antiguo, el cual se caracteriza por sus imponentes edificios académicos,  los tortuosos callejones con viviendas que alternan postigos en diversos colores, el Puente Viejo de piedra que atraviesa el Neckar de punta a punta, las innumerables villas de fachadas exuberantes y jardines que parecen sacados de revistas de decoración…

  
 

Cuando los motores de los coches se callan, las voces de los viandantes se ahogan y ni siquiera es audible el traqueteo de los carros de la compra del supermercado de la esquina, no hay más alternativa que darse cuenta de lo inquietante que es el silencio casi absoluto. Por lo menos, al principio. En el pueblo suizo de Macolin, la confrontación con la ausencia de contaminación acústica alivió el tráfico intermitente de preocupaciones que colapsaban mi mente desde hacía semanas. Al bajar cada mañana las escaleras para ir a desayunar, me sorprendía que lo único que retumbaba era el crujido de los peldaños en contacto con mis pies y mi propia respiración. Había olvidado por completo que, cuando todos los sonidos ajenos se silencian, una toma mayor consciencia de sí misma.

 

La casa de campo había sido ampliada en distintas etapas por un psiquiatra suizo. Actualmente, es otra de tantas posesiones que este les dejó en herencia a sus tres hijas. Toda la vivienda, a excepción de la renovada cocina, conserva el encanto del mobiliario de mediados del siglo pasado. A pesar de haber sido adquiridos en varias compras diferentes, ningún mueble rompe la línea estética, y todos y cada uno de ellos son dignos de formar parte de una exposición de anticuario.

 

Por las mañanas bajaba a desayunar al pequeño comedor acristalado. A continuación me tumbaba en el sofá tapizado para leer a Houellebecq, de quien no dejaba de sorprenderme su capacidad de mostrar un profundo conocimiento al asociar todo tipo de temáticas sin servirse de un lenguaje embrollado. Los amplios ventanales del salón permitían que la enorme estancia se bañase de luz al subir las persianas; el más grande ofrecía vistas de la ciudad de Bienne, sobre la que solía estacionarse una débil capa de niebla durante las primeras horas matinales. En cuanto dejaba aparcada la lectura, solía ir al desván a hojear los libros de botánica, decorados con delicadas ilustraciones y descripciones de la flora suiza. 

 

Según M., lo más destacado de la vivienda es su extenso jardín. De vez en cuando bajábamos por la pequeña escalinata de piedra a recolectar moras, ciruelas y manzanas. El resto de alimentos los comprábamos en una pequeña tienda de comestibles ecológicos, la única de todo el pueblo. Independientemente de lo que nos hiciese falta, nuestra parada obligada era el exuberante mostrador de quesos regionales, el cual siempre abandonábamos cargando un par de cuñas en la bolsa. 

 

Los días transcurrían con un ritmo apacible, pues no se hacían ni demasiado largos ni demasiado cortos. Encontramos tiempo para hacer cosas juntos, algo que no siempre había sido posible en Friburgo. Continuamos con nuestras sesiones de yoga para principiantes con ayuda de un tutorial de YouTube. Fuimos a pie hasta un desfiladero en las montañas, lo que supuso casi cinco horas de caminata. Leímos durante horas nuestra lectura pendiente aquel verano, la autobiografía del neurólogo Oliver Sacks. Nos bañamos por la noche en el Lac de Bienne, cuyas aguas estaban mucho más templadas de lo que había esperado. 

El broche final de las vacaciones fue nuestra visita a P en Ginebra, quien nos posibilitó entrar a la sede de la ONU y nos animó a cruzar la frontera francesa con el objetivo de poder comer sin tener la sensación de que acabábamos de comprar el restaurante y no un plato de comida.

 

Sin necesidad de recorrer demasiados kilómetros, fueron seguramente unas de las mejores vacaciones que hemos compartido hasta el momento. Con recuerdos como contemplar la noche desde arriba, en el dormitorio. Las luces de Biel podían confundirse con el reflejo de decenas de estrellas titilantes.

 












Si llevas tres años de ciudad en ciudad, con menos de un año de permanencia en cada una de ellas, deshaciendo y haciendo maletas, acostumbrándote y desacostumbrándote a las rutinas escogidas, pierdes la noción de qué es el hogar y de adónde perteneces realmente. Hay gente que disfruta este constante desplazamiento, porque consideran que son capaces de llenar en una simple mochila todo lo que es esencial en sus vidas. Están convencidos de que llevan a cuestas cada uno de los rincones en los que han estado. Parece que hoy en día no hay mayor expresión de libertad que afirmar no querer quedarse anclado a ningún punto geográfico. Pero ¿y si en este constante ir y venir, uno se pierde a sí mismo? Creo que eso es lo que me ha pasado sin apenas darme cuenta.




Tras casi dos meses de ausencia, me he decidido a escribir de nuevo. Tan solo me queda un día como auxiliar de conversación y me resulta extraño que esta etapa vaya a llegar a su fin. Por un lado, tengo la sensación de que han pasado mil años desde aquel día en el que llegué a la habitación sin amueblar de mi piso en Leipzig, totalmente empapada gracias a una inoportuna lluvia de finales de verano y con tantos bultos encima que las compañías aéreas de bajo coste me habrían echado del aeropuerto sin ni tan siquiera haber cruzado el control de seguridad.

Lo bien cierto es que este mes de mayo se ha caracterizado por innumerables escapadas, por lo que han sido más bien pocos los días que he ido al colegio. El día 5 me subí en un IC rumbo al norte de Alemania, en dirección a Oldemburgo, donde está trabajando como auxiliar una amiga. 45 minutos más tarde, porque ya se sabe que los retrasos con el DB son impepinables. Me quedé hasta el domingo y tuvimos tiempo de ver la ciudad por completo y de hacer una excursión de un día a Hamburgo.

Tras seis meses de auxiliar de conversación, me da reparo admitir que no he descubierto casi nada de la Bundesland en la que trabajo. Si bien es cierto que los meses de frío no invitaban a explorar nuevos lugares y que tampoco se trata de una región muy grande, me habría gustado ver mucho más de lo que he visto hasta ahora. Una excursión al teatro de Gera y una breve jornada en la capital (Erfurt) me sabían a poco, de ahí que cuando una amiga viniese a visitarme nos decantásemos por viajar a una de las ciudades más conocidas de la región de Turingia: Weimar.






La feria del libro es uno de los eventos más aclamados de Leipzig. De ahí que no sea de extrañar que durante las últimas semanas la ciudad se haya llenado de pancartas con el lema “Leipzig liest”. El complejo abrió sus puertas al público el 17 de marzo y mañana es el último día. Aprovechando que los viernes no trabajo y a sabiendas de que el fin de semana no cabría ni un alfiler, me decidí por ir ayer. 

El primer lugar al que me dirigí fue a la Halle 4, donde estaba el centro de traducción. Allí asistí a una charla acerca de la traducción literaria, en la cual distintos traductores de todo el mundo (Nueva York, Calcuta, Río de Janeiro…) relataban acerca de sus experiencias al traducir literatura alemana a su lengua materna. A continuación tuvo lugar una discusión acerca de la formación de los traductores literarios. Esta resultó ser de lo más entretenida, ya que había dos claros posicionamientos: dos alemanes a favor de la intuición, de la pasión y del talento como elementos imprescindibles en la profesión, frente a un holandés, quien hablaba acerca de una serie de cualidades y criterios para poder encasillar a los traductores en distintos niveles, como si la traducción literaria fuese de alguna manera un oficio que cualquiera es capaz de adquirir con la apropiada formación. Tras finalizar el debate, una asistente del público comentó que el debate no tenía demasiado sentido, ya que ambas opiniones podían complementarse a la perfección: el traductor literario debe poseer cualidades innatas, pero estas han de desarrollarse gracias a una formación adecuada.


Continué paseando por los distintos pabellones, pero al final acabé un poco mareada. La calefacción demasiado alta. Demasiada gente. Demasiadas editoriales y medios de comunicación. Tras pasar toda la mañana y parte del mediodía, me hice con un libro de la sección de antigüedades (donde los libros estaban rebajados) y decidí regresar a casa. Había visto y oído todo lo que tenía pensado y quería irme con un buen sabor de boca, antes de que empezasen los dolores de cabeza. Además, deambular entre tanto libro alimentó mis ganas de disfrutar de una buena novela con total tranquilidad en mi habitación. Y así fue precisamente como finalizó mi viernes.
“Hypezig” o “el nuevo Berlín” son algunos de los apodos que se le han dado a Leipzig en los últimos años. En boca de muchos, la ciudad de moda se ha granjeado la fama de ser un auténtico hervidero hípster: la nueva cafetería de decoración nórdica minimalista, cuya oferta americanizada de dulces abarca desde el banana bread al carrot cake (atrás quedan la alemana tarta de queso o el Apfelstrudel); la antigua fábrica de algodón que ha pasado a ser el hábitat productivo de distintos artistas y arquitectos, el completo programa de películas y conciertos en el centro sociocultural naTo, las exposiciones transgresoras de los estudiantes de la Hochschule für Grafik und Buchkunst…



Entre los propósitos de año nuevo, siempre se encuentra el socorrido “hacer más deporte”. Así que te despiertas una mañana de mediados de enero, lleno de motivación e iniciativa para salir a correr al parque de tu barrio, miras por la ventana y te topas con el siguiente panorama:




Te tienen que decir que, debajo de esa gruesa capa de nieve, sigue habiendo un asfalto por donde pisar sin morir en el intento. Efectivamente, una de las adversidades de vivir en Alemania es su crudo invierno, que en ocasiones nada tiene que envidiarle a la misma Laponia. Los alemanes parecen estar inmunizados y, tanto es así, que si la ciudad amanece cubierta por un manto blanco, empaquetan a los niños en capas y capas de abrigos y salen a la calle sin pensárselo dos veces, ya sea para hacer un muñeco, para organizar una guerra de bolas o para lanzarse desde cualquier colina que encuentren.


En días como hoy de viento siberiano, no hay mejor remedio que una taza de té rooibos calentita y una buena lectura para refugiarse del frío. Al comienzo de cada año suelo elaborar una lista con los libros pendientes que me gustaría leer antes del 31 de diciembre. Como resulta lógico, esta lista va sufriendo constantes modificaciones, ya sea por alguna recomendación o por algún encuentro fortuito en la biblioteca, en una librería o en un mercadillo de segunda mano. Ya comenté alguna vez que siempre intento leer un libro en cada idioma, pues es una gran ayuda para no perder la práctica y descubrir nuevas palabras. Al español, inglés y alemán se le ha sumado hace poco el francés. Empecé no hace mucho a aprender este idioma, pero al tratarse de una lengua románica, la comprensión se hace mucho más llevadera, por lo que no conlleva demasiado esfuerzo leer novelas no adaptadas.

Dicho esto, aquí está la lista de los libros que estoy leyendo:

1.      París no se acaba nunca, de Enrique Vilas-Mata.
2.       Grundformen der Angst: Eine tiefenpsychologische Studie, de Fritz Riemann.
3.       The folded clock, de Heidi Julavits.
4.      Le voyage d’hiver, de Amélie Nothomb
Los últimos días de 2015 han sido un constante hacer y deshacer de maletas. El 22 de diciembre pasé la noche en Berlín, donde el invierno aún se resistía a llegar, al igual que en Leipzig. Teníamos mesa en un nuevo restaurante coreano que abrieron no hace mucho en Schöneberg (Wawa), donde la comida fue inmejorable, aunque mi casi nula tolerancia al picante provocó que terminase con la nariz goteando y las mejillas encendidas.


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