Tras haber tenido que cancelar dos viajes por la pandemia (Israel en marzo y Nueva York en mayo), reservamos una semana en esta isla portuguesa de origen volcánico con la esperanza de que, como dicen, a la tercera fuera la vencida. Para nuestro alivio, esta vez no tocó hacer cambios de última hora y pudimos sobrevolar sin problemas el Atlántico. Ya desde el avión podían contemplarse las señas de identidad de Madeira: acantilados escarpados, modestas casas de tejados anaranjados y terrazas escalonadas para el cultivo. Como otros tantos turistas, nos hospedamos en la capital: Funchal. Nuestro hotel estaba ubicado prácticamente en primera línea de playa, por lo que pudimos disfrutar de vistas al mar al desayunar y cenar.

Pasada la primera noche de descanso, visitamos el centro de la ciudad. Tal vez se debiese a que era día festivo, pero nos sorprendió que no había demasiada gente por las calles. Al igual que en el resto de la isla, la vida tiene lugar casi en vertical, porque es imposible ir a ninguna parte sin tener que subir o bajar una cuesta. No era raro escuchar cómo los motores de coches anticuados luchaban por subir las empinadas carreteras. Así, no es de extrañar que algunos visitantes opten por el teleférico para desplazarse hasta determinados puntos, como el Jardín Botánico. Madeira es conocida en todo el mundo por la gran variedad de flores y plantas que alberga, y dicha biodiversidad puede admirarse sin necesidad de recorrer toda la isla gracias a este jardín. Desde especies endémicas, plantas tropicales y medicinales hasta cactus de todo tipo. Gracias a la ubicación elevada del Jardín Botánico, es posible contemplar la ciudad a vista de pájaro. Fue también en el casco antiguo donde probamos la bebida más conocida de la isla: la Poncha. Sus ingredientes básicos son aguardiente, miel de caña y zumo de limón natural, aunque en la mayoría de bares ofrecen versiones con zumo de naranja o maracuyá.




Una de las excursiones más agotadoras y a la vez más sorprendentes fue la caminata hasta el punto más alto de la isla:
Pico Ruivo, cuya altitud máxima es de 1 861 m. La peculiaridad de esta ruta de senderismo residía en que, llegado cierto punto, nos encontramos rodeados por un denso manto de nubes que impedía ver los niveles inferiores, por lo que nos embargó la extraña sensación de estar caminando en dirección al cielo. Para llegar a la zona más alta, nos tocó atravesar varias cuevas y pasar por tramos un tanto peliagudos, como una parte muy estrecha donde no había barandilla de seguridad junto a un abismo con varios metros de caída. Anduvimos un total de cuatro horas, así que no tuvimos demasiados problemas para conciliar el sueño aquella noche.




El domingo fuimos a descubrir el norte de la isla. Empezamos nuestra ruta en Santa Cruz, un pequeño pueblo de la costa este. Entramos al mercado y visitamos distintos puestos de frutas y pescado. Nos llamaron la atención los ejemplares de sable negro, un pescado que habita en aguas de gran profundidad y que constituye una de las comidas típicas de Madeira. A continuación fuimos a Machico, donde paseamos a lo largo de una levada. Las levadas son canales de irrigación que transportan agua por toda la isla y que sirven como punto de referencia para realizar senderismo. Después visitamos Santana, donde pueden verse las casas en las que muchos agricultores vivían antiguamente, caracterizadas por sus techos inclinados de paja. Al mediodía fuimos al tradicional restaurante Quinta do Furão, donde nos dieron a probar el vino dulce madeirense y pudimos degustar un plato de sable negro empanado con banana y batata. Por último, fuimos al mercado de Santo da Serra, en el que probamos dos especialidades de la isla: el bolo de caco (un pan de harina de batata untado con mantequilla de ajo) y la espetada (carne ensartada en una brocheta de rama de laurel).



La parte occidental de la isla la descubrimos montados en un 4x4, un vehículo adecuado para los terrenos pedregosos que íbamos a recorrer. La ventaja de este medio de transporte fue que nos permitió levantarnos de vez en cuando para contemplar de pie la naturaleza de nuestro alrededor. Atravesamos frondosos bosques de laurisilva en los que decenas de mariposas monarca revoloteaban, la extensa meseta de Paul da Serra y laderas repletas de plataneras y viñedos ―dos de los principales cultivos de la isla―. Nuestra guía era una portuguesa que había vivido durante 20 años en Suiza, y se notaba que conocía a fondo la flora y fauna de su tierra. Realizamos varias paradas para recoger hojas de laurel y curubas (fruta alargada similar a la fruta de la pasión), succionar el dulce néctar de algunas flores (este secreto nos lo desveló la guía, no fue iniciativa propia) y darnos un chapuzón en las piscinas naturales de Porto Moniz.

En definitiva, Madeira es el lugar ideal para desgastar la suela del zapato perdiéndose en sus idiosincrásicos paisajes, cuya diversidad es inmensa debido a los diferentes mesoclimas que conviven en la isla.






La capital de Baviera es una ciudad señorial que hace gala de su pasado histórico. Todo en ella es distinguido: desde sus imponentes iglesias barrocas hasta el vestuario estudiado de sus habitantes. Las amplias avenidas bañadas de luz poco tienen que ver con los tortuosos callejones a los que Friburgo me tiene acostumbrada. El orden canónico de las fachadas parece reflejarse también en el armario de los muniqueses, quienes visten con frecuencia prendas caras de claro corte clásico, el extremo opuesto a los atuendos despreocupados e improvisados de la gente de Friburgo. Podría decirse que en Múnich hay mucho señoritingo y que en la ciudad de la Selva Negra reina más bien el ambiente hippie.


En nuestro primer día, dimos una vuelta por el centro de la ciudad, cosechando impresiones y sin ningún destino en mente. Visitamos algunos puntos clave, como la plaza del ayuntamiento (Marienplatz) o el inmenso Jardín Inglés (Englischer Garten), repleto de adolescentes que amortizaban las horas de sol con juegos de pelota. El martes hicimos un pequeño recorrido cuyo punto de partida fue la Haus der Kunst, un museo neoclasicista construido con fines propagandísticos durante el Tercer Reich. A continuación paseamos hasta el Hofgarten, un jardín barroco muy céntrico desde donde puede contemplarse la Theatinerkirche, cuya llamativa fachada amarilla puede verse desde cualquier punto de Odeonsplatz. Con los pies algo martirizados, decidimos darnos un capricho alcohólico en uno de los bares más emblemáticos de Múnich: Schumann´s. Otra visita obligatoria era el Viktualienmarkt, un mercado al aire libre que lleva en activo desde 1807. En los puestos venden todo tipo de alimentos: zumos, especias mediterráneas, salchichas, verduras…



 

El miércoles tomamos el desayuno en el Caffè Conte, donde nos sirvieron un bol de açaí con cereales, un zumo de naranja y zanahoria, dos capuchinos, un Franzbrötchen (cruasán de canela) y un sándwich de salami (M. es más fan de los desayunos salados, mientras que a mí me entra la vena golosa durante las primeras horas del día). Tras reponer fuerzas, nos pusimos en camino al Starnberger See, uno de los lagos más conocidos de Múnich. Nada más llegar, nos encontramos con una familia de cisnes en la orilla. No estaba repleto de turistas y el calor era soportable, de manera que había muchos roquedales que invitaban a tomar asiento para contemplar las aguas en tranquilidad. Nos dimos un chapuzón rápido y cogimos el S-Bahn de vuelta a la ciudad. Al atardecer, paseamos por Schwabing, uno de los barrios más densamente poblados, caracterizado por impresionantes edificios decimonónicos y un inacabable repertorio de restaurantes y cafeterías.


     

La primera vez que estuve en Múnich, se me quedó grabado el antiguo cementerio del sur, probablemente porque no estaba acostumbrada a los ornamentos de las lápidas, las flores silvestres y la normalidad con la que la gente paseaba como si se tratase de un parque más. Nada tienen que ver los cementerios alemanes con los españoles. También hay que tener en cuenta que en los cementerios antiguos no se suele enterrar a gente que ha fallecido recientemente, sino que forman parte de la historia de la ciudad y pasan a ser rincones de quietud en los que la gente aprovecha para leer en un banco sin ser molestados o dar un paseo.


El penúltimo día de nuestro viaje, comimos tortitas americanas (banderita de barras y estrellas incluida). M. se fue a la biblioteca a trabajar y yo di una vuelta por la Alte Pinakothek, un museo donde hay expuestas diversas obras de arte europeo desde el siglo XIV hasta el XVIII. Destacan pintores como Rubens, Van Gogh, Durero o Murillo. Existe la oportunidad de escuchar breves explicaciones sobre los lienzos mediante una aplicación del móvil, cuyo acceso viene incluido en el precio de la entrada. Merece la pena sin duda.



                     


Otra de las principales atracciones de la ciudad por la que discurre el Isar es la ola de los surfistas: la Eisbachwelle. Se encuentra en el Jardín Inglés, cerca de un pequeño puente. Al parecer surfear allí era hasta hace poco ilegal, pero a partir de 2010 se autorizó. Por motivos de seguridad, tan solo puede haber una persona en la ola, así que el resto hacen cola para saltar al agua. A causa de la fuerza con la que fluye el agua, hay muchos surfistas que tan solo aguantan unos segundos en la cresta, mientras que hay otros más experimentados que se permiten el lujo de ir de lado a lado y dar alguna que otra pirueta en el aire.


Acabamos nuestro viaje en la capital bávara con una visita a una de las tabernas más antiguas y famosas: Hofbräuhaus. Compartimos un litro de cerveza, servida en la típica jarra de cristal que tanto trabajo cuesta levantar durante los primeros tragos. Como bien es sabido que el alcohol hace rugir el estómago, calmamos el apetito con un par de tapas españolas al aire libre en Schwabing. Supongo que lo suyo habría sido zamparnos un codillo con chucrut, pero no sé yo si una cena tan contundente le habría sentado bien al cuerpo.  




    

                                                 

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