Con los músculos agarrotados tras tantas horas de vuelo e innumerables intentos de conciliar el sueño, llegamos por la tarde a Incheon (Seúl). El largo trayecto no parece haber hecho mella en las azafatas de Korean Air, cuya piel nacarada brilla incluso más bajo la desfavorecedora luz del avión. En el aeropuerto, hay carritos con pasajeros que recorren los pasillos emitiendo música de feria; quizás como medida de seguridad para evitar atropellos innecesarios, quizás como despertador para los turistas confundidos por el desfase horario. Las cintas transportadoras están flanqueadas por hileras interminables de orquídeas en plena flor y pinos japoneses que se yerguen hacia techos futuristas de cristal. Nada de plástico, esas hojas y pétalos son reales.

Nuestra llegada a Tokio es a las tantas de la noche, pero la vida en la urbe sigue palpitando. Tras coger el tren exprés desde Narita, arrastramos las maletas por el bullicioso barrio en el que nos alojamos: Shinjuku. Aquí, la edad media no supera los 25 años. ¿Dónde está toda esa población envejecida de la que tanto nos habían hablado en Occidente? La primera noche cenamos en un restaurante coreano, en honor al nombre de nuestra zona: 
Shin-Ōkubo, también conocido como Koreatown. En la mesa de al lado, un grupo de jóvenes coreanos totalmente ebrios apenas logran comerse con dignidad los ingredientes de su hot pot. No muy lejos de allí se encuentra una de las tiendas de la famosa cadena Don Quijote, cuya mascota es un curioso pingüino azul vestido con un gorrito de Papá Noel. Nada más entrar, es difícil no verse abrumada por el laberinto de pasillos a rebosar de productos, envueltos en guirnaldas de colores y carteles llamativos que indican los precios bajos que incitan a comprar sin moderación. De fondo suena una música a todo volumen que aturde los sentidos, con melodías pop japonesas que te hacen olvidar qué querías comprar antes de poner un pie en el establecimiento.

En el cruce de Shibuya, apenas da tiempo a ir de una acera a otra: hay que dejarse engullir por la marea de gente, que decide por ti qué dirección tomarás. En las tiendas de recreativos, no logramos hacernos con un lozano koi de peluche, que se resbala de las pinzas justo unos segundos antes de caer en el agujero. Las colas frente a los salones de pachinko son interminables; el público es casi exclusivamente masculino. En el metro, llega el silencio: la mayoría de los pasajeros miran fijamente su móvil o duermen brevemente, casi nadie conversa. Entre tanto caos urbano y ludópata, es casi obligatorio tomar un respiro en el templo sintoísta Meiji-Jingu, donde las ramas de los cedros forman un frondoso entramado que da cobijo a las minimalistas torii, reducidas a tres líneas de trazado rápido. En una cómoda de madera se guardan poemas waka que sirven a modo de oráculo. Basta con sacar un palito similar a los del Mikado para ver qué cajón debemos abrir. Mi poema reza: If just neglected and never polished to a flow, even precious jewels would remain resembling dull roof tiles made of clay. Guardo el papelito en mi monedero y proseguimos con el paseo por este gran pulmón de Tokio.





El paladar también se alegra de estar en Japón: un tonkatsu asado a la plancha que está tan tierno que se deshace en la lengua, bloques de tofu sedoso frío recubiertos de algas y salsa agridulce, sashimi de rodaballo cortado en lomos gruesos, tazones contundentes de ramen que reconfortan el estómago gracias al caldo que ha estado al fuego durante horas para extraerle todo el sabor a los huesos de carne…

En el mercadillo de antigüedades Oedo, se suceden los puestos de eclécticos artículos japoneses y europeos: joyeros lacados en rojo, cucharas de latón de cien años de antigüedad, máscaras de teatro kabuki de la época Edo ―algunas de ellas dañadas visiblemente por el paso del tiempo―, peluches de felpa de la marca alemana Steiff... Compramos un cuadro de los años 50 pintado por un tal Tadashi Wada, un bonito lienzo que representa a la perfección el arte del ikebana a través de un pequeño jarrón con forma de gota barriguda, en el interior del cual hay una delicada flor de amapola rosácea junto a otra flor todavía cerrada. Los vendedores hacen gala de la simpatía y afabilidad nipona a la que nos tiene acostumbrados el país, y nos explican en un inglés rudimentario el origen y la antigüedad de los objetos.

En el barrio de Ginza, todo es lujo y ostentación (colas nada desestimables a las puertas de la tienda de Chanel), pero también hay espacio para la extravagancia japonesa. Vemos un perro de pelo larguísimo que parece una pelusa con dos canicas brillantes a modo de ojos; lleva una diadema con un pato de juguete y es la atracción por excelencia de la gran avenida, hasta el punto de que incluso su propio dueño lo fotografía. El animal es incapaz de moverse con tanto pelo, y junto a él hay un carrito de bebé con el que su dueño lo lleva para presumir, porque el sufrimiento del animal no existe para los ojos nipones, que solo ven un peluche vivo muy kawaii. En los grandes almacenes de Ginza Six, hay todo tipo de exquisiteces para llevarse como recuerdo. Nos dan a probar unos tomates cherry tan dulces que recuerdan a una fresa, y tan exclusivos que se venden en una caja similar a la empleada para los bombones. Me entero de que se cultivan a una temperatura constante de 11 grados para obtener el punto óptimo de dulzor. La obsesión japonesa con las frutas perfectas no responde únicamente a un fenómeno gastronómico, sino que refleja los valores de excelencia y la dedicación al detalle, arraigados en la cultura.













Podría pasarme el día entero deambulando por la papelería Itoya, admirando los colores y las tarjetas de todo tipo de materiales. No sé con qué quedarme, y al final embolso varios imanes, unas pegatinas y un set de acuarelas. En Tsutaya Books, las estanterías con libros llegan a lo alto del techo de varios metros de altura. Hay una sala con bonsáis de corteza blanca y obras de un artista al que han obsequiado con un imponente ramo de flores, expuesto en un rincón; más que en una librería, parece que acabemos de entrar en una sala de un museo. Acabamos comprando un bonito libro ilustrado para niños con adivinanzas de animales. Gracias a Google Lens, obtenemos traducciones pobres y algo extrañas, porque la máquina no es capaz de trasvasar el humor y la creatividad del original japonés.

Poco antes de abandonar Tokio, deambulamos por las calles de 
Kōenji en busca de ropa de segunda mano, dado que las tiendas de aquí tienen una mejor selección que en Europa. Encuentro faldas y blusas con estampados florales en tonos sobrios y elegantes. Más tarde aprenderé que uno de los estampados se utiliza a menudo para los kimonos, y que tiene un nombre concreto similar al del período Edo. La tienda cotogoto es el paraíso de los objetos de menaje del hogar: trapos de telas selectas, cacerolas de cobre de un acabado exquisito, platitos de cerámica con forma de ballena, latas de conserva de colores a juego… El consumo de Japón toca los dos extremos: en ocasiones es barato, estridente e indiscriminado (como en los pasillos cegadores de Don Quijote); otras veces, en cambio, es una relajada inmersión entre estanterías perfectamente ordenadas repletas de artículos minimalistas y selectos que serán empaquetados más tarde con sumo cuidado y maestría.

Vamos a visitar el recinto del palacio imperial, donde se agolpan masas de estudiantes. Le preguntamos a una de ellas qué está ocurriendo y nos desvela que celebran la finalización de sus estudios universitarios. Ellas visten kimono y llevan elementos florales en el tocado, mientras que ellos van enfundados en trajes discretos. Los muros del palacio tienen una vertiente inclinada para soportar los seísmos, y están formados por piedras irregulares recubiertas de musgo. Hay mucha humedad, condensada en un ligero manto de niebla suspendido entre los cedros japoneses. Avistamos aquí el primer cerezo en flor: sus pétalos rosa están esparcidos por el suelo como restos de confeti tras una celebración. Nos desplazamos hasta el distrito 
Jimbō-chō, conocido por la gran cantidad de anticuarios de libros. Una de las tiendas tiene el suelo recubierto de un bonito parqué oscuro y un antiguo reloj en la pared; un rincón suspendido en el tiempo de no ser por los ordenadores en los que teclean los trabajadores.

La visita al Museo Nacional de Tokio acaba pasada por agua. Nos embarga la decepción al descubrir que no podemos ver el cuadro de los pinos de Hasegawa Tohaku, y que tenemos que contentarnos con las reproducciones en postales de la tienda de recuerdos. Me quedo con los netsukes de ámbar y marfil, que me traen al recuerdo La liebre con ojos ámbar. Nos refugiamos de la lluvia en el antiguo café Kayaba Coffee, de suelo de tatami y paredes de madera, donde tomamos un delicioso flan bañado de caramelo tras unos sándwiches de verduras. De fondo suena música jazz, como en tantos otros locales de este país. Por la tarde acabamos en el Café mipig, en el que los cerditos vietnamitas se sientan en el regazo de los comensales en busca de calor humano. Uno rosado de tamaño mediano se sienta entre mis piernas y no se mueve de nuevo durante la media hora que estamos allí.

Superado el caos de la estación de tren de Tokio, en la que casi perdemos el tren, nos acomodamos en el Shinkansen con destino a Kioto, desde el que alcanzamos a vislumbrar durante unos minutos el imponente Fuji y su cumbre nevada. Abandonamos la capital actual para trasladarnos a la que fue la capital de Japón durante más de mil años, y que se ha consagrado como la ciudad tradicional de los templos, la antítesis al ajetreo urbano y futurista de Tokio.





 

 




La preparación de un viaje puede enfocarse de muchas maneras distintas. Además de investigar sobre los típicos lugares y restaurantes que me gustaría visitar, me parece un buen ejercicio familiarizarme un poco más con la cultura del país de destino a través de la literatura. En el caso de Japón, no fue muy difícil encontrar las lecturas idóneas. Dejé aparte escritores prolíficos y archiconocidos como Murakami, cuyos libros fueron grandes compañeros durante mi adolescencia, y me centré en aquellos de los que no había leído nada en absoluto.



Algunos de los libros elegidos respondían a motivos claros, ya que el propio título ya desvelaba el afán de sus autores por relatar acerca del país del sol naciente a través de una lente extranjera. Sin embargo, también quería leer obras que hablasen de la sociedad y cultura japonesas de refilón, donde los personajes y las escenas hablasen por sí mismos y revelasen detalles por pura casualidad. Con este objetivo en mente, fui una tarde a la librería Dussmann y paseé por el departamento de libros en lengua inglesa en busca de libros de literatura contemporánea japonesa. Y así fue como algunos de los títulos que encontré terminaron en esta lista:

·     Japón perdido, de Alex Kerr (1993)



Este libro a caballo entre el ensayo y la novela autobiográfica surge a raíz de la nostalgia del autor por el Japón que conoció en su infancia. A mediados de los sesenta, Alex Kerr llegó al país nipón junto a su padre, un militar norteamericano, y se quedó prendado de la belleza y el misticismo de sus paisajes rurales. La fascinación de Kerr por la cultura nipona se ve reflejada en sus constantes elogios al teatro kabuki, la ceremonia del té, el ikebana o el coleccionismo de obras de caligrafía de épocas pasadas. Hay metáforas muy acertadas y claras, como la comparación de Japón con una ostra en la adopción de elementos extranjeros:


«Japón es como una ostra. A una ostra no le gustan los objetos que vienen de fuera: hasta cuando el grano más fino de arena o de una concha rota logra entrar, la ostra considera esa invasión intolerable, así que secreta una capa y otra capa de nácar sobre la superficie de la partícula infractora hasta que, llegado el momento, se crea una hermosa perla. (…) De manera similar, Japón reviste la cultura extranjera que le llega y la transforma en una perla de estilo japonés».


El análisis minucioso de los aspectos más entrañables de la cultura nipona está cubierto por una pátina de añoranza por un país que, al igual que tantos otros, se ve engullido por la vorágine del progreso y la modernidad, que otorga primacía a la innovación en detrimento de las costumbres.


·     Japón inexplorado, de Isabella Bird (1880)


A finales del siglo XIX, la escritora inglesa Isabella Bird inicia un viaje intrépido y ambicioso por un país desconocido para la mayoría de los europeos. Durante un recorrido por el norte de Japón, no exento de las penurias y la precariedad que caracterizaban los viajes de esa época, Bird se maravilla ante la exuberancia de la naturaleza y la hospitalidad de los habitantes. Uno de los relatos más interesantes versa sobre el pueblo indígena de los ainus, que realizaban todo tipo de rituales espirituales relacionados con la caza y la pesca.

·     Breasts and eggs, de Mieko Kawakami (2008)


Una novela contemporánea de una de las autoras más aclamadas en el panorama literario nipón actual. La primera parte del libro trata sobre la obsesión de la hermana de la protagonista por aumentar su pecho. La segunda parte gira en torno a la obsesión de Natsu (la protagonista) por recurrir a un donante de semen para tener un bebé. Caracterizado por su humor irónico y diálogos directos (a través de los cuales se van tejiendo los temas centrales), esta novela abre muchos debates éticos sobre el cuerpo de la mujer y los derechos de los hijos engendrados por donación anónima. Una lectura refrescante y entretenida con las ciudades de Tokio y Osaka como telón de fondo.


«Spring worked its magic. The cherries blossomed overnight, opening to the blue darkness of the city. They shed petals for days, as if the earth was pulling them down».


«The whole day I've been running through old memories, getting lost in my own thoughts. But I guess that made sense. It was only natural. Despite Makiko being, in the present tense, my closest living relative, the bulk of our shared experiences were in the past, from another planet. In that sense, spending time with Makiko meant living in the past».


·     Cuadernos perdidos de Japón, de Patricia Almarcegui Elduayen (2021)


En este libro se recogen los fragmentos del diario que la autora llevó en sus distintos viajes a Japón. Me parece una aproximación interesante para recopilar recomendaciones sobre el cine, la literatura y la arquitectura niponas, pero he de admitir que este libro no me entusiasmó por la falta de estructura entre las entradas del diario. Algunos fragmentos sí que me han emocionado por su fuerza narrativa, pero otros me han dejado indiferente. Aun así, fue una lectura que agradecí, ya que me sirvió para descubrir otro clásico de la literatura japonesa que sí que superó mis expectativas: Lo bello y lo triste.

·     Lo bello y lo triste, de Kawabata Yasunari (1964)


Una breve pero intensa novela sobre dos amantes, un escritor y una artista, cuya relación ha estado marcada por la tragedia y el paso del tiempo. Tematiza con gran maestría el vínculo del artista con su propia obra, así como sentimientos universales como la envidia, la sed de venganza y la pasión. El escenario principal es la ciudad de Kioto, sobre todo la zona a orillas del río Kamo. La belleza y la tristeza, dos realidades que en principio pueden parecer opuestas, se solapan continuamente, y el autor nos hace comprender, en su última novela, cómo ambos conceptos son compatibles en más situaciones de las que pensamos.

·   The Travelling Cat Chronicles, de Hiro Arikawa (2012)


Este libro cuenta la tierna historia de un gato llamado Nana y su dueño Satoru. Juntos emprenden un viaje por Japón, visitando diferentes lugares y personas importantes para Satoru. Destaca sobre todo la habilidad del autor para dar voz a Nana, transmitiendo sus pensamientos y emociones de forma auténtica y entrañable.


·   Ikigai: Die japanische Lebenskunst, de Ken Mogi (2018)


Un ameno ensayo que explora el concepto japonés del ikigai, intentando descifrar las claves de una vida significativa y plena. El autor menciona algunas historias personales que ilustran a la perfección cómo los pequeños detalles del día a día pueden ser decisivos en la búsqueda de sentido.

 

·   El cielo es azul, la tierra blanca, de Hiromi Kawakami (2018)


Una preciosa y poco convencional historia de amor entre Tsukiko, una mujer solitaria y tranquila, y su antiguo profesor de japonés, a quien ella llama siempre "Sensei". Con el paso de las estaciones, estos dos personajes tan distintos entre sí desarrollan una relación especial caracterizada por la aceptación mutua durante breves encuentros para compartir comida en su izakaya preferido. Al igual que la película Perfect days, esta obra es una oda a la simplicidad de las rutinas, y a través de diálogos memorables, sabe describir la plenitud de los momentos compartidos con alguien que nos entiende mejor que nosotros mismos.





 



Regresar a Valencia por Navidad significa encontrarme con el cielo límpido al que me tiene acostumbrada. Ni una sola madeja de nubes, ni rastro del frío berlinés. Por las mañanas, el sol despuntaba en el horizonte tras los tejados de color arcilla y los tupidos pinos del chalet olvidado. Si miraba por la ventana de mi habitación, el olivo tapaba casi todo el jardín, pero todavía se divisaba la franja de luz naranja que cubre normalmente el ribete que forman las casas de ladrillo. Las ramas del limonero se vencían hacia abajo por el peso de los limones, y me hizo darme cuenta de la facilidad con la que los cítricos prosperan gracias al clima mediterráneo.


En Berlín llevaba mucho tiempo sin haber luz. Sin embargo, el domingo antes de marcharme a España, que coincidía con el tercer domingo de Adviento, el cielo se cubrió de jirones de algodón de azúcar, trazos rosa neón. Fuimos a Schöneberg para presenciar el Oratorio de Navidad en la Iglesia neogótica del Apóstol Pablo. Qué solemne y cautivador sonaba Bach en las voces de los niños del coro, pese a que algunos no estaban demasiado por la labor.


El patrón de la nueva bufanda que empecé a tejer en diciembre es un cordón umbilical de reducido diámetro. Tiene la misma forma que el cable de un teléfono antiguo, un tirabuzón como el que baja por la lámpara de la abuela de M., que ahora alumbra una de las esquinas de nuestro salón. La pantalla de la lámpara recuerda al sombrero de un champiñón blanco lechoso, y se enciende tirando de una barra atada a un hilo que se tambalea una vez accionada. Siguiendo esta tradición de darles una segunda vida a los objetos de hace dos generaciones, en diciembre desempolvamos la Zeiss Ikon del abuelo de M., una Contaflex que dejó de fabricarse en 1972. Todas las fotografías en blanco y negro de la infancia de M. fueron tomadas con esta cámara, que ha sobrevivido al paso de los años en una caja de cartón para artículos frágiles. Algunas de las fotografías salieron borrosas, reflejando la imperfección analógica a la que antiguamente las personas estaban acostumbradas.


Pasamos la Nochevieja en casa de unos amigos en Friburgo. Todos los años colocan en el salón un inmenso abeto decorado con adornos clásicos y delgadas velas amarillas; a sus pies, había un belén con figuritas de fieltro. Sin faltar a la tradición, nos comimos las doce uvas al ritmo de las campanadas de la Puerta del Sol, y después subimos unos metros para contemplar los fuegos artificiales, que explotaban en el cielo de la Selva Negra como racimos de luces fosforescentes.


Los mejores momentos del 2023: deambular por los angostos callejones de Génova, admirar las aguas turquesa de la bahía de Portofino, dormir en un tradicional barco de madera en Weesp, pedalear por los humedales de la reserva natural de Naardermeer en compañía de A., el viaje sorpresa a Estrasburgo para celebrar nuestro aniversario de boda, cultivar tomates en Ebnet por última vez, darlas zanahorias a las ovejas del prado cercano, almorzar con mamá en una cafetería que antaño fue una antigua capilla, asentarnos en nuestro nuevo hogar, admirar la belleza de los Andes, disfrutar de un cálido atardecer en Arequipa, dormir a orillas del lago Titicaca, adentrarnos en la selva amazónica, ver vicuñas en libertad, aprender a tejer con dos agujas, ir en busca de setas por el bosque de Müggelberge, presenciar el Oratorio de Navidad en la Iglesia neogótico del Apóstol Pablo, comer las doce uvas en Friburgo.

















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