Nada más poner un pie en la capital española, fuimos directamente a endulzar la llegada con una buena taza de chocolate con churros en San Ginés. El bullicio de las calles me pilló de improviso, como de costumbre. Incluso siendo jueves, un día que en teoría iba a ser más tranquilo, tuvimos que hacer algo de cola para tomar asiento en una de las pequeñas mesas de mármol blanco de aquella famosa churrería. Lejos quedaba el sosiego de Friburgo y los callejones prácticamente desiertos: Madrid palpita a todas horas, y parece que no hay nada que más agrade a los madrileños que callejear por su ciudad.

El objetivo principal del viaje estaba claro: comer, comer y comer. En Casa Labra, un pequeño bar de 1860 que todavía conserva la decoración de antaño, probamos las tajadas de bacalao rebozadas y croquetas rellenas del mismo pescado. En el bar de cócteles Entre Santos, al que llegamos por puro azar, degustamos tapas exquisitas, como los chipirones a la plancha con manzana y mayonesa de menta o la carrillada con calabaza y salsa vino y tamarindo. En Hermanas Arce, disfrutamos de un desayuno sano y delicioso, gracias a la calidad de su pan, elaborado siempre a partir de masa madre; un local que parece salido de las páginas de la revista Kinfolk. En Casa Amadeo y Casa Toni probamos algunos de los platos estrella de la gastronomía española de toda la vida: los caracoles en salsa, los cangrejos de río, las mollejas y la oreja de cerdo.







En El Retiro, ya empezaban a desprenderse las primeras hojas de los árboles, haciendo piruetas imposibles hasta tocar el suelo. Los castaños cerca del Ángel Caído habían adquirido un color anaranjado, y algunas de las rosas de híbridas de té de la Rosaleda embriagaban con su olor a fruta madura. Pasamos junto al Estanque Grande y nos quedamos asombrados ante el imponente Palacio de Cristal, donde un grupo de músicos tocaba una pieza de Bach. Incluso bajo cielos plomizos, los paseos por El Retiro fueron el plan otoñal perfecto para nuestra breve estancia en Madrid.








El domingo por la mañana nos acercamos hasta El Rastro para curiosear entre los distintos puestos callejeros, donde se exponían multitud de enseres que, a nuestros ojos, carecían de valor alguno (más allá del sentimental, el cual desaparece al pasar a otras manos distintas a las del propietario original). En ocasiones, los precios eran desorbitados, y se notaba que muchos de los vendedores habían sacado provecho de algún derribo o desahucio precipitado. Recuerdo a aquella mujer que pasó por mi lado y verbalizó mis propios pensamientos al ver las fotografías de familias ajenas: Vivir toda una vida para que tu rostro y el de tus familiares terminasen como objeto de venta en el Rastro tenía algo triste y desalmado. Aun así, admito que pasear por aquel mercadillo tenía su encanto, porque en más de un rincón podías encontrarte con alguna reliquia de la infancia o algún guiño a los años de la adolescencia, como un joyero de madera pintada similar al que mis padres me habían traído de recuerdo tras su viaje a Granada. Años y años de historia española sobre mantas improvisadas o sobre las aceras de Madrid.




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