Mi afición por salir a correr (o por el footing, híbrido confuso que por principios propios me niego a utilizar) comenzó hará cosa de año y medio, cuando todavía estaba de Erasmus. A lo largo de mi vida he realizado distintos tipos de deporte. Siendo un bebé comencé a ir a natación, aunque todos sabemos que a esa tierna edad más bien te dedicas a patalear en el agua y a salpicar a todo Cristo, mientras tu madre te va paseando por toda la piscina como si fueses una pequeña colchoneta hinchable. Continué yendo a natación hasta los nueve años, cuando me cansé del agua y me decanté por una especie de gimnasia artística conocida como fitness (nada que ver con los cereales de fibra). Este otro deporte me robaba mucho más tiempo, ya que llegué a participar con mi grupo en competiciones a escala nacional y las horas de entrenamiento iban aumentando. Además, lo compaginaba con la hípica, deporte que siempre había querido practicar desde muy pequeña. Sí, lloraba como una magdalena si en las películas bélicas mataban al caballo. Al jinete le podía pasar de todo siempre y cuando el animal saliese intacto. Moral retorcida donde las haya.

Tras dejar todos estos deportes, me di cuenta de que necesitaba un deporte que me permitiese mucha más libertad a la hora de organizarme; con el que no me doliese en el alma faltar a alguna clase por haber pagado y que no interfiriese en mis estudios. Así que me decanté por unirme al furor del running, el cual se ha convertido en sine qua non de los predicadores de un estilo de vida saludable, junto con las nuevas tendencias de alimentación vegetariana, vegana, crudivegana y demás sucedáneos.

Mucha gente tiende a pensar que correr no es para ellos y no comprenden cómo puede despertar pasiones un deporte que casi es sinónimo de fatiga. Yo personalmente creo que este ejercicio tiene muchas ventajas si se sabe practicar de forma adecuada, siempre y cuando se tengan en cuenta ciertos aspectos. Algunos de los consejos que les daría a aquellos que quieran iniciarse en este deporte serían los siguientes:

1.      Constancia. Es la clave para llegar a disfrutar del running. Para qué voy a mentirte: el primer día será el infierno. Te fatigarás a los pocos minutos, notarás que los pulmones te abrasan y maldecirás una y otra vez haber dejado atrás el cómodo sofá de casa. Por este motivo, lo mejor es comenzar corriendo cortas distancias e ir combinando un ritmo más lento con uno más rápido, para ir aumentando paulatinamente la resistencia. Lo importante es no parar y marcarte como meta salir unos días concretos de la semana.
2.      Salir temprano. Sí, las sábanas te pedirán a gritos que te quedes un rato más con ellas, pero si tu horario te lo permite, salir temprano es mucho mejor que hacerlo a última hora de la tarde, cuando la pereza seguramente acabe ganando la batalla y haga que termines por no salir. Sobre todo en verano, cuando el calor apremia, es importante buscar aquellas horas en las que el sol todavía no es tan fuerte. Acabar de ducharte y saber que te queda todo el día por delante es una verdadera gozada.
3.      Concéntrate en otras cosas. Si bien es cierto que hay que aprender a controlar la respiración y a ser consciente de tu propio cuerpo, pensar constantemente en el esfuerzo puede acabar provocando que desistamos. Lo mejor es llevarte el iPod de paseo o intentar contemplar el paisaje, para enterrar los pensamientos negativos que pueden alejarnos de nuestra meta (esta última frase me ha quedado muy de profesora de yoga). Está demostrado que escuchar música propicia la liberación de endorfinas, lo que provoca que el ejercicio se vuelva mucho más agradable.

Dicho esto, ahora sí que sí me centro en lo que promete el título de la entrada: rutas en Friburgo para correr. Como es lógico, estos sitios están relativamente cerca de donde yo vivo/he vivido, ya que son las zonas que mejor conozco. De todas formas, en Friburgo las distancias son cortas y se puede ir perfectamente con la bici o con el tranvía a casi cualquier lugar.

1.     Recorrido de montaña por Merzhausen

Por la zona de Merzhausen hay una pequeña montaña con hileras de viñedos  por donde se puede acceder al bosque. Una vez arriba, puede contemplarse la montaña de enfrente: Schönberg (no confundir con el famoso barrio berlinés Schöneberg). Es una ruta para la que se requiere algo de resistencia, ya que hay tramos bastante empinados, pero no es excesivamente complicada. Si se va en tranvía, lo mejor es bajar en la parada Paula-Modersohn-Platz, en la gran avenida de Merzhauser Str. Desde allí puede llegarse hasta la Rehbrunnen, una fuente con una estatua de un corzo, situada a mitad de camino. Si se continúa todo recto se llega hasta lo alto de la montaña. En el mapa se observa más o menos cómo llegar a esta fuente. Cerca de esta zona se encuentra un valle muy grande por donde también suele haber muchos corredores y que conduce al barrio de Günterstal. Para llegar a este valle basta con seguir la Wohnhaldestr.








2.     Junto al arroyo en Vauban
Esta otra ruta es, junto con la anterior, la que suelo realizar con mayor frecuencia. Desde la parada de Paula-Modersohn-Platz, basta con seguir el pequeño arroyo (Dorfbach), el cual está a unos pocos metros. Al otro lado del arroyo se encuentran las curiosas viviendas del barrio ecológico, con construcciones de lo más peculiares para lograr que sean respetuosas con el medio ambiente. Se puede llegar hasta el Jesuitenschloss, que es una especie de abadía pequeña donde ahora hay una cafetería y desde cuya terraza se puede observar toda la ciudad.

(Mi relación con Paint y con Google Maps deja mucho que desear)

3.     Por el río Dreisam
Este sea quizás uno de los recorridos más conocidos. A la orilla del río hay un camino que suele estar frecuentado por corredores y ciclistas. La ventaja de este recorrido es que es llano y que es prácticamente interminable, pues cruza la ciudad de punta a punta. Aun así, las distintas inundaciones han hecho que ahora haya muchos tramos en obras. Además, algunos tramos son algo ruidosos, ya que están al lado de la autopista.




La búsqueda de piso en Leipzig continúa. He realizado varias conversaciones por Skype, pero o bien no me acaban de convencer, o bien tienen muchas solicitudes y van dando largas. Esta tarde he quedado de nuevo, así que a ver si hay más suerte esta vez. El piso está a tan solo 5 minutos de la estación, la habitación es bastante grande (18 metros cuadrados), está situado en el Südvorstadt (barrio lleno de estudiantes, cafeterías y restaurantes) y tendría la posibilidad de comprarle algunos muebles a la antigua inquilina. 

Ayer queríamos haber ido de excursión al Lac Blanc, pero al final nos tocó posponerlo porque salió un día de otoño. Tuvimos que contentarnos con pasar el día leyendo y con un corto paseo por el cementerio de Littenweiler. Aun así, después de tanto calor, la verdad es que se agradecen días así.








El furor por las barbacoas en verano parece contagiar a todos los alemanes. A eso de las seis de la tarde es imposible pasear sin toparse con el olor a carne a la brasa. Prueba de ello es que esta última semana he ido a dos con la familia. La primera fue en St. Ottilien, junto a una cabaña en una colina que pertenece a la zona del Waldsee en Friburgo. En esta zona hay parrillas y cabañas que pueden reservarse para celebrar eventos, que en nuestro caso resultó ser una barbacoa organizada por la clínica donde trabaja la madre. La segunda tuvo lugar en un jardín privado, en Littenweiler, donde vive un compañero de trabajo del padre. Tanto la madre como el padre son médicos, así que en ambos casos estaba rodeada de enfermeras, cirujanos y comadronas. Por suerte los temas de conversación fueron algo variados, así que no tuve que estar todo el tiempo escuchando diálogos sobre enfermedades, partos y demás gajes del oficio.

Ayer fui con mi novio y sus amigos a Baden-Baden en tren regional, para visitar la exposición de Heinz Mack en el museo Frieder Burda. Como compramos el Baden-Württemberg-Ticket y éramos cinco, salimos a algo menos de 10 euros por cabeza. Este billete permite viajar de manera muy económica por una región entera si vas en grupo, aunque hay que tener en cuenta que los trayectos se hacen algo largos, ya que solo te permite coger trenes de cercanías. Nuestro viaje duró una hora y media más o menos. Salimos desde la estación principal de Friburgo e hicimos transbordo en Offenburg.

La entrada al museo nos costó a todos otros 10 euros al ser estudiantes, excepto a un chico que tenía Historia del Arte como Nebenfach en la carrera, que solo pagó 5 (logró ganarse el “odio” del resto del grupo). Aunque he de admitir que no soy muy aficionada al arte contemporáneo, la exposición me pareció interesante. Heinz Mack es un artista alemán cuyas obras juegan con los efectos de la luz sobre distintos materiales, como el acero, la cerámica y la escayola, los cuales presentan diversos relieves. Además, es uno de los protagonistas del conocido como Land Art, donde las obras suelen encontrarse en el exterior y se integran con el paisaje. Me llamó sobre todo la atención una serie de fotografías en el desierto del Sáhara, donde las obras del artista parecían mimetizarse con el entorno.  También me resultó curiosa una escultura en la que las piezas de metal se movían simulando corrientes de agua, gracias a un motor situado en la parte trasera.







Para aprovechar el resto de la tarde, fuimos a un sitio clave en la ciudad de Baden-Baden: el casino. Yo no tenía intención alguna de jugar, pero quería ver el edificio por dentro y mis compañeros de viaje se habían traído alguna que otra prenda para la ocasión, así que qué menos que probar suerte. Por desgracia, la entrada de por sí ya costaba cinco euros y era imprescindible llevar corbata o pajarita (no solo camisa), así que el hombre de la entrada, al ver nuestras caras, nos soltó: “Con el alquiler del esmoquin y la entrada creo que ya se os va todo el capital que teníais pensado apostar, ¿no?”. No se me ocurre una forma más contundente de llamarnos estudiantes mendigos. Al final entramos a la sala de máquinas, donde la entrada solo costaba un euro y donde pudieron jugar a la ruleta. El ambiente era algo deprimente y no gozaba del glamur de la sala de arriba, pero salimos de allí quince euros más ricos, así que no estuvo nada mal.


La buena noticia de esta semana es que al fin sé dónde me iré de vacaciones en agosto. Del 15 al 29 la familia viaja a Fuerteventura, sobre todo con la idea de practicar su deporte preferido: el kitesurfing. Yo aprovecharé para irme esos días a Berlín, a casa de mi “familia política”. Será la tercera vez que esté en la capital alemana, pero tengo ganas de continuar descubriendo rincones de esta enorme ciudad. 





En verano los días parecen estar hechos de una pasta extraña. Algunos se expanden hasta el infinito y acabas teniendo la sensación de que han pasado semanas desde que te tomaste la tostada del desayuno, mientras que otros se esfuman en un abrir y cerrar de ojos y acabas lamentando que el día no tenga más horas. En mi caso, esta cambiante percepción se vuelve todavía más variable, ya que la madre de mi familia tiene jornada parcial, por lo que hay días entresemana en los que “no tengo que mover un solo dedo”.

A pesar de que a Friburgo se la conoce como la ciudad más cálida y mediterránea de Alemania, hace un calor poco usual incluso para esta época de año. Así, las tardes de julio podrían resumirse en consumir cantidades industriales de helado a la sombra. A este ritmo me voy a convertir en una auténtica sumiller del producto estrella del verano. Ayer mismo fui primero a la concurrida heladería que está al lado del teatro principal (Portofino) y, de vuelta a casa, me pasé de nuevo por otra que goza de mucha fama (Mariotti). Para más inri, me pedí otra bola de justo el mismo sabor (avellana), para así poder comparar ambas. Veredicto: la primera es más barata y dan más cantidad, pero el sabor de la segunda es mejor.

Quitando este fascinante estudio contrastivo sobre la calidad de los helados en Friburgo, no ha ocurrido demasiado que valga la pena destacar. La relación con la familia sigue siendo muy buena y cada vez hay más confianza. En el caso de los niños, esta confianza a veces puede llegar a dar asco, como bien suele decirse, pues la aprovechan para intentar subirse al hombro a la mínima que pueden. Al pequeño le vienen rabietas temporales, ya sea al jugar una partida al Mensch, ärgere dich nicht (el parchís de toda la vida, vaya), o al ir en bicicleta de vuelta a casa. Por suerte o por desgracia, hace poco que va solo en bici. Esto quiere decir que no me toca llevarlo con el remolque, pero que tengo que tener siempre los ojos puestos en él cuando vamos por la calle. Sobre todo porque al niño se le ha metido en la cabeza que es el dueño de la carretera, así que le da por ir justo por el medio del camino siempre que puede. Lo mejor es que al regañarle y decirle que vaya por el lado que toca, su excusa es que no sabe a qué lado me refería, porque no diferencia entre izquierda y derecha, y que por eso va por en medio, para no equivocarse de lado (manda narices).  

Ayer me fui con ambos niños a comprar al mercado de la plaza en Merzhausen. Al pequeño se le ocurrió llevar una guitarra de juguete para deleitar a los compradores con un concierto en vivo y en directo. Mientras yo esperaba en la cola, él se puso a tocar un par de acordes aleatorios. Mucha destreza no tenía, pero entusiasmo no le faltaba. Cuando dio por finalizada su actuación, se dedicó a ir de anciana en anciana preguntando una por una si le daban dinero (no, si tonto no es. Tiene muy claro quiénes son las víctimas fáciles). Ni sombrerito, ni nada; su acción se acercaba más a un asalto a mano armada, solo que en vez de pistola su arma infalible eran unos grandes ojos azules y rostro de no haber roto un plato en su vida. Fue un momento de los de “tierra, trágame”. Más de una anciana fue a casa a por el monedero y yo ya no sabía por dónde meterme. La próxima vez, me da que la guitarra se va a quedar en casa.

Llevo varios días buscando piso en Leipzig, pero las ofertas brillan por su ausencia. Aún es demasiado pronto y la mayoría de anuncios son para agosto o incluso julio, así que tocará esperar algo más. Ayer envié un mensaje a una habitación en un piso compartido que estaba muy bien de precio y en una zona perfecta, pero quizás ni siquiera me respondan. Muchos alemanes son reacios a aceptarte si no puedes ir a hacer una entrevista y a conocer el resto de compañeros de piso personalmente. Una vez reciba el Zulassungsbescheid de la universidad, intentaré solicitar una plaza en las residencias del Studentenwerk, a ver si hay más suerte. Sé que aún queda tiempo y que es inútil estresarse, pero mi vena controladora me obliga a ir mirando ya opciones.

Creo que he superado con bastante éxito mis primeros días como au pair por aquí. Lo cual no quita que haya habido más de un percance, claro. El miércoles fue sin duda el día que se llevó la palma de oro.

Resulta que tenía que pasar prácticamente todo el tiempo con los niños, porque los padres se iban de cena. Cuando me dispuse a recogerlos de la guardería, dejé como siempre la bicicleta en la puerta, pero en vez de atarla a una valla igual que las otras veces, puse el candado atado a la propia rueda. Tras lograr que el niño pequeño se montase en el remolque y haber unido este con el enganche de la bici, empecé a pedalear. Cuál fue mi sorpresa al notar que, tras avanzar un poco, había algo que hacía tope y que no me permitía continuar pedaleando. Extrañada, bajé de la bici para inspeccionar el remolque. “Tengo que haber montado mal en el remolque”. Tras supervisar todo cual inspector del FBI, llegué a la conclusión de que todo estaba en orden, así que volví a intentarlo, porque igual la primera vez habían sido imaginaciones mías y ahora todo salía bien (lógica del chichinabo). De nuevo, la bici hacía tope. Fue gracias al niño pequeño que caí en la cuenta de qué no cuadraba: “El candado está en la rueda”. Un fuerte aplauso para mí. Con las prisas por montar el remolque, había olvidado quitar el candado. Y claro, al pedalear, este se había quedado enganchado con la cadena, por lo que de ahí no lo sacaba ni Sandokán. En un arranque de desesperación, empecé a manosear el candado y a tratar de sacarlo (con estas cosas paniqueo con una facilidad impresionante). Delante de la puerta de la guardería, las manos llenas de grasa y sudando la gota gorda, mientras el resto de padres pasaban impasibles sin dignarse a preguntarme si necesitaba que me echasen una mano. Un gran detalle por su parte.
Justo cuando el niño pequeño iba a pedir ayuda a alguien de la guardería, logré sacarlo, para mi gran asombro. Creo que me ahorré que la situación hubiese sido mucho más incómoda y absurda.

En comparación con este episodio, subir la cuesta de vuelta a casa fue coser y cantar. De tanto ir en bici por la montaña arrastrando el remolque, se me van a quedar unas piernas con las que seguramente podré dar mi gran salto al culturismo de competición. El calor infernal tampoco acompaña a la hora de hacer el trayecto más agradable…

Retomando el tema de la guardería de los niños, he de decir que ambos van a un tipo de Kindergarten que no conocía: Waldorfkindergarten. La pedagogía de estas guarderías (así como colegios) está basada en la antroposofía, una teoría del filósofo austriaco Rudolf Steiner. Según esta concepción, el hombre está dividido en cuerpo, alma y espíritu. También hay cabida para los conceptos de la reencarnación y del karma. El educador debe ayudar al niño a encontrar la individualidad de cada una de sus partes. Todo esto suena muy místico, pero a efectos prácticos supone que hay mucha más libertad a la hora de realizar las actividades, donde se le da mucha importancia a ejercicios manuales como puede ser confeccionar una bolsa de tela, hornear pan o hacer representaciones con marionetas; así como al contacto con la naturaleza gracias a diversas excursiones. Intentan por todos los medios que los niños no tengan un contacto tan temprano con las nuevas tecnologías. De hecho, una de las cosas que me llamó la atención en la casa es que no hay televisión (lo que no se debe a una falta de espacio). Además, no se usan libros de texto ni se hacen exámenes, por lo que no hay ningún tipo de notas. Los niños aprenden a leer y a escribir a partir de los 6 años.


El sábado por la tarde, para soportar el calor achicharrante, me fui con Milan al río Dreisam, por la zona de Littenweiler. Esta parte del río la han reformado, ya que ahora hay una serie de montículos con árboles que antes no estaban. A falta de poder hacer mucho más por el insoportable bochorno, nos hinchamos a sandía, leímos en la sombra, observamos a los bañistas y también nos dimos algún que otro chapuzón.




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