El Danubio, uno de los ríos más influyentes del Viejo Continente, atraviesa cuatro capitales europeas: Belgrado, Bratislava, Viena y Budapest. En febrero de 2013 visité la capital austríaca y, ahora, casi diez años después, le ha llegado el turno a la capital húngara.


No es difícil adivinar por qué esta ciudad resulta tan atractiva para tantos turistas de todo el mundo. Su pertenencia a la URSS parece no haber hecho mella en su magnificencia arquitectónica y, en vez de encontramos con los típicos edificios comunistas carentes de encanto, en Budapest se suceden las avenidas imponentes con fachadas plagadas de elementos propios del Art Nouveau. En función de la calle donde nos encontremos, resulta sencillo pensar que estamos atravesando París, Viena, Berlín o Tel Aviv.


El breve viaje estuvo marcado por el intenso calor de finales de julio, pero eso no nos impidió recorrer la ciudad prácticamente de punta a punta. Estuvimos repetidas veces en el barrio judío, donde visitamos el bar en ruinas más famoso de la ciudad: Szimpla Kert. Los domingos se celebra aquí un mercadillo en el que venden todo tipo de productos regionales: quesos, hortalizas, frutas, embutido, bollos de canela, refrescos con sabor a lavanda, miel… Como llegamos bastante temprano, no había demasiada gente, así que pudimos deambular con tranquilidad por este laberíntico lugar. Todas las paredes están cubiertas de grafitis y mensajes en rotulador que los diversos visitantes han ido dejando a lo largo de los años (muchos de los cuales estaban en español). Cada rincón esconde detalles de lo más curiosos, por lo que merece la pena atravesar las distintas estancias para ver las plantas, los carteles y demás objetos que componen este ecléctico local.


Para comenzar bien la mañana y reponer energías, siempre íbamos a desayunar a alguna cafetería cercana. Aunque en el desayuno casi siempre suelo decantarme por las opciones con azúcar, las opciones saladas sonaban tan tentadoras que costaba decidirse. He aquí mis dos platos preferidos: french toast con frutas y mermelada de frambuesa y huevos benedictinos sobre un muffin inglés con salmón ahumado, espinacas y salsa holandesa. Además, uno de mis descubrimientos culinarios fue el helado de rosa que servían en la heladería cercana a la basílica de San Esteban (Gelarto rosa).


Una de las mejores experiencias fue subir al ferry por la noche y ver todos los imponentes edificios iluminados. El Parlamento eclipsaba al resto de monumentos con su llamativa cúpula y sus numerosas ventanas de arco ojival. Otra de las joyas arquitectónicas es el Balneario Széchenyi, aunque estaba a rebosar de gente tanto en la zona al aire libre como en las piscinas interiores.


Las huellas del Holocausto están presentes en distintas partes de la ciudad. Al igual que en Alemania, hay numerosas piedras en relieve (Stolpersteine) donde están grabados los nombres de víctimas del nacionalsocialismo. Además, a orillas del río se encuentra un monumento emblemático de la ciudad: el monumento de los zapatos, en conmemoración de los judíos que eran ejecutados tras recibir la orden de descalzarse, ya que por aquel entonces los zapatos eran considerados enseres de valor. 


El último día, cuando faltaban pocas horas para el vuelo y no sabía muy bien qué más visitar, entré en una cafetería/librería en la que vendían todo tipo de libros en inglés. Al final opté por un libro de relatos de Murakami que había leído hace mucho tiempo en español. No es la primera vez que me reencuentro con una lectura cambiando de idioma, pero es curioso cómo siempre se instala esa sensación de ver de nuevo a un viejo conocido que ha cambiado ligeramente (quizás de ropa o corte de pelo).













        






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