Siempre me sorprende lo rápido que parece llegar el invierno. Pese a que todavía es otoño, la mayoría de los árboles de hoja caduca ya casi se han desnudado por completo. La ciudad está engalanada con luces blancas, estrellas de papel y guirnaldas de abeto. Por las mañanas, el césped está cubierto de una fina capa de escarcha que pasa a convertirse en gotas de rocío a medida que el día avanza. Las horas de sol empiezan a mermar, y a las cinco de la tarde casi todo está en la penumbra. 

Estas navidades van a ser las primeras que pase en nuestro nuevo hogar en Friburgo, al que nos mudamos en abril de este año. Por un lado, tengo la sensación de que llevamos viviendo aquí mucho tiempo, porque todo me resulta familiar y propio, ahora que la vivienda está amueblada y decorada a nuestro gusto. Por otro, me sorprendo a mí misma de vez en cuando al darme cuenta de la enorme suerte que tenemos de vivir en un barrio tan tranquilo, con la Selva Negra prácticamente delante de nuestra puerta. Si miro por la ventana del comedor, tan solo se ven montañas y vegetación. Justo detrás de los arbustos del jardín, fluye el río Dreisam, donde a veces pueden verse garzas o patos. Nunca antes me había interesado tanto por las aves, pero aquí parece que es inevitable fijarse en las distintas especies. Se ven sobre todo mirlos, gorriones y urracas.


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