Aprovechando el puente del Día de la Ascensión, una amiga y yo hicimos una escapada a los Países Bajos. Llevaba tiempo sopesando la idea de visitar este país vecino antes de abandonar Bonn, dado que la conexión de tren a Ámsterdam es bastante buena (está a tan solo 4 horas de distancia). Durante nuestra estancia, nos hospedamos en Weesp, una tranquila ciudad perteneciente al municipio de Ámsterdam. Nuestro hotel resultó ser una antigua embarcación amarrada en el recinto de un hombre que posee varios barcos que alquila a turistas. Al encontrarse justo al final del puerto, en la propiedad no se escuchaba prácticamente nada (a excepción de algunas crías de focha común que exigían su ración diaria de insectos). 


Desde la cubierta de nuestro barco y a través de sus ojos de buey podían divisarse los característicos tejados a dos aguas de las casas holandesas, parcialmente ocultos tras los juncos que crecían a orillas del río Vecht. El interior era completamente de madera, y las ventanas estaban adornadas con cortinas de cuadros rojos y blancos. La antigüedad de la embarcación se veía reflejada en el cuadro de mandos, los bonitos azulejos granate con motivos neerlandeses de molinos y ciudades, y un curioso inodoro que se accionaba con tres bombas distintas. Sobra decir que ir al baño en mitad de la noche suponía un auténtico suplicio, porque a ver quién encontraba las fuerzas necesarias para accionar aquel complejo mecanismo sin quedarse en vela toda la noche. A esto se sumaba el problema de salir del barco sin golpearse la cabeza con el mástil.





El viernes cogimos el tren para ir a Ámsterdam. Con el estómago vacío, llegamos bien temprano a la famosa ciudad europea, y decidimos desayunar en un local especializado en tortillas de todo tipo: Omelegg. Una de las sorpresas desagradables que nos aguardaban en la urbe era la basura acumulada de la noche anterior. Ámsterdam es conocida por ser una ciudad de excesos, y los servicios de limpieza todavía no habían recogido todos los desperdicios de la vida nocturna. Aun así, logramos toparnos con un barrio limpio y encantador: Jordaan. Caracterizado por su ambiente juvenil y bohemio, Jordaan invitaba a dar largos paseos recorriendo sus callejuelas y patios interiores, contemplando sus canales y disfrutando de la jardinería urbana ―me ha quedado más que claro que los holandeses tienen muy buena mano para las plantas―. Nuestra parada obligada fue el Museo del Tulipán, donde compré bulbos de Amaryllis y dalias (seguramente una de mis flores preferidas). Por la tarde, compramos una buena bolsa de patatas fritas recubiertas con mayonesa de trufa (una de las pocas especialidades culinarias del país) y nos sentamos en un banco para observar a la gente pasar en el Vondelpark.


Al día siguiente decidimos alquilar unas bicicletas en Weesp para descubrir los alrededores de la ciudad a golpe de pedal. Nos adentramos en la reserva natural de Naardermeer, un humedal habitado por infinidad de aves que nos regaló paisajes de postal. En nuestra ruta, atravesamos extensos campos donde rebaños de ovejas y vacas lanudas pastaban a sus anchas, y llegamos a ver incluso una familia de cisnes. Nos llamó la atención el hecho de que en algunas zonas se prescindía de vallas, pues el límite natural lo imponían los canales que circundaban el terreno. Siguiendo una serie de carteles con números, llegamos hasta la ciudad de Muiden, un municipio portuario conocido por su impresionante castillo medieval. Fuimos a un ritmo moderado para poder empaparnos mejor del entorno, un auténtico remanso de paz con tramos bucólicos en los que el camino era un estrecho sendero bañado por agua a ambos lados, donde muchas veces nuestros únicos compañeros de ruta eran aves acuáticas como el cormorán o el somormujo.


Me atrevería a decir que, por mucho que la popularidad de Ámsterdam ensombrezca a la mayoría de pequeñas ciudades holandesas, el descubrimiento del viaje fue la apacible ciudad de Weesp y sus idílicos alrededores, adonde estoy segura de que regresaré en un futuro.














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