Regresar a Valencia por Navidad significa encontrarme con el cielo límpido al que me tiene acostumbrada. Ni una sola madeja de nubes, ni rastro del frío berlinés. Por las mañanas, el sol despuntaba en el horizonte tras los tejados de color arcilla y los tupidos pinos del chalet olvidado. Si miraba por la ventana de mi habitación, el olivo tapaba casi todo el jardín, pero todavía se divisaba la franja de luz naranja que cubre normalmente el ribete que forman las casas de ladrillo. Las ramas del limonero se vencían hacia abajo por el peso de los limones, y me hizo darme cuenta de la facilidad con la que los cítricos prosperan gracias al clima mediterráneo.


En Berlín llevaba mucho tiempo sin haber luz. Sin embargo, el domingo antes de marcharme a España, que coincidía con el tercer domingo de Adviento, el cielo se cubrió de jirones de algodón de azúcar, trazos rosa neón. Fuimos a Schöneberg para presenciar el Oratorio de Navidad en la Iglesia neogótica del Apóstol Pablo. Qué solemne y cautivador sonaba Bach en las voces de los niños del coro, pese a que algunos no estaban demasiado por la labor.


El patrón de la nueva bufanda que empecé a tejer en diciembre es un cordón umbilical de reducido diámetro. Tiene la misma forma que el cable de un teléfono antiguo, un tirabuzón como el que baja por la lámpara de la abuela de M., que ahora alumbra una de las esquinas de nuestro salón. La pantalla de la lámpara recuerda al sombrero de un champiñón blanco lechoso, y se enciende tirando de una barra atada a un hilo que se tambalea una vez accionada. Siguiendo esta tradición de darles una segunda vida a los objetos de hace dos generaciones, en diciembre desempolvamos la Zeiss Ikon del abuelo de M., una Contaflex que dejó de fabricarse en 1972. Todas las fotografías en blanco y negro de la infancia de M. fueron tomadas con esta cámara, que ha sobrevivido al paso de los años en una caja de cartón para artículos frágiles. Algunas de las fotografías salieron borrosas, reflejando la imperfección analógica a la que antiguamente las personas estaban acostumbradas.


Pasamos la Nochevieja en casa de unos amigos en Friburgo. Todos los años colocan en el salón un inmenso abeto decorado con adornos clásicos y delgadas velas amarillas; a sus pies, había un belén con figuritas de fieltro. Sin faltar a la tradición, nos comimos las doce uvas al ritmo de las campanadas de la Puerta del Sol, y después subimos unos metros para contemplar los fuegos artificiales, que explotaban en el cielo de la Selva Negra como racimos de luces fosforescentes.


Los mejores momentos del 2023: deambular por los angostos callejones de Génova, admirar las aguas turquesa de la bahía de Portofino, dormir en un tradicional barco de madera en Weesp, pedalear por los humedales de la reserva natural de Naardermeer en compañía de A., el viaje sorpresa a Estrasburgo para celebrar nuestro aniversario de boda, cultivar tomates en Ebnet por última vez, darlas zanahorias a las ovejas del prado cercano, almorzar con mamá en una cafetería que antaño fue una antigua capilla, asentarnos en nuestro nuevo hogar, admirar la belleza de los Andes, disfrutar de un cálido atardecer en Arequipa, dormir a orillas del lago Titicaca, adentrarnos en la selva amazónica, ver vicuñas en libertad, aprender a tejer con dos agujas, ir en busca de setas por el bosque de Müggelberge, presenciar el Oratorio de Navidad en la Iglesia neogótico del Apóstol Pablo, comer las doce uvas en Friburgo.

















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