El pasado 26 de junio, M. no me desveló adónde nos dirigíamos, sino que simplemente me dijo que preparase la mochila para pasar un par de días en otra ciudad. Regresar a Estrasburgo fue algo así como el cierre de un círculo, el broche final necesario para abandonar de forma definitiva la Selva Negra ―al menos como lugar de residencia―. La visita a la ciudad alsaciana respondía a dos motivos principales: nuestro segundo aniversario de boda y la inminente mudanza a la capital. Estrasburgo fue el destino del primer viaje que realicé con mi marido; hace nada más y nada menos que casi diez años (da vértigo leer la cifra), cuando yo estaba de intercambio en Friburgo con la beca Erasmus.


Las despedidas nunca son fáciles, y aún resultan más difíciles si el lugar que dejas atrás es sinónimo de muchas primeras veces. Friburgo siempre ha sido y será mi ciudad predilecta en Alemania. Sus bonitos callejones empedrados, la ausencia de coches, el recorrido en bici a orillas del Dreisam con las montañas como telón de fondo, la red de pequeños canales que cruzan todo el casco antiguo, la facilidad para internarse en bosques frondosos sin ir demasiado lejos, los quesos franceses y la pizza napolitana del mercadillo de Wiehre los sábados… Son tantos los detalles que echaré de menos. Aun así, sabíamos que no era un lugar en el que podíamos permanecer durante muchos años. Éramos conscientes de que tarde o temprano tendríamos que mudarnos a Berlín, ciudad natal de mi marido. Por sumar más razones, esta es la única otra ciudad aparte de Bonn donde puedo trabajar. Pese a trabajar la mayor parte del tiempo desde casa, sigue siendo obligatorio ir un día a la semana a la oficina, y los largos trayectos en tren de Friburgo a Bonn ya estaban empezando a hacer mella.


En Estrasburgo, dimos largos paseos por la Petite France, maravillándonos ante las casas con entramado de madera a las que tan acostumbrados nos tiene esta región de Europa; subimos a lo alto de la catedral para ver el laberinto de tejados de la ciudad; nos dimos el capricho de unos caracoles que todavía chisporroteaban en su propia salsa de mantequilla y perejil e intentamos poner nombre a las múltiples flores del Jardín Botánico y del parque de la Orangerie.


A la vuelta, en casa nos esperaban torres de cajas apiladas. Empezamos hace varias semanas a guardar la ropa de invierno y los libros, pero eso no nos exenta de sufrir el estrés característico de toda mudanza. Pese a ello, la verdad es que hemos tenido mucha suerte con el tema de la vivienda. No es el objetivo de esta entrada abrir el melón de la situación inmobiliaria en Alemania, pero encontrar apartamento en Berlín o Friburgo puede ser una verdadera odisea. Así que si todo va bien y logramos superar esta mudanza ―que no es moco de pavo con tantos kilómetros de por medio, y más si se añade que yo también he tenido que vender todos los muebles de mi estudio en Bonn―, la próxima entrada la redactaré desde la capital alemana.    










Instagram