Cuando los motores de los coches se callan, las voces de los viandantes se ahogan y ni siquiera es audible el traqueteo de los carros de la compra del supermercado de la esquina, no hay más alternativa que darse cuenta de lo inquietante que es el silencio casi absoluto. Por lo menos, al principio. En el pueblo suizo de Macolin, la confrontación con la ausencia de contaminación acústica alivió el tráfico intermitente de preocupaciones que colapsaban mi mente desde hacía semanas. Al bajar cada mañana las escaleras para ir a desayunar, me sorprendía que lo único que retumbaba era el crujido de los peldaños en contacto con mis pies y mi propia respiración. Había olvidado por completo que, cuando todos los sonidos ajenos se silencian, una toma mayor consciencia de sí misma.

 

La casa de campo había sido ampliada en distintas etapas por un psiquiatra suizo. Actualmente, es otra de tantas posesiones que este les dejó en herencia a sus tres hijas. Toda la vivienda, a excepción de la renovada cocina, conserva el encanto del mobiliario de mediados del siglo pasado. A pesar de haber sido adquiridos en varias compras diferentes, ningún mueble rompe la línea estética, y todos y cada uno de ellos son dignos de formar parte de una exposición de anticuario.

 

Por las mañanas bajaba a desayunar al pequeño comedor acristalado. A continuación me tumbaba en el sofá tapizado para leer a Houellebecq, de quien no dejaba de sorprenderme su capacidad de mostrar un profundo conocimiento al asociar todo tipo de temáticas sin servirse de un lenguaje embrollado. Los amplios ventanales del salón permitían que la enorme estancia se bañase de luz al subir las persianas; el más grande ofrecía vistas de la ciudad de Bienne, sobre la que solía estacionarse una débil capa de niebla durante las primeras horas matinales. En cuanto dejaba aparcada la lectura, solía ir al desván a hojear los libros de botánica, decorados con delicadas ilustraciones y descripciones de la flora suiza. 

 

Según M., lo más destacado de la vivienda es su extenso jardín. De vez en cuando bajábamos por la pequeña escalinata de piedra a recolectar moras, ciruelas y manzanas. El resto de alimentos los comprábamos en una pequeña tienda de comestibles ecológicos, la única de todo el pueblo. Independientemente de lo que nos hiciese falta, nuestra parada obligada era el exuberante mostrador de quesos regionales, el cual siempre abandonábamos cargando un par de cuñas en la bolsa. 

 

Los días transcurrían con un ritmo apacible, pues no se hacían ni demasiado largos ni demasiado cortos. Encontramos tiempo para hacer cosas juntos, algo que no siempre había sido posible en Friburgo. Continuamos con nuestras sesiones de yoga para principiantes con ayuda de un tutorial de YouTube. Fuimos a pie hasta un desfiladero en las montañas, lo que supuso casi cinco horas de caminata. Leímos durante horas nuestra lectura pendiente aquel verano, la autobiografía del neurólogo Oliver Sacks. Nos bañamos por la noche en el Lac de Bienne, cuyas aguas estaban mucho más templadas de lo que había esperado. 

El broche final de las vacaciones fue nuestra visita a P en Ginebra, quien nos posibilitó entrar a la sede de la ONU y nos animó a cruzar la frontera francesa con el objetivo de poder comer sin tener la sensación de que acabábamos de comprar el restaurante y no un plato de comida.

 

Sin necesidad de recorrer demasiados kilómetros, fueron seguramente unas de las mejores vacaciones que hemos compartido hasta el momento. Con recuerdos como contemplar la noche desde arriba, en el dormitorio. Las luces de Biel podían confundirse con el reflejo de decenas de estrellas titilantes.

 












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