La última semana de agosto nos marchamos a la quinta isla más grande de Europa: Creta. Tras leer algunas páginas del maravilloso libro Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y por Grecia, en el que se relatan los viajes de todo tipo de personajes ilustres por ambos países mediterráneos, se despertó mi curiosidad por Grecia. Habíamos cancelado por segunda vez un viaje a Estados Unidos, así que nos pareció que un destino cercano dentro del continente europeo era lo más sensato.


Nuestro alojamiento se encontraba en el norte de la isla, en Bali. El hotel estaba en lo alto de una colina, y desde el balcón se podía oír el balar y el sonido de los cencerros de las ovejas que pastaban por el monte. Un emplazamiento bucólico salpicado de olivos y pequeñas casas blancas con tejados de color terracota. No muy lejos de donde nos encontrábamos, había un vertedero de placas de mármol blanco, apiladas unas encima de las otras, que se asemejaban a fajos de periódicos a punto de ser repartidos. La isla entera estaba llena de edificios inacabados, cadáveres de hormigón que reflejaban una desmedida ambición inmobiliaria y una falta de previsión.


Llevábamos en mente unas vacaciones relajantes, nada de viajes durante horas o rutas extenuantes para visitar la isla de punta a punta (a diferencia de nuestra estancia en Madeira). Nuestro principal pasatiempo consistió en hacer esnórquel en bahías rocosas, leer bajo la sombrilla de la playa en mi caso, el libro de María Belmonte que he mencionado antes; en el caso de M., lecturas académicas— y disfrutar del sabor del queso feta, las alcaparras, los tomates frescos y el aceite de oliva.






Pese a nuestro plan de no recorrer demasiados kilómetros, realizamos un trayecto en autobús a la capital de la isla (Heraclión), sobre la que ya nos habían advertido que no merecía demasiado la pena. El casco histórico no es nada del otro mundo y, a excepción de la fortaleza veneciana y algunos murales llamativos, no hay mucho que ver. Otro día alquilamos un coche para ir hasta La Canea, una pintoresca ciudad caracterizada por sus pequeños callejones, una exuberante vegetación urbana (pese a las elevadas temperaturas) y antiguas fachadas de tonos tierra. Las calles desembocan en un bonito puerto veneciano que invita a pasear en las últimas horas de la tarde. Es un lugar bastante animado, ya que hay muchas terrazas que se mantienen bulliciosas casi todo el día. Sin tener un destino fijo, nos perdimos por sus calles, llegando a un mercado al aire libre donde vendían todo tipo de verdura regional y una pequeña iglesia ortodoxa con un patio interior repleto de macetas con suculentas. Fue en esta ciudad donde degustamos la bougatsa: un plato cretense típico que consiste en un milhojas relleno de queso de cabra. Se sirve bien caliente y se espolvorea azúcar y canela por encima.









A la vuelta paramos en la bahía de Petres, conocida por ser un rincón ideal para practicar esnórquel. He de confesar que esta actividad marina ha sido el mejor descubrimiento del viaje. Gracias a la claridad del agua, era posible ver grandes bancos de pececillos que nadaban entre los corales. Lo mejor era mantenerse en la superficie y no pisar las rocas, ya que en los recovecos se escondían erizos de mar. Llenamos una bolsa con conchas, cañaíllas y piedras que desprendían un fuerte olor a mar. Antes de que el sol se escondiese por el horizonte, volvimos a la carretera para regresar a Bali. Las conchas descansan ahora en un cuenco de nuestro jardín que había permanecido mucho tiempo vacío.







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