La lluvia de las últimas semanas ha teñido los campos mallorquines de un verdor y amarillo intenso. En el interior de la isla se extienden vastos campos en flor, donde los rebaños de ovejas pacen mansamente. Dentro de los límites marcados por bajos muros de piedra hay hileras simétricas de olivos, acompañadas de alguna que otra masía que, muchas veces, parece haber sido abandonada.


El pueblo de Ariany es tan apacible que, por las mañanas, tan solo se oye el gorjeo de los gorriones, que revolotean por los tejados de las casas, cuyas contraventanas verde bosque recuerdan a los edificios de la ciudad italiana de Génova. A pesar de su escasa población, varios habitantes rondan los cien años. El hotel en el que nos hospedamos data de 1887 y aún conserva algunos de los utensilios que se empleaban antaño para la elaboración del vino. El viento agita los limoneros y los cipreses en los patios interiores de las casas, rara vez bañados por el sol estos días. En el pueblo hay tantos cítricos que muchos de ellos acaban esparcidos por el suelo al haberse pasado el punto de madurez. En las mesas del desayuno, tienen una función meramente decorativa.







Uno de esos días de lluvia intermitente, nos dirigimos al mercadillo medieval de Sineu, donde compramos unos botines de borreguito para la bebé. En los puestos al aire libre se venden especias, frutos secos, ropa y todo tipo de utensilios de cocina. También hay un pórtico cubierto en el que los ganaderos de la zona exponen gallos, gallinas, conejos y otros animales de granja para la venta.


Por la tarde, siguiendo la recomendación del recepcionista del hotel, emprendemos una excursión hasta Betlem. Dejamos el coche justo donde el pueblo se acaba y nos adentramos en un sendero llano y pedregoso que nos regala vistas impresionantes de la costa norte de Mallorca. En la vertiente izquierda del camino crecen pinos que parece que vayan a desprenderse de la tierra en cualquier momento. La niebla envuelve las montañas y las cabras salvajes brincan por el sotobosque buscando brotes tiernos entre los arbustos de retama. No bajamos hasta el mirador de Na Clara, dado que estoy a punto de entrar en el tercer trimestre del embarazo y, además, no llevamos calzado adecuado. En todo el recorrido, nos cruzamos solo con un par de senderistas, la mayoría alemanes.







Para visitar los pueblos de Valldemossa, Sóller, y Fornalutx, seguimos carreteras serpenteantes que cruzan la sierra de Tramuntana. La mayoría de las casas presentan fachadas de mampostería, y en algunas de ellas cuelgan farolas de hierro forjado que emiten una luz cálida y suave, incluso a plena luz del día. El entramado de pequeños callejones empinados está adornado con grandes macetas terracotta, llenas de suculentas, ciclámenes y geranios, mientras que en los alrededores crecen olivos, limoneros, naranjos y palmeras. Me quedo fascinada por el encanto rústico de estos pueblos de montaña, pero no puedo evitar pensar en la masificación que debe producirse en temporada alta, pues ya a estas alturas hay muchos autobuses del IMSERSO y turistas ingleses y alemanes.








En Palma, nuestra primera parada es Can Joan de s’Aigo, un local que cuenta con más de 300 años de historia. Nos sentamos en una de sus mesas de mármol blanco y madera, y pedimos dos cafés con leche, acompañados de una ensaimada rellena de nata y otra de crema. A estas alturas, he perdido la cuenta de cuántas veces hemos disfrutado de este delicioso dulce mallorquín. Tras el almuerzo, damos un paseo por el centro, que se ve interrumpido por breves episodios de lluvia. A pesar de ello, seguimos callejeando por el laberinto de calles estrechas, que en muchos rincones me recuerdan al barrio del Carmen en Valencia. Por la noche, nos dirigimos al pueblo de Santa Margalida para cenar. En su plaza principal, los residentes bailan el tradicional ball de bot al ritmo de la música en directo.







Entre mis lugares preferidos de todo el viaje, destacan la cala Magraner y la cala Murta, dos pequeñas playas rocosas algo escondidas, caracterizadas por el azul turquesa de sus aguas. Antes de llegar a la cala Murta, aprovechamos para dar de comer a unos burros las zanahorias blandas que habíamos comprado hacía un par de días en el supermercado de Ariany. No parecen poner pegas al estado mustio de las hortalizas. La última zanahoria se la lleva una cabra que baja a la playa en busca de las peladuras de fruta que los pocos visitantes dejan para estos animales, que habitan las áreas montañosas que rodean la cala.


De regreso a Ariany, hacemos una parada en Pollença, donde subimos los 365 peldaños empedrados del Calvari, que nos conducen hasta una pequeña colina. Aunque la vista desde arriba es impresionante, mi ligamento redondo derecho, algo resentido por el embarazo, me recordó la subida durante el resto del día.


Mallorca ha resultado ser un buen destino para nuestra babymoon. Me quedo con la pureza y la calma de sus paisajes, la belleza intacta de sus pueblos de montaña, los platos baratos de sus restaurantes de carretera y los desayunos copiosos del hotel. Ahora, ya de vuelta en Berlín, solo queda aguardar la llegada de la primavera, que comienza a asomar en los cerezos en flor y las ramas doradas de las Forsythia.














Los tomates que planté este año en el balcón reciben, en mi opinión, un nombre muy poético, digno de un perfume: Indigo rose. Son de color azul oscuro, ligeramente violáceo, y les ha llevado todo el verano madurar. Todavía quedan algunos rezagados que penden de las ramas, desafiando la ola de frío que ha llegado a Berlín, aunque dudo que logren resistir mucho más. Pero sería mentir si dijese que no me gusta el otoño. Es una estación repleta de comienzos y propósitos, quizás más aún que el mes de enero. Me apunté, por ejemplo, a un curso de pintura de motivos botánicos. Llevo un tiempo practicando con las acuarelas, y he descubierto que me relaja mucho pintar motivos florales e insectos. También me he aficionado a realizar doodles con rotulador, porque me gusta fijarme en los detalles de algunos objetos. De hecho, siempre se me ha dado mejor dibujar los detalles que estructuras más generales, de ahí que el curso de botánica fuese un auténtico desafío para mí, sobre todo por tener que trabajar con objetos reales y abstraer las formas geométricas para poder tener un punto de partida.

Cuando las bajas temperaturas y la humedad llegan a Alemania, también me da por leer más. Actualmente estoy leyendo tres libros que me han convencido desde las primeras páginas: A tree grows in Brooklyn (Betty Smith), A separate peace (John Knowles) y TOKYO: Fragmentos (Leopold Federmair). En mi intento por limitar mi ingesta de café a una taza al día, me he aficionado a acompañar las lecturas con una infusión que nunca antes había probado: el té verde tostado hōjicha. Su sabor a nuez y suavidad es reconfortante e ideal para los días de otoño más fríos.







A finales de septiembre pasamos una semana en el apartamento de Cullera. Los amaneceres allí alivian todo posible atisbo de tristeza. La disposición de las nubes siempre es distinta, y cada día que pasa, el disco cegador que es el sol mediterráneo sale un poco más tarde. Con las gafas de esnórquel en la mochila, ponemos rumbo al sur de la Comunidad Valenciana. Las calas pedregosas de Jávea están bañadas por aguas azul turquesa. En la falda de un acantilado hay un arco natural esculpido en roca blanca, como si diera entrada a un poblado a orillas del mar. La ruta de esnórquel en Caleta de Dins es corta, pero nos permite ver obladas y otros pececillos de menor tamaño. Nos adentramos en medio de un banco de sardinas que se dispersan en todas direcciones en cuanto nos acercamos. Lo que más me gusta del esnórquel, aparte de nadar cerca de los peces, es el silencio prácticamente absoluto, cortado solo por la propia respiración. Cuando la sombra nos obliga a salir del agua, ascendemos calles cercadas por buganvillas hasta alcanzar el Cap Negre, desde donde se observa la imponente costa alicantina y se respira el purificador olor a pinar.

Otro día, comemos arròs del senyoret junto a un canal en el antiguo pueblo pescador de El Palmar. Un labrador negro se pone loco de contento al darse cuenta de que su amo haya regresado, y salta a la barca cubierta de redes enmadejadas. Observamos el atardecer en L´Albufera, pero estamos rodeados de turistas escandalosos, así que no podemos disfrutarlo igual que los amaneceres apacibles desde el balcón, donde solo se escucha cómo las olas del mar rompen en la arena.

Nos perdemos por las angostas calles del centro de Valencia y probamos, al fin, el menú de Kamon, creación del chef Hiro Suzuki. No nos decepciona. En el antiguo cauce del río, hay un chico que toca el saxofón o, mejor dicho, practica la escala con él. El último atardecer lo contemplamos desde la colina del castillo de Cullera, y es aquí donde nos despedimos ya definitivamente del verano hasta el próximo año.











El casco antiguo de Gdańsk parece haberse mantenido impasible ante el inexorable paso del tiempo. O eso podría pensarse al pasear por sus pintorescas calles, flanqueadas por altas fachadas coronadas por gabletes ornamentados, imponentes iglesias de ladrillo rojo y gárgolas de piedra que canalizan el agua de la lluvia de las tormentas de verano. Esto no podría estar más lejos de la realidad, ya que la urbe fue reducida a escombros durante la Segunda Guerra Mundial. El proceso de reconstrucción fue arduo, y no es de extrañar que muchos turistas se decantasen por Varsovia o Cracovia en detrimento de esta ciudad de nombre impronunciable.

En la calle Mariacka, arteria que une la Basílica de Santa María con el río Motlawa, se suceden unos característicos pórticos conocidos como przedproża, amplias escalinatas de piedra que enmarcan la entrada a los edificios. Bajo el resplandor diurno, los distintos escaparates de las joyerías exhiben hileras de pulseras y colgantes de ámbar en distintas tonalidades. Al caer la tarde, las farolas de gas bañan el suelo adoquinado con una luz similar al de la resina fosilizada. Intentamos descifrar el complejo reloj astronómico de la Basílica de Santa María, pero nos toca recurrir a la placa informativa y a Internet para acabar de comprender su funcionamiento.







Los puestos del mercado al aire libre me recuerdan al mercadillo de Friburgo a los pies de la catedral. Llaman la atención las numerosas bandejas de cartón llenas de frambuesas, arándanos y todo tipo de grosellas (blancas, rojas y negras) ―como en las primeras páginas de la novela Der Geschmack von Apfelkernen―. Los pierogi de Pierogarnia Mandu son la combinación ideal de tradición y modernidad, y una sola ración es suficiente para saciar el apetito (y más que eso). Una noche, cenamos en el espacioso y diáfano Łąka Bar, ubicado en un antiguo recinto industrial. La última noche vamos a Canis, un restaurante algo selecto con paredes de ladrillo visto y diseño moderno, en pleno casco antiguo de la ciudad. Pese a ser comida de diseño, las raciones son copiosas, y el pescado del mar Báltico y la carne de caza local son los protagonistas de la carta.

Llegamos por casualidad hasta el museo de la Segunda Guerra Mundial, albergado en un edificio moderno con una imponente estructura inclinada de color rojizo. Su colección es inmensa, y abarca desde tanques y aviones hasta objetos personales de soldados y civiles. También hay escenarios recreados, como una calle que te transporta a la Polonia de los años 30, antes del estallido de la guerra. 


Tratando de esquivar la tormenta anunciada para la tarde del domingo, cogemos el bus temprano para ir hasta Wyspa Sobieszewska, una isla situada en la costa del mar Báltico. Pese al calor veraniego, decidimos escaparnos al bosque de pinos silvestres junto a la costa, donde prácticamente somos los únicos caminantes. En nuestro intento por meter los pies en el mar, nos damos cuenta de que la arena está ardiendo y de que el sol nos abrasará la piel a pesar de habernos impregnado de protector solar. Aun así, el agua está tan fría que no puedo creerme que tantos polacos estén nadando como si aquello fuese el Mediterráneo. La lluvia predicha acaba llegando durante nuestra última cena en el centro, pero no tenemos prisa, así que esperamos a que amaine para salir más tarde al encuentro de ese aire húmedo y electrizante que se respira tras una buena tormenta de verano.














Yahiko recuerda a un pueblo suizo en mitad de las montañas, pero cercano al mar, ajeno a la modernización que atravesó el país nipón tras la Segunda Guerra Mundial. Bien temprano por la mañana, la tranquilidad parece imperturbable, y a veces solo se ve quebrantada por el agua que fluye en los riachuelos que atraviesan las calles rurales. Se respira un aire mucho más fresco y limpio que en las grandes ciudades, y muchas de las casas tienen su propio huerto en el jardín. Las pequeñas tiendas de ultramarinos están regentadas por ancianos que dejaron atrás hace mucho tiempo la media de edad de jubilación europea, y ofrecen productos básicos que son incluso más baratos que los de las grandes superficies. Nuestro alojamiento (Hotel Minoya) es un ryokan con onsen (baños termales) en la azotea de la octava planta, y la habitación es de decoración tradicional, con suelo revestido de tatami, donde descansan los futones en los que caemos rendidos todas las noches tras el chapuzón obligatorio.

La mañana después de nuestra llegada, vamos al santuario sintoísta de Yahiko, a tan solo pocos metros de distancia de nuestro hotel. Tras atravesar la sencilla torii roja y pasear brevemente por el bosque que rodea el santuario, vamos al café binn, el punto de encuentro acordado con nuestros anfitriones y su hijo de casi dos años, Natsume. Nos sentamos a una bonita y alargada mesa de madera en el exterior con vistas a las montañas, donde disfrutamos de un café excelente (de calidad europea, lo cual no siempre es sencillo en Japón) y deliciosos sándwiches elaborados con pan de masa madre. Saciada el hambre, realizamos una excursión en el bosque, siguiendo un empinado y rocoso sendero hasta la cima de la montaña de Yahiko. Poco antes de llegar, nos encontramos con una fuente natural de agua en la que reposan tazas de metal para beber. Durante la subida, contemplamos los amplios campos de arroz que se extienden a los pies de la montaña, ya que la prefectura de Niigata es la principal productora de este alimento básico de la dieta japonesa. Una vez arriba, podemos admirar el mar azul de Niigata y la isla de Sado, cuya silueta se distingue claramente en el horizonte.




Tras la larga caminata de la subida, optamos por bajar en teleférico. Llenamos los estómagos en un restaurante cercano a la costa: bocados de sashimi y tempura dispuestos en delicadas bandejas con platitos de porcelana. El rostro de Natsume se ilumina al recibir el oso de peluche que hemos traído desde Berlín, y muestra su entusiasmo abrazándolo fuerte y soltando gritos de emoción. También le encantan los envoltorios brillantes del surtido de turrón que hemos comprado en España. Su palabra preferida es gohan, que literalmente significa ‘arroz’, pero que en japonés se utiliza por analogía para denominar todo tipo de comida. Con su pequeña boca devora todo lo que ponen delante, incluidas cantidades ingentes de arroz. Cuando golpea levemente la mejilla con el dorso de la mano significa que algo está rico, y si muestra la taza profiriendo nai-nai significa que esta está vacía y ya es hora que alguien le sirva más.

Al día siguiente desayunamos en la casa de nuestros anfitriones. El jardín trasero es ya de por sí vasto, pero nos cuentan que pueden ir ampliándolo todavía más, dado que el vecino financia su adicción al pachinko vendiendo su parcela poco a poco. Junto al sendero de la entrada, hay tablones de madera y bloques de cemento que constituyen un circuito de parcour para el pequeño Natty, que recorre con pericia los obstáculos asido de la mano de sus padres. El salón da a la parte trasera del jardín, y la luz penetra por el inmenso ventanal frente a un porche de madera. En el salón hay varios muebles importados de Francia, como un gran armario rústico azul cerúleo. El pequeño Natty señala con el dedo los libros sobre este armario y dice jiji-jiji (abuelo en japonés). Su madre baja un ejemplar desgastado de la biografía del abuelo, el gran acuarista y fotógrafo Takashi Amano.

Nos desplazamos hasta los humedales de la zona. Fue en este increíble ecosistema donde Amano descubrió su fascinación por la vida acuática y la conservación de su fauna y flora. A su nieto le encanta que lo cojan de ambas manos para volar unos instantes y aterrizar acto seguido en la mullida hierba del parque. Tomamos asiento en un amplio porche con vistas a la laguna y degustamos distintas infusiones que nos sirven en teteras de cristal, las cuales permiten apreciar los intensos colores que las flores y hierbas destilan en el agua. Somos los únicos visitantes pese a ser un lugar tan idílico, y no puedo evitar acordarme de las hordas de turistas que masifican Kioto. Quizás este sea el Japón perdido del que Alex Kerr habla en su libro, el que parece no haber sido descubierto por el turismo masivo de selfie rápido, al menos de momento.








Por la tarde vamos a una degustación de sake en un acogedor establecimiento cerca del hotel. Tras la cata, visitamos unos onsen más grandes que los modestos de nuestro alojamiento. Estos disponen de un amplio espacio exterior con bañeras redondas individuales y tumbonas de piedra dentro del agua. Cenamos en el restaurante de los baños y me atrevo a probar unos fideos de soba que, en honor a la sakura, son de color rosa por haber sido aromatizados con la flor del cerezo. Se sirven fríos y tienen un ligero sabor floral que nunca antes había probado.

Al día siguiente visitamos la casa de Amano en compañía de nuestros anfitriones. La casa está oculta tras elevados muros de hormigón, y es la última de la calle, ya que detrás se extienden amplios campos de arroz. En la entrada hay una elegante placa metálica en la que está grabado el apellido de la familia. Nada más acceder al vestíbulo, destacan las figuras de Don Quijote y Sancho Panza en un material similar al latón, procedentes de Portugal. En medio de la diáfana estancia hay una alargada mesa de madera oscura, alrededor de la cual hay dispuestos cojines para sentarse. El protagonista indiscutible del comedor es el inmenso acuario frente a la mesa, de dos metros de profundidad y cuatro metros de longitud. Está habitado por bancos de neones y escalares que nadan de un extremo a otro, rodeados de una abundante vegetación de un verde esmerilado. Una imponente planta con hojas similares a las de la hiedra capta de inmediato mi atención: las raíces se encuentran bajo el agua, pero las hojas y el tallo sobresalen por arriba, dado que el acuario carece de tapa. S. me explica que alimentan a los peces de forma manual, pero se necesita un equipamiento especial para limpiar las piedras y evitar la formación de algas indeseadas.

Comemos nuestras fiambreras bento de estrella Michelín disfrutando de las vistas al impresionante jardín, una obra botánica magnífica en la que anidan distintos animales por ser un paraíso medioambiental. Tras la comida nos dirigimos a la empresa Aqua Design Amano, donde podemos admirar los distintos filtros de cristal y paisajes acuáticos ideados por Amano. Uno de los acuaristas nos explica las peculiaridades del minimalismo de sus creaciones. Una vez terminada la visita, vamos en coche con M. para recorrer la costa de Niigata, salpicada por ryokanes y restaurantes abandonados, con lamas de madera enmohecidas y avisperos de tamaño colosal. El declive económico y demográfico de la zona ha propiciado el abandono de todos estos lugares, que ahora son presa del desgaste del paso de los años y del salitre del mar. 






El último día vamos al Northern Culture Museum, ubicado en la antigua residencia de la familia Ito, una prominente familia de comerciantes que prosperó durante el período Edo. El museo alberga una impresionante colección de arte y objetos que abarcan más de 300 años de historia japonesa. Su joya mejor guardada es, sin duda, el inmenso jardín zen de su interior, que parece sacado de un antiguo cuento japonés. Puede que justo ahí, en la vista panorámica de ese jardín, se condense la belleza misteriosa de Japón. Esa belleza transitoria de la que Kawabata hablaba en Lo bello y lo triste, por la fragilidad de un edificio de madera y de las plantas que conforman el jardín, o la belleza como fuente de obsesión, como la percibía el joven Mizoguchi al contemplar el Pabellón de Oro en la obra de Mishima. Y ese es el Japón que me llevo en el recuerdo: el de un país que, pese a haberse abierto al mundo a través del turismo globalizado, permanece enigmático para los ojos foráneos, quienes tienen que conformarse con admirar su belleza sin comprenderla del todo.




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