Nuestra llegada a Tokio es a las tantas de la noche, pero la vida en la urbe sigue palpitando. Tras coger el tren exprés desde Narita, arrastramos las maletas por el bullicioso barrio en el que nos alojamos: Shinjuku. Aquí, la edad media no supera los 25 años. ¿Dónde está toda esa población envejecida de la que tanto nos habían hablado en Occidente? La primera noche cenamos en un restaurante coreano, en honor al nombre de nuestra zona: Shin-Ōkubo, también conocido como Koreatown. En la mesa de al lado, un grupo de jóvenes coreanos totalmente ebrios apenas logran comerse con dignidad los ingredientes de su hot pot. No muy lejos de allí se encuentra una de las tiendas de la famosa cadena Don Quijote, cuya mascota es un curioso pingüino azul vestido con un gorrito de Papá Noel. Nada más entrar, es difícil no verse abrumada por el laberinto de pasillos a rebosar de productos, envueltos en guirnaldas de colores y carteles llamativos que indican los precios bajos que incitan a comprar sin moderación. De fondo suena una música a todo volumen que aturde los sentidos, con melodías pop japonesas que te hacen olvidar qué querías comprar antes de poner un pie en el establecimiento.
En el cruce de Shibuya, apenas da tiempo a ir de una acera a otra: hay que dejarse engullir por la marea de gente, que decide por ti qué dirección tomarás. En las tiendas de recreativos, no logramos hacernos con un lozano koi de peluche, que se resbala de las pinzas justo unos segundos antes de caer en el agujero. Las colas frente a los salones de pachinko son interminables; el público es casi exclusivamente masculino. En el metro, llega el silencio: la mayoría de los pasajeros miran fijamente su móvil o duermen brevemente, casi nadie conversa. Entre tanto caos urbano y ludópata, es casi obligatorio tomar un respiro en el templo sintoísta Meiji-Jingu, donde las ramas de los cedros forman un frondoso entramado que da cobijo a las minimalistas torii, reducidas a tres líneas de trazado rápido. En una cómoda de madera se guardan poemas waka que sirven a modo de oráculo. Basta con sacar un palito similar a los del Mikado para ver qué cajón debemos abrir. Mi poema reza: If just neglected and never polished to a flow, even precious jewels would remain resembling dull roof tiles made of clay. Guardo el papelito en mi monedero y proseguimos con el paseo por este gran pulmón de Tokio.
Podría pasarme el día entero deambulando por la papelería Itoya, admirando los colores y las tarjetas de todo tipo de materiales. No sé con qué quedarme, y al final embolso varios imanes, unas pegatinas y un set de acuarelas. En Tsutaya Books, las estanterías con libros llegan a lo alto del techo de varios metros de altura. Hay una sala con bonsáis de corteza blanca y obras de un artista al que han obsequiado con un imponente ramo de flores, expuesto en un rincón; más que en una librería, parece que acabemos de entrar en una sala de un museo. Acabamos comprando un bonito libro ilustrado para niños con adivinanzas de animales. Gracias a Google Lens, obtenemos traducciones pobres y algo extrañas, porque la máquina no es capaz de trasvasar el humor y la creatividad del original japonés.
Poco antes de abandonar Tokio, deambulamos por las calles de Kōenji en busca de ropa de segunda mano, dado que las tiendas de aquí tienen una mejor selección que en Europa. Encuentro faldas y blusas con estampados florales en tonos sobrios y elegantes. Más tarde aprenderé que uno de los estampados se utiliza a menudo para los kimonos, y que tiene un nombre concreto similar al del período Edo. La tienda cotogoto es el paraíso de los objetos de menaje del hogar: trapos de telas selectas, cacerolas de cobre de un acabado exquisito, platitos de cerámica con forma de ballena, latas de conserva de colores a juego… El consumo de Japón toca los dos extremos: en ocasiones es barato, estridente e indiscriminado (como en los pasillos cegadores de Don Quijote); otras veces, en cambio, es una relajada inmersión entre estanterías perfectamente ordenadas repletas de artículos minimalistas y selectos que serán empaquetados más tarde con sumo cuidado y maestría.
Vamos a visitar el recinto del palacio imperial, donde se agolpan masas de estudiantes. Le preguntamos a una de ellas qué está ocurriendo y nos desvela que celebran la finalización de sus estudios universitarios. Ellas visten kimono y llevan elementos florales en el tocado, mientras que ellos van enfundados en trajes discretos. Los muros del palacio tienen una vertiente inclinada para soportar los seísmos, y están formados por piedras irregulares recubiertas de musgo. Hay mucha humedad, condensada en un ligero manto de niebla suspendido entre los cedros japoneses. Avistamos aquí el primer cerezo en flor: sus pétalos rosa están esparcidos por el suelo como restos de confeti tras una celebración. Nos desplazamos hasta el distrito Jimbō-chō, conocido por la gran cantidad de anticuarios de libros. Una de las tiendas tiene el suelo recubierto de un bonito parqué oscuro y un antiguo reloj en la pared; un rincón suspendido en el tiempo de no ser por los ordenadores en los que teclean los trabajadores.
La visita al Museo Nacional de Tokio acaba pasada por agua. Nos embarga la decepción al descubrir que no podemos ver el cuadro de los pinos de Hasegawa Tohaku, y que tenemos que contentarnos con las reproducciones en postales de la tienda de recuerdos. Me quedo con los netsukes de ámbar y marfil, que me traen al recuerdo La liebre con ojos ámbar. Nos refugiamos de la lluvia en el antiguo café Kayaba Coffee, de suelo de tatami y paredes de madera, donde tomamos un delicioso flan bañado de caramelo tras unos sándwiches de verduras. De fondo suena música jazz, como en tantos otros locales de este país. Por la tarde acabamos en el Café mipig, en el que los cerditos vietnamitas se sientan en el regazo de los comensales en busca de calor humano. Uno rosado de tamaño mediano se sienta entre mis piernas y no se mueve de nuevo durante la media hora que estamos allí.
Superado el caos de la estación de tren de Tokio, en la que casi perdemos el tren, nos acomodamos en el Shinkansen con destino a Kioto, desde el que alcanzamos a vislumbrar durante unos minutos el imponente Fuji y su cumbre nevada. Abandonamos la capital actual para trasladarnos a la que fue la capital de Japón durante más de mil años, y que se ha consagrado como la ciudad tradicional de los templos, la antítesis al ajetreo urbano y futurista de Tokio.
La preparación de un viaje puede enfocarse de muchas maneras distintas. Además de investigar sobre los típicos lugares y restaurantes que me gustaría visitar, me parece un buen ejercicio familiarizarme un poco más con la cultura del país de destino a través de la literatura. En el caso de Japón, no fue muy difícil encontrar las lecturas idóneas. Dejé aparte escritores prolíficos y archiconocidos como Murakami, cuyos libros fueron grandes compañeros durante mi adolescencia, y me centré en aquellos de los que no había leído nada en absoluto.
Algunos de los libros elegidos respondían a motivos claros, ya que el propio título ya desvelaba el afán de sus autores por relatar acerca del país del sol naciente a través de una lente extranjera. Sin embargo, también quería leer obras que hablasen de la sociedad y cultura japonesas de refilón, donde los personajes y las escenas hablasen por sí mismos y revelasen detalles por pura casualidad. Con este objetivo en mente, fui una tarde a la librería Dussmann y paseé por el departamento de libros en lengua inglesa en busca de libros de literatura contemporánea japonesa. Y así fue como algunos de los títulos que encontré terminaron en esta lista:
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Japón perdido,
de Alex Kerr (1993)
Este libro a caballo entre el ensayo y la novela autobiográfica surge a raíz de la nostalgia del autor por el Japón que conoció en su infancia. A mediados de los sesenta, Alex Kerr llegó al país nipón junto a su padre, un militar norteamericano, y se quedó prendado de la belleza y el misticismo de sus paisajes rurales. La fascinación de Kerr por la cultura nipona se ve reflejada en sus constantes elogios al teatro kabuki, la ceremonia del té, el ikebana o el coleccionismo de obras de caligrafía de épocas pasadas. Hay metáforas muy acertadas y claras, como la comparación de Japón con una ostra en la adopción de elementos extranjeros:
«Japón es como una ostra. A una ostra no le gustan los objetos que vienen de fuera: hasta cuando el grano más fino de arena o de una concha rota logra entrar, la ostra considera esa invasión intolerable, así que secreta una capa y otra capa de nácar sobre la superficie de la partícula infractora hasta que, llegado el momento, se crea una hermosa perla. (…) De manera similar, Japón reviste la cultura extranjera que le llega y la transforma en una perla de estilo japonés».
El análisis minucioso de los aspectos más entrañables de la cultura nipona está cubierto por una pátina de añoranza por un país que, al igual que tantos otros, se ve engullido por la vorágine del progreso y la modernidad, que otorga primacía a la innovación en detrimento de las costumbres.
· Japón inexplorado, de Isabella Bird (1880)
A finales del siglo XIX, la escritora inglesa Isabella Bird inicia un viaje intrépido y ambicioso por un país desconocido para la mayoría de los europeos. Durante un recorrido por el norte de Japón, no exento de las penurias y la precariedad que caracterizaban los viajes de esa época, Bird se maravilla ante la exuberancia de la naturaleza y la hospitalidad de los habitantes. Uno de los relatos más interesantes versa sobre el pueblo indígena de los ainus, que realizaban todo tipo de rituales espirituales relacionados con la caza y la pesca.
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Breasts and eggs,
de Mieko Kawakami (2008)
«Spring worked its magic. The cherries blossomed overnight, opening to the blue darkness of the city. They shed petals for days, as if the earth was pulling them down».
«The whole day I've been running through old memories, getting lost in my own thoughts. But I guess that made sense. It was only natural. Despite Makiko being, in the present tense, my closest living relative, the bulk of our shared experiences were in the past, from another planet. In that sense, spending time with Makiko meant living in the past».
· Cuadernos perdidos de Japón, de Patricia Almarcegui Elduayen (2021)
En este libro se recogen los fragmentos del diario que la autora llevó en sus distintos viajes a Japón. Me parece una aproximación interesante para recopilar recomendaciones sobre el cine, la literatura y la arquitectura niponas, pero he de admitir que este libro no me entusiasmó por la falta de estructura entre las entradas del diario. Algunos fragmentos sí que me han emocionado por su fuerza narrativa, pero otros me han dejado indiferente. Aun así, fue una lectura que agradecí, ya que me sirvió para descubrir otro clásico de la literatura japonesa que sí que superó mis expectativas: Lo bello y lo triste.
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Lo bello y lo triste,
de Kawabata Yasunari (1964)
· The Travelling Cat
Chronicles, de Hiro Arikawa (2012)
Este
libro cuenta la tierna historia de un gato llamado Nana y su dueño Satoru.
Juntos emprenden un viaje por Japón,
visitando diferentes lugares y personas importantes para Satoru. Destaca sobre
todo la habilidad del autor para dar voz a Nana, transmitiendo sus pensamientos
y emociones de forma auténtica y entrañable.
· Ikigai: Die
japanische Lebenskunst, de Ken Mogi (2018)
· El cielo es azul, la tierra blanca, de Hiromi Kawakami (2018)
Regresar
a Valencia por Navidad significa encontrarme con el cielo límpido al que me
tiene acostumbrada. Ni una sola madeja de nubes, ni rastro del frío berlinés. Por
las mañanas, el sol despuntaba en el horizonte tras los tejados de color
arcilla y los tupidos pinos del chalet olvidado. Si miraba por la ventana de mi
habitación, el olivo tapaba casi todo el jardín, pero todavía se divisaba la
franja de luz naranja que cubre normalmente el ribete que forman las casas de
ladrillo. Las ramas del limonero se vencían hacia abajo por el peso de los
limones, y me hizo darme cuenta de la facilidad con la que los cítricos
prosperan gracias al clima mediterráneo.
En
Berlín llevaba mucho tiempo sin haber luz. Sin embargo, el domingo antes de
marcharme a España, que coincidía con el tercer domingo de Adviento, el cielo se
cubrió de jirones de algodón de azúcar, trazos rosa neón. Fuimos a Schöneberg
para presenciar el Oratorio de Navidad en la Iglesia neogótica del Apóstol
Pablo. Qué solemne y cautivador sonaba Bach en las voces de los niños del coro,
pese a que algunos no estaban demasiado por la labor.
El
patrón de la nueva bufanda que empecé a tejer en diciembre es un cordón
umbilical de reducido diámetro. Tiene la misma forma que el cable de un
teléfono antiguo, un tirabuzón como el que baja por la lámpara de la abuela de
M., que ahora alumbra una de las esquinas de nuestro salón. La pantalla de la
lámpara recuerda al sombrero de un champiñón blanco lechoso, y se enciende
tirando de una barra atada a un hilo que se tambalea una vez accionada.
Siguiendo esta tradición de darles una segunda vida a los objetos de hace dos
generaciones, en diciembre desempolvamos la Zeiss Ikon del abuelo de M., una
Contaflex que dejó de fabricarse en 1972. Todas las fotografías en blanco y
negro de la infancia de M. fueron tomadas con esta cámara, que ha sobrevivido
al paso de los años en una caja de cartón para artículos frágiles. Algunas de las
fotografías salieron borrosas, reflejando la imperfección analógica a la que
antiguamente las personas estaban acostumbradas.
Pasamos
la Nochevieja en casa de unos amigos en Friburgo. Todos los años colocan en el
salón un inmenso abeto decorado con adornos clásicos y delgadas velas
amarillas; a sus pies, había un belén con figuritas de fieltro. Sin faltar a la
tradición, nos comimos las doce uvas al ritmo de las campanadas de la Puerta
del Sol, y después subimos unos metros para contemplar los fuegos artificiales,
que explotaban en el cielo de la Selva Negra como racimos de luces
fosforescentes.
Los
mejores momentos del 2023: deambular por los angostos callejones de Génova,
admirar las aguas turquesa de la bahía de Portofino, dormir en un tradicional
barco de madera en Weesp, pedalear por los humedales de la reserva natural de
Naardermeer en compañía de A., el viaje sorpresa a Estrasburgo para celebrar
nuestro aniversario de boda, cultivar tomates en Ebnet por última vez, darlas
zanahorias a las ovejas del prado cercano, almorzar con mamá en una cafetería
que antaño fue una antigua capilla, asentarnos en nuestro nuevo hogar, admirar
la belleza de los Andes, disfrutar de un cálido atardecer en Arequipa, dormir a
orillas del lago Titicaca, adentrarnos en la selva amazónica, ver vicuñas en
libertad, aprender a tejer con dos agujas, ir en busca de setas por el bosque
de Müggelberge, presenciar el Oratorio de Navidad en la Iglesia neogótico del
Apóstol Pablo, comer las doce uvas en Friburgo.
Cuando la oscuridad se cernía sobre la selva
amazónica, no se distinguía con tanta claridad el río Yanayacu, pardo ya de por
sí debido a los minerales que arrastra procedentes de las montañas de la
sierra. El curioso canto de la oropéndola, que recuerda al de una gota
estrellándose contra el agua en una gruta, retumbaba con fuerza en nuestra
cabaña, y sin duda era una melodía más hipnótica que el graznido matutino de
las bandadas de cormoranes, que podía confundirse perfectamente con el gruñido
de una piara de cerdos. Podría decirse que las aves son las protagonistas de la
fauna amazónica: gaviotas bolivianas, pájaros monja, gavilanes moneros, garzas,
ayaymamas camuflados en los troncos de los árboles, el prehistórico shansho,
tucanes…
Los anfibios se avistaban mejor de noche, como una
rana toro que se quedó inmovilizada por la luz de nuestras linternas y cuyo
tacto recordaba al del cuero mojado, o una ranita de colores estridentes que
nos acompañó durante uno de los trayectos nocturnos en bote. En cuanto a los
mamíferos, vimos dos perezosos (aunque nunca su cara, ya que estaban
encaramados a las ramas de los árboles, adormecidos por el efecto de los
alcaloides que consumen constantemente). También observamos de cerca dos
capibaras a orillas del río, así como a distintos tipos de primates: monos
leoncitos (los más pequeños del mundo), monos capuchinos, monos aulladores (no
llegamos a verlos, pero sí que los escuchamos de lejos; recordaban a un felino
enfurecido), monos araña… En la corteza de algunos árboles se podían reconocer
los arañazos infligidos por algún que otro jaguar para afilarse las uñas.
En una de las primeras incursiones en bote, cuando
faltaban pocas horas para el atardecer, fuimos a pescar con rudimentarias
cañas. Engarzamos trozos de pollo como carnaza ,y la mayoría de las veces el
cebo desaparecía en cuestión de segundos sin tan siquiera notarlo, pero aun así
logré pescar dos pirañas de lomo anaranjado. De vez en cuando había que limpiar
la hélice del motor del barco, ya que las lechugas acuáticas se quedaban
enganchadas y nos impedían continuar avanzando. Entre las lechugas, a veces se
podía entrever un caimán blanco o una iguana acuática. En el pueblo
de San Juan, visitamos los niños en la escuela. Había pollitos correteando por
todas partes que se escondían debajo de las cabañas, y los niños los cogían con
las manos y los soltaban de nuevo. En mitad del poblado había un gran campo de
fútbol en el que todos los habitantes se reunían para echar algunos partidos.
Nuestra última noche en el Amazonas fue en la ciudad
de Iquitos, un enclave caótico donde los haya. Sus numerosos motocarros y el
sofocante calor tropical me recordaban a algún país asiático como Filipinas o
Tailandia. Para recuperarnos de nuestra estancia en el lodge de la
selva, nos alojamos en la imponente Casa Morey: un antiguo edificio colonial de
habitaciones inmensas, con techos altos y suelos de azulejo importados de
Portugal. La decadencia se ha apoderado de Iquitos, y poco queda ya de los
prósperos años del caucho; ahora, la capital amazónica no es más que un
recuerdo oxidado de lo que fue. Los edificios coloniales franceses están al
borde del derrumbe, en las calles hay boquetes sin tapar, abundan los perros
callejeros y, en el famoso malecón que da a la selva, no queda nada de la
gloria de antaño, sino alguna que otra alma perdida, víctima de la adicción,
que pregunta a los turistas si conocen tal sitio para guiarlos hasta allí a
cambio de unos soles.
En el mercado de Belén, es mejor no adentrarse si eres
de estómago sensible. Las mujeres descamaban el pescado en medio del calor
sofocante, exponiendo sus cabezas y vísceras, sobra las que revoloteaban
algunas moscas. Había trozos de carne extendidos sobre los mostradores (a veces
ofrecían incluso carne de caimán); ni rastro de hielo ni refrigerante para
salvaguardar unos estándares mínimos de higiene. Algunos vendedores ofrecían
bebidas fermentadas, cuyo color se asemejaba al del agua del Amazonas, en
botellas de plástico reutilizadas.
Esta fue la última parada de nuestro viaje en Perú.
Tras tres semanas de recorrer distintos ecosistemas y disfrutar de las
maravillas naturales del país de los incas, nos despedimos de este rincón de
Latinoamérica con la mochila cargada de recuerdos para comenzar un nuevo
capítulo en la capital alemana.
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