La preparación de un viaje puede enfocarse de muchas maneras distintas. Además de investigar sobre los típicos lugares y restaurantes que me gustaría visitar, me parece un buen ejercicio familiarizarme un poco más con la cultura del país de destino a través de la literatura. En el caso de Japón, no fue muy difícil encontrar las lecturas idóneas. Dejé aparte escritores prolíficos y archiconocidos como Murakami, cuyos libros fueron grandes compañeros durante mi adolescencia, y me centré en aquellos de los que no había leído nada en absoluto.


Algunos de los libros elegidos respondían a motivos claros, ya que el propio título ya desvelaba el afán de sus autores por relatar acerca del país del sol naciente a través de una lente extranjera. Sin embargo, también quería leer obras que hablasen de la sociedad y cultura japonesas de refilón, donde los personajes y las escenas hablasen por sí mismos y revelasen detalles por pura casualidad. Con este objetivo en mente, fui una tarde a la librería Dussmann y paseé por el departamento de libros en lengua inglesa en busca de libros de literatura contemporánea japonesa. Y así fue como algunos de los títulos que encontré terminaron en esta lista:


·     Japón perdido, de Alex Kerr (1993)


Este libro a caballo entre el ensayo y la novela autobiográfica surge a raíz de la nostalgia del autor por el Japón que conoció en su infancia. A mediados de los sesenta, Alex Kerr llegó al país nipón junto a su padre, un militar norteamericano, y se quedó prendado de la belleza y el misticismo de sus paisajes rurales. La fascinación de Kerr por la cultura nipona se ve reflejada en sus constantes elogios al teatro kabuki, la ceremonia del té, el ikebana o el coleccionismo de obras de caligrafía de épocas pasadas. Hay metáforas muy acertadas y claras, como la comparación de Japón con una ostra en la adopción de elementos extranjeros:


«Japón es como una ostra. A una ostra no le gustan los objetos que vienen de fuera: hasta cuando el grano más fino de arena o de una concha rota logra entrar, la ostra considera esa invasión intolerable, así que secreta una capa y otra capa de nácar sobre la superficie de la partícula infractora hasta que, llegado el momento, se crea una hermosa perla. (…) De manera similar, Japón reviste la cultura extranjera que le llega y la transforma en una perla de estilo japonés».


El análisis minucioso de los aspectos más entrañables de la cultura nipona está cubierto por una pátina de añoranza por un país que, al igual que tantos otros, se ve engullido por la vorágine del progreso y la modernidad, que otorga primacía a la innovación en detrimento de las costumbres. 


·     Japón inexplorado, de Isabella Bird (1880)


A finales del siglo XIX, la escritora inglesa Isabella Bird inicia un viaje intrépido y ambicioso por un país desconocido para la mayoría de los europeos. Durante un recorrido por el norte de Japón, no exento de las penurias y la precariedad que caracterizaban los viajes de esa época, Bird se maravilla ante la exuberancia de la naturaleza y la hospitalidad de los habitantes. Uno de los relatos más interesantes versa sobre el pueblo indígena de los ainus, que realizaban todo tipo de rituales espirituales relacionados con la caza y la pesca.


·     Breasts and eggs, de Mieko Kawakami (2008)


Una novela contemporánea de una de las autoras más aclamadas en el panorama literario nipón actual. La primera parte del libro trata sobre la obsesión de la hermana de la protagonista por aumentar su pecho. La segunda parte gira en torno a la obsesión de Natsu (la protagonista) por recurrir a un donante de semen para tener un bebé. Caracterizado por su humor irónico y diálogos directos (a través de los cuales se van tejiendo los temas centrales), esta novela abre muchos debates éticos sobre el cuerpo de la mujer y los derechos de los hijos engendrados por donación anónima. Una lectura refrescante y entretenida con las ciudades de Tokio y Osaka como telón de fondo.


«Spring worked its magic. The cherries blossomed overnight, opening to the blue darkness of the city. They shed petals for days, as if the earth was pulling them down».


«The whole day I've been running through old memories, getting lost in my own thoughts. But I guess that made sense. It was only natural. Despite Makiko being, in the present tense, my closest living relative, the bulk of our shared experiences were in the past, from another planet. In that sense, spending time with Makiko meant living in the past».


·     Cuadernos perdidos de Japón, de Patricia Almarcegui Elduayen (2021)


En este libro se recogen los fragmentos del diario que la autora llevó en sus distintos viajes a Japón. Me parece una aproximación interesante para recopilar recomendaciones sobre el cine, la literatura y la arquitectura niponas, pero he de admitir que este libro no me entusiasmó por la falta de estructura entre las entradas del diario. Algunos fragmentos sí que me han emocionado por su fuerza narrativa, pero otros me han dejado indiferente. Aun así, fue una lectura que agradecí, ya que me sirvió para descubrir otro clásico de la literatura japonesa que sí que superó mis expectativas: Lo bello y lo triste.


·     Lo bello y lo triste, de Kawabata Yasunari (1964)


Una breve pero intensa novela sobre dos amantes, un escritor y una artista, cuya relación ha estado marcada por la tragedia y el paso del tiempo. Tematiza con gran maestría el vínculo del artista con su propia obra, así como sentimientos universales como la envidia, la sed de venganza y la pasión. El escenario principal es la ciudad de Kioto, sobre todo la zona a orillas del río Kamo. La belleza y la tristeza, dos realidades que en principio pueden parecer opuestas, se solapan continuamente, y el autor nos hace comprender, en su última novela, cómo ambos conceptos son compatibles en más situaciones de las que pensamos.


·   The Travelling Cat Chronicles, de Hiro Arikawa (2012)


Este libro cuenta la tierna historia de un gato llamado Nana y su dueño Satoru. Juntos emprenden un viaje por Japón, visitando diferentes lugares y personas importantes para Satoru. Destaca sobre todo la habilidad del autor para dar voz a Nana, transmitiendo sus pensamientos y emociones de forma auténtica y entrañable.


·   Ikigai: Die japanische Lebenskunst, de Ken Mogi (2018)


Un ameno ensayo que explora el concepto japonés del ikigai, intentando descifrar las claves de una vida significativa y plena. El autor menciona algunas historias personales que ilustran a la perfección cómo los pequeños detalles del día a día pueden ser decisivos en la búsqueda de sentido.


 

·   El cielo es azul, la tierra blanca, de Hiromi Kawakami (2018)


Una preciosa y poco convencional historia de amor entre Tsukiko, una mujer solitaria y tranquila, y su antiguo profesor de japonés, a quien ella llama siempre "Sensei". Con el paso de las estaciones, estos dos personajes tan distintos entre sí desarrollan una relación especial caracterizada por la aceptación mutua durante breves encuentros para compartir comida en su izakaya preferido. Al igual que la película Perfect days, esta obra es una oda a la simplicidad de las rutinas, y a través de diálogos memorables, sabe describir la plenitud de los momentos compartidos con alguien que nos entiende mejor que nosotros mismos. 






 



Regresar a Valencia por Navidad significa encontrarme con el cielo límpido al que me tiene acostumbrada. Ni una sola madeja de nubes, ni rastro del frío berlinés. Por las mañanas, el sol despuntaba en el horizonte tras los tejados de color arcilla y los tupidos pinos del chalet olvidado. Si miraba por la ventana de mi habitación, el olivo tapaba casi todo el jardín, pero todavía se divisaba la franja de luz naranja que cubre normalmente el ribete que forman las casas de ladrillo. Las ramas del limonero se vencían hacia abajo por el peso de los limones, y me hizo darme cuenta de la facilidad con la que los cítricos prosperan gracias al clima mediterráneo.


En Berlín llevaba mucho tiempo sin haber luz. Sin embargo, el domingo antes de marcharme a España, que coincidía con el tercer domingo de Adviento, el cielo se cubrió de jirones de algodón de azúcar, trazos rosa neón. Fuimos a Schöneberg para presenciar el Oratorio de Navidad en la Iglesia neogótica del Apóstol Pablo. Qué solemne y cautivador sonaba Bach en las voces de los niños del coro, pese a que algunos no estaban demasiado por la labor.


El patrón de la nueva bufanda que empecé a tejer en diciembre es un cordón umbilical de reducido diámetro. Tiene la misma forma que el cable de un teléfono antiguo, un tirabuzón como el que baja por la lámpara de la abuela de M., que ahora alumbra una de las esquinas de nuestro salón. La pantalla de la lámpara recuerda al sombrero de un champiñón blanco lechoso, y se enciende tirando de una barra atada a un hilo que se tambalea una vez accionada. Siguiendo esta tradición de darles una segunda vida a los objetos de hace dos generaciones, en diciembre desempolvamos la Zeiss Ikon del abuelo de M., una Contaflex que dejó de fabricarse en 1972. Todas las fotografías en blanco y negro de la infancia de M. fueron tomadas con esta cámara, que ha sobrevivido al paso de los años en una caja de cartón para artículos frágiles. Algunas de las fotografías salieron borrosas, reflejando la imperfección analógica a la que antiguamente las personas estaban acostumbradas.


Pasamos la Nochevieja en casa de unos amigos en Friburgo. Todos los años colocan en el salón un inmenso abeto decorado con adornos clásicos y delgadas velas amarillas; a sus pies, había un belén con figuritas de fieltro. Sin faltar a la tradición, nos comimos las doce uvas al ritmo de las campanadas de la Puerta del Sol, y después subimos unos metros para contemplar los fuegos artificiales, que explotaban en el cielo de la Selva Negra como racimos de luces fosforescentes.


Los mejores momentos del 2023: deambular por los angostos callejones de Génova, admirar las aguas turquesa de la bahía de Portofino, dormir en un tradicional barco de madera en Weesp, pedalear por los humedales de la reserva natural de Naardermeer en compañía de A., el viaje sorpresa a Estrasburgo para celebrar nuestro aniversario de boda, cultivar tomates en Ebnet por última vez, darlas zanahorias a las ovejas del prado cercano, almorzar con mamá en una cafetería que antaño fue una antigua capilla, asentarnos en nuestro nuevo hogar, admirar la belleza de los Andes, disfrutar de un cálido atardecer en Arequipa, dormir a orillas del lago Titicaca, adentrarnos en la selva amazónica, ver vicuñas en libertad, aprender a tejer con dos agujas, ir en busca de setas por el bosque de Müggelberge, presenciar el Oratorio de Navidad en la Iglesia neogótico del Apóstol Pablo, comer las doce uvas en Friburgo.

















 


Cuando la oscuridad se cernía sobre la selva amazónica, no se distinguía con tanta claridad el río Yanayacu, pardo ya de por sí debido a los minerales que arrastra procedentes de las montañas de la sierra. El curioso canto de la oropéndola, que recuerda al de una gota estrellándose contra el agua en una gruta, retumbaba con fuerza en nuestra cabaña, y sin duda era una melodía más hipnótica que el graznido matutino de las bandadas de cormoranes, que podía confundirse perfectamente con el gruñido de una piara de cerdos. Podría decirse que las aves son las protagonistas de la fauna amazónica: gaviotas bolivianas, pájaros monja, gavilanes moneros, garzas, ayaymamas camuflados en los troncos de los árboles, el prehistórico shansho, tucanes…

 

Los anfibios se avistaban mejor de noche, como una rana toro que se quedó inmovilizada por la luz de nuestras linternas y cuyo tacto recordaba al del cuero mojado, o una ranita de colores estridentes que nos acompañó durante uno de los trayectos nocturnos en bote. En cuanto a los mamíferos, vimos dos perezosos (aunque nunca su cara, ya que estaban encaramados a las ramas de los árboles, adormecidos por el efecto de los alcaloides que consumen constantemente). También observamos de cerca dos capibaras a orillas del río, así como a distintos tipos de primates: monos leoncitos (los más pequeños del mundo), monos capuchinos, monos aulladores (no llegamos a verlos, pero sí que los escuchamos de lejos; recordaban a un felino enfurecido), monos araña… En la corteza de algunos árboles se podían reconocer los arañazos infligidos por algún que otro jaguar para afilarse las uñas.


En una de las primeras incursiones en bote, cuando faltaban pocas horas para el atardecer, fuimos a pescar con rudimentarias cañas. Engarzamos trozos de pollo como carnaza ,y la mayoría de las veces el cebo desaparecía en cuestión de segundos sin tan siquiera notarlo, pero aun así logré pescar dos pirañas de lomo anaranjado. De vez en cuando había que limpiar la hélice del motor del barco, ya que las lechugas acuáticas se quedaban enganchadas y nos impedían continuar avanzando. Entre las lechugas, a veces se podía entrever un caimán blanco o una iguana acuática.  En el pueblo de San Juan, visitamos los niños en la escuela. Había pollitos correteando por todas partes que se escondían debajo de las cabañas, y los niños los cogían con las manos y los soltaban de nuevo. En mitad del poblado había un gran campo de fútbol en el que todos los habitantes se reunían para echar algunos partidos.

 

Nuestra última noche en el Amazonas fue en la ciudad de Iquitos, un enclave caótico donde los haya. Sus numerosos motocarros y el sofocante calor tropical me recordaban a algún país asiático como Filipinas o Tailandia. Para recuperarnos de nuestra estancia en el lodge de la selva, nos alojamos en la imponente Casa Morey: un antiguo edificio colonial de habitaciones inmensas, con techos altos y suelos de azulejo importados de Portugal. La decadencia se ha apoderado de Iquitos, y poco queda ya de los prósperos años del caucho; ahora, la capital amazónica no es más que un recuerdo oxidado de lo que fue. Los edificios coloniales franceses están al borde del derrumbe, en las calles hay boquetes sin tapar, abundan los perros callejeros y, en el famoso malecón que da a la selva, no queda nada de la gloria de antaño, sino alguna que otra alma perdida, víctima de la adicción, que pregunta a los turistas si conocen tal sitio para guiarlos hasta allí a cambio de unos soles.

 

En el mercado de Belén, es mejor no adentrarse si eres de estómago sensible. Las mujeres descamaban el pescado en medio del calor sofocante, exponiendo sus cabezas y vísceras, sobra las que revoloteaban algunas moscas. Había trozos de carne extendidos sobre los mostradores (a veces ofrecían incluso carne de caimán); ni rastro de hielo ni refrigerante para salvaguardar unos estándares mínimos de higiene. Algunos vendedores ofrecían bebidas fermentadas, cuyo color se asemejaba al del agua del Amazonas, en botellas de plástico reutilizadas.

 

Esta fue la última parada de nuestro viaje en Perú. Tras tres semanas de recorrer distintos ecosistemas y disfrutar de las maravillas naturales del país de los incas, nos despedimos de este rincón de Latinoamérica con la mochila cargada de recuerdos para comenzar un nuevo capítulo en la capital alemana.















Una de las incuestionables ventajas de la humedad en otoño es la abundancia de setas. A finales de octubre, cogimos el ferry en Grünau para cruzar a la otra orilla del río. Desde la embarcación podían observarse los colores otoñales que salpicaban el paisaje del barrio residencial de Wendenschloß, caracterizado por sus amplias calles adoquinadas enmarcadas con hileras de robles, que me recuerdan en cierto sentido al barrio adinerado de Zehlendorf, al oeste de Berlín.

El aliciente de nuestra breve excursión era la búsqueda de hongos en una área boscosa cercana conocida como Müggelberge, pero no albergábamos demasiada esperanza, sobre todo teniendo en cuenta que son muy pocos los hongos que sabemos identificar sin dudas de por medio. Había llovido mucho los últimos días, por lo que los senderos estaban llenos de hojarasca enfangada. Las copas de los árboles habían adquirido el color ocre característico del otoño avanzado, y algunos tímidos rayos de sol se colaban por entre las ramas. Dejamos las bicicletas en la linde del bosque y nos adentramos entre los árboles. Pasados menos de cinco minutos, nos topamos con un precioso e inconfundible boletus. Motivados por este hallazgo temprano, peinamos varios kilómetros a la redonda en busca de más hongos comestibles. Por desgracia, tuvimos que contentarnos con este único boletus, ya que no encontramos ni uno más. El resto de setas que se cruzaron por nuestro camino fueron de lo más variopintas: violeta, blancas, marrones, encaramadas a los troncos de los árboles, ocultas entre las hojas caídas… Un verdadero espectáculo de formas y colores. No podía faltar, por supuesto, la famosa amanita muscaria, con su característico sombrero brillante de color rojizo.







Por lo demás, los días de noviembre transcurren sin demasiados sobresaltos. Paso bastante tiempo en la cocina probando nuevas recetas y repitiendo antiguas, como una tarta de calabaza que llevé ayer a casa de mi suegra para tomar el té. Antes de comernos la tarta, fuimos al mercadillo semanal que montan en la Winterfeldtplatz los sábados. Había un hombre muy majo que vendía montañas de rebozuelos de Serbia. Compramos medio kilo para la cena y el vendedor nos regaló un buen manojo de perejil para acompañar nuestro plato de pasta. Además, aprovechamos para rebuscar entre miles de trastos olvidados en el altillo, y encontramos por casualidad el calendario de Adviento de la infancia de M., que reciclaremos este año (todavía no tenemos muy claro dónde colgarlo). La casa de mi suegra es el lugar más acogedor que conozco en invierno. Es un apartamento antiguo de techos altos y puertas blancas con picaportes dorados, caracterizada por una decoración ecléctica basada en los pequeños detalles: distintos muebles de madera oscura conviven con cerámica japonesa, diversas plantas y candelabros antiguos. En mitad de la estancia hay un viejo carrito repleto de peluches con historia y en la mesa casi siempre hay flores frescas. La luz siempre es tenue e invita a tumbarse en el sofá rojo de tacto aterciopelado para leer un buen libro o mantener una conversación distendida.

Este otoño he comenzado con una afición nueva: hacer punto. Me inscribí en un curso de dos horas que se ofrecía en el centro de Berlín, donde adquirí las nociones básicas del punto derecho, así como dos madejas de lana roja para tejer mi primera bufanda. El frío otoñal me motiva para pasarme tardes con la lana entre los dedos y una buena taza de té. Así resulta más fácil combatir la falta de luz a la que nos toca acostumbrarnos en estas latitudes.









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