Ha pasado ya más de medio año desde que estuvimos por Berlín la última vez.  El 31 de diciembre, a falta de tres horas para que redoblasen las campanas en la Puerta del Sol, aterricé en el insulso aeropuerto de Schönefeld –qué despropósito de nombre, dicho sea de paso–. Mi viejo amigo el frío quiso hacer de las suyas, pero yo ya iba con un abrigo puesto y con otro en mano (gajes del limitado equipaje de mano y de la diferencia de precios entre el Zara alemán y el español). Mi sorpresa de bienvenida fue una Berliner Kindl medio vacía, una cerveza con nombre de libro electrónico que tampoco es para tirar cohetes… Eso sí, los cohetes llegaron después. Había olvidado que los alemanes se ponen falleros el último día del año como los que más, así que tuvimos traca hasta las tantas (bis in die Puppen, como dirían por aquí) y un agradable olor matutino a pólvora.


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