Este sábado, a diferencia de los últimos, me he quedado en casa. Después de tantos madrugones inhumanos, ir de un lado a otro con el tren, perderme en ciudades y hacer de guiri casi 12 horas seguidas, he decidido que tocaba tener un sábado de relax.  La verdad es que, como bien me recuerda una amiga mía, si continuaba así me iba a quedar sin ciudades para visitar este verano y sin Kohle.

Esta semana ha sido algo más ajetreada que las anteriores. La mujer que solía venir a cocinar al mediodía estaba de vacaciones, así que me tocaba prepararles la comida a los cuatro niños. Soy bastante novata palurda en las artes culinarias, por lo que encargarme de alimentar cinco bocas ha sido todo un reto para mí. Hacía tiempo que quería probar a hacer una tortilla de patatas en condiciones, porque no quería plantarme en el Erasmus diciendo que era española y que no había hecho una tortilla en mi vida. Eso no tiene perdón. Cuando me enteré de que me tocaba meterme en el papel de cocinera de comedor, me dije: Esta es la mía. Básicamente me he dedicado a utilizar a los pobres niños como conejillos de indias para no intoxicarme yo a lo largo de este año sola ante los fogones. Para mi asombro y el de mi madre, la cosa no fue nada mal.

Después de encomendarme a tropecientos mil santos para que el batido de huevo y patatas no acabase espachurrado sobre la vitrocerámica al darle la vuelta… ¡Ahí estaba! Mi pequeña creación a base de Kartoffeln, Zwiebeln y Eier. La sostuve entre mis manos como a un hijo pródigo y la coloqué sobre la mesa al tiempo que gritaba a pleno pulmón: Es gibt Essen! Presa de la emoción, poco me importó que la pequeña dijese que tenía una pinta espantosa (su criterio es más bien irrelevante, teniendo en cuenta que su alimentación se basa en rebanadas de pan untadas en nutella y salchichas frías). Después de probarla, todos los renacuajos le dieron el visto bueno y vinieron los cumplidos hacia la cocina española. Así que de ahí viene el título de esta entrada. Un pequeño éxito que, sin embargo, sabe a gloria.

Mein Kartoffelbaby

Por lo demás la semana ha sido de lo más tranquila, sin mayores sobresaltos. Por las mañanas me he dedicado a disfrutar del bueno tiempo (quitando los días de lluvia que ha habido hace nada) con un libro que chorimangué de la estantería del salón. Hay un montón de títulos que tienen muy buena pinta y me he propuesto leerlos todos antes de marcharme. De momento mi primera víctima ha sido Mit Liebe gebacken, una novela que me ha sorprendido gratamente. No es nada del otro mundo, está claro, pero es de lectura fácil y me arranca más de una sonrisa. Es la perfecta compañía para intentar broncear un poco mi pálida piel cadavérica. La única pega es que incentiva mis ganas de comer dulces, porque al final de cada capítulo hay una receta de tarta. Si a eso le añadimos que en esta familia todo el mundo sabe hacer tartas y que cada semana hay un pastel esperando en la nevera: Käsekuchen, Himbeerkuchen, Erdbeerkuchen, Sahnetorte… He perdido la cuenta.

Por las tardes suele haber barbacoa en el jardín. El amor por la carne de estos teutones no deja de sorprenderme. Si no tengo cara de salchicha a estas alturas, que venga alguien y lo vea. Otra costumbre muy típica de aquí es el Stockbrot (“pan de palo”). Consiste básicamente en coger masa de levadura y enrollarla en torno a un palo. Nosotros utilizamos la masa que sobró de la pizza casera que hicimos el mismo día. Luego se pone al fuego y se espera hasta que se tueste. Se puede acompañar de (sorpresa, sorpresa): salchicha, Leberkäse (una especie de embutido de sabor suave que está deliciosamente bueno) o sencillamente con lo que pilles de la nevera.

Tarde de Stockbrot en el jardín en reformas

Me estoy dando cuenta de que esta entrada me está quedando muy de “gorda” tanto hablar de comida, pero no lo veo nada mal como cambio de temática. Reivindico el amor por esta y quien me conoce sabe que sale más a cuenta comprarme un vestido que invitarme a comer. 



Por último, os presento a mi querida bici, a la cual echaré mucho de menos cuando me marche a pesar de haberme dado algún que otro problema. Me ha acompañado en aventuras a través de maizales, bosques y las calles de Haßloch. La pobre es algo vieja y el cambio de marchas no podría ser más incómodo, pero le he acabado cogiendo cariño.  


El destino de este sábado fue Heidelberg, una encantadora ciudad universitaria situada en el valle del río Neckar. Los atractivos turísticos de este sitio no son pocos, ya que el casco antiguo es precioso, hay un pintoresco castillo en una colina y su universidad es la más antigua de toda Alemania.  Si se le suma el hecho de que está a escasos 40 minutos de donde vivo, tenía todas las papeletas de ser una de las ciudades en mi lista.  Además, la escuela de traducción de Heidelberg también goza de un notable prestigio, por lo que fue uno de los destinos Erasmus que barajé seriamente.

Salí de buena mañana en dirección a la estación con mi querida bici azul (debo hacerle fotos para presentárosla, que le empiezo a coger cariño y todo). Tenía que comprar los billetes directamente en la máquina, ya que al tratarse del S-Bahn no están disponibles en Internet. Total, que me dispongo a pagar el trayecto de ida (en torno a 6 euros) cuando me doy cuenta de que la máquina no acepta billetes que no sean de 5 o de 10 euros. Tremendamente lógico, claro. Para mi desgracia, solo llevaba uno de 50. Suerte que dejaban pagar con tarjeta, porque si no iba apañada. Y suerte que me acordé de mi PIN, porque era la primera vez que lo utilizaba y no habría sido de extrañar que se me hubiera olvidado.

Cuando llegué a la estación, me fui de cabeza a la Touristeninformation, para hacerme con un mapa. Porque, por si no ha quedado claro en entradas anteriores, mi sentido de la orientación está más bien atrofiado. Mapa en mano, me puse en camino al casco antiguo, que está algo lejos de la estación central. Una de las cosas que me han enamorado es la Hauptstraße, una calle kilométrica plagada de tiendas de ropa, librerías, heladerías, restaurantes… Y llena de japoneses, eso también. Al ser una ciudad muy turística, casi había más guiris que nativos. En esta calle también estaba Thalia, una cadena de librerías muy famosa, donde encontré un libro que llevaba buscando desde hace mucho tiempo: Schoßgebete. Rompí la promesa que me hice a mí misma de no comprar más libros, porque hace poco me encontré con una estantería en la casa llena de novelas que tenían muy buena pinta.







Otro de los aspectos a favor de Heidelberg es que el bosque se encuentra justo al lado de la ciudad, cruzando el famoso puente. Eso sí, la subida tiene lo suyo. Me metí por un camino llamado Schlangenweg que no podía ser más empinado. Las vistas merecieron la pena, pero casi muero en el intento de llegar a la cima y al final mis pies pedían clemencia. Y es que hizo muchísimo calor. Hasta el punto de que me terminé roja como un tomate. Fui de sobrada por la vida y se me olvidó ponerme protector solar, lo que acarreó que terminase con los brazos y las mejillas más colorados que la espalda de los ingleses que veranean en Benidorm. Ya podía sentirme turista de los pies a la cabeza.





Igual que en Mainz, el ambiente era de lo más animado gracias al alto número de estudiantes. Me topé con numerosas residencias universitarias y por todos lados había jóvenes que iban en bicicleta de un lado para otro. Había varios conciertos al aire libre y hasta presencié una carrera de canoas en el río.



Hoy he ido con la familia de excursión al Bosque del Palatinado (Pfälzerwald), uno de los bosques más grandes de Europa que se encuentra en la zona donde vivimos. Después de una caminata no demasiado larga hemos llegado a una especie de cabaña donde servían comida hipocalórica (nótese la ironía). Por probar cosas típicas de la zona me he pedido una Leberknödel acompañada de chucrut, que es una especie de albóndiga de hígado de ternera. Este plato es muy típico de la gastronomía del palatinado.



Mañana hará justo un mes desde que llegué a aquí. Por una parte se me está pasando el tiempo muy rápido y apenas puedo creer que ya lleve un mes entero, pero por otra parte estoy deseando comenzar con el Erasmus. Tal es mi morriña por Freiburg que tengo en mente ir allí pronto. Había pensado ir el día 3 y pasar allí el fin de semana, pero todavía no sé cuándo me iré de vacaciones con la familia, así que no puedo comprar billetes de tren ni nada. De todas maneras, sé que en agosto iré sí o sí, porque se me ha metido entre ceja y ceja reencontrarme con mi ciudad y hasta octubre todavía falta mucho. Nunca me había pasado nada similar con el resto de ciudades que he visitado (bueno, miento, con Göttingen también ocurre), pero desde que puse un pie en esa ciudad supe que quería vivir allí costase lo que costase



El sábado me levanté a la insufrible hora de las 4:40 de la mañana. Como os podéis imaginar, las calles no estaban ni puestas. Pero ¿a santo de qué tanto madrugar? Pues resulta que mi tren hacia Mainz salía a las 5:53. Si a eso le sumamos que tenía que ir por primera vez sola a la estación y que no quería perder bajo ningún concepto el tren, da como resultado que tuviera que levantarme tan pronto.

Cuando me dispongo a sacar mi bici del garaje me topo con algo inesperado. Adivinad cuál era la última de todas. Efectiviwonder: mi bici estaba tan escondida en el fondo del oscuro garaje que llegar a ella sin problemas hacía falta una pértiga de las de las olimpiadas. Ante la presión por el tiempo, me puse a sacar bicicletas como una loca hasta que al final llegué a la mía. Por si la escena no era suficientemente dramática, tuve espectadores que lo presenciaron. Una vecina cogía en ese momento el coche, que casualmente había aparcado ahí al lado. Sí, se ve que hay gente que se levanta a esas horas de la mañana un fin de semana.

Al intentar arrastrar hacia atrás mi bici, me acuerdo de que es una bicicleta antigua alemana, por lo que la marcha atrás en los pedales implica que se pare. Oh, perfecto. La cojo entre mis brazos a la desesperada y al fin logro sacarla. Lo bueno de todo esto es que logré llegar a la estación a tiempo y sin mayores sobresaltos. No os penséis por eso que no pasaron más cosas con la dichosa bici. Esta dará por saco más tarde.

Una vez llego a Mainz, me toca esperar al amigo con el que había quedado, porque al parecer había perdido el tren. Durante la espera se me acerca un chico y me empieza a bombardear con todo tipo de preguntas.  Sí, con la mayor naturalidad del mundo. A los cinco minutos ya me ha contado su vida entera, la de su madre y la de cuatro primos lejanos. Pero no me quejo, porque me estuvo entreteniendo.

Siempre había querido visitar Mainz, y la verdad es que la ciudad no defraudó en ningún sentido. Hacía un sol radiante que permitía disfrutar de la visita todavía más si cabe. La catedral es preciosa, así como el mercadito que ponían en la plaza, donde había todo tipo de frutas y verduras. El casco antiguo estaba lleno de callejones con casas típicas alemanas y gran variedad de flores. Probablemente se debía al hecho de que era sábado y hacía muy buen tiempo, pero la ciudad estaba llena de vida. Además, gracias a su reducido tamaño es posible ver lo más importante en poco tiempo. En resumidas cuentas: me enamoré de la ciudad. Ha entrado a formar parte del top de mi lista de ciudades preferidas, tras Freiburg y Göttingen. De hecho, Mainz estaba como opción de destino Erasmus. Estoy segura de que si la hubiera escogido, no me habría arrepentido. Aun así, mi amor por Freiburg se sobrepone.







Una de las curiosidades es que me encontré con un sitio donde vendían Tannenzäpfle, la cerveza típica de Freiburg que no tuve ocasión de probar cuando estuve allí. Además, el emplazamiento era de lo más idílico, porque estaba enfrente de un edificio precioso y era una especie de terraza semicerrada donde pedías algo en una caseta y te sentabas donde querías. La verdad es que me encantó de sabor, porque es bastante suave. Otro punto a favor para Freiburg.


Cogí el tren de vuelta a eso de las diez de la noche y me dispuse a buscar mi bicicleta entre la marea de vehículos de dos ruedas. Una vez la encontré, intenté encontrar desesperadamente el botón para encender la luz, sin ningún resultado. Total, que me di por vencida y empecé a pedalear sin ver ni torta, ya que eran las once de la noche. Si ya me perdía de día, de noche fue toda una aventura. Acabé tan perdida que me metí en un maizal donde no podía ver absolutamente nada. Mi desesperación llegó hasta el punto de que me planteé seriamente llamar a casa para que viniesen a buscarme. Finalmente, no fue necesario. Logré encontrar la casa de pura casualidad. Casi lloré de la emoción al ver la fachada.

El domingo fuimos a una especie de asociación aérea donde tuvimos la oportunidad de volar en un pequeño avión. Un amigo del padre es profesor de vuelo, así que nos dio una vuelta a gran altura, desde donde pudimos apreciar hasta nuestra casa.



En resumidas cuentas, el fin de semana dio mucho de sí. Este sábado visito Frankfurt con un amigo alemán que conocí en Göttingen. No tengo muchas expectativas de la ciudad, porque me parece demasiado industrial, pero a él sí que tengo ganas de verle después de casi un año. 






La muletilla del título es la frase que está en boca de todo palatino que se precie. Es algo así como un “sí, claro”, solo que con mayor contundencia y una musicalidad de lo más graciosa. Al final acabaré cogiéndole cariño a este dialecto tan curioso.

El martes realicé por primera vez el trayecto hasta la estación de tren en bicicleta. La niña mayor se ofreció a enseñarme el camino, pues su Gymnasium está en la ciudad que quería visitar: Neustadt an der Weinstrasse. “¡Perfecto!”, pensé para mis adentros. Para una persona como yo, con nulo sentido de la orientación, esta sugerencia es música celestial para los oídos. Craso error. Resulta que por el camino va recogiendo a medio vecindario, por lo que, aunque sale sola de casa, al llegar a la estación eso parece la chupipandi de Verano Azul al completo. Eso significó que viramos en tropecientas mil calles con casas exactamente iguales, cogiendo mil atajos. Conclusión: acabar más mareada que un pato y encomendar mi suerte al traicionero Google Maps para el próximo viaje.

La ciudad me sorprendió gratamente a pesar de no ser muy grande. Muy típica alemana, plagada de callejones encantadores en los que daba ganas perderse. Estuve toda la mañana deambulando por sus calles, hasta que mis pies dijeron basta. Compré una guía sobre la Selva Negra que me será de gran utilidad para mi Erasmus y algún que otro capricho en dm.








Ayer comencé a realizar algunos ejercicios del curso. La verdad es que me están siendo de gran utilidad, porque me ayudan a comprender mejor la organización de las universidades alemanas, con términos como Versuchsbeschreibung o Protokoll, que siempre había oído pero nunca había entendido del todo. Es curioso observar cómo tienen tropecientos mil tipos de clases (que si Vorlesung, Seminar, Hauptseminar, Übung…).  

Hoy me toca pasar de nuevo la noche a solas con los niños. En realidad una vez están en la cama hay paz y tranquilidad. La odisea es que consigan quedarse allí. Me toca leerles tanto a la niña pequeña como al niño pequeño un cuento cada noche. Esto supone que para cuando me voy a dormir tengo la lengua de trapo y me he quedado prácticamente sin saliva. Siempre me toca lidiar con la pequeña, porque insiste una y otra vez en que le lea más de uno, todo por retrasar el momento de irse a dormir. Como siempre me niego, la retahíla de frases que siguen son algo así como: Du bist so gemein und böse… blabliblub. Pero con ella la única solución es mantenerte inflexible, de lo contrario se te acaba subiendo a la chepa y ya no hay quien la domine.

A 4 de julio y la lluvia se resiste a abandonar. La previsión para el fin de semana es de buen tiempo, a ver si es cierto. 

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