La tranquilidad de las calles arequipeñas fue el contrapeso ideal para olvidarnos del ajetreo de Lima. Arequipa nos recibió de buena mañana, tras un trayecto nocturno en bus desde Ica. Debido al riesgo sísmico, todos los edificios de la segunda ciudad más poblada de Perú son bajos, y muchas de las fachadas están construidas de piedra volcánica blanca. La arquitectura de disimulada altura contrastaba con los protagonistas del telón de fondo: los volcanes Misti, Chachani y Pichu Pichu.


Muchas casas, incluido nuestro hotel (La Casa de Melgar), encerraban entre sus paredes un pasado colonial. Cada vez que íbamos a nuestra habitación, descubría un nuevo objeto que captaba mi atención, como las destiladeras de piedra, que antiguamente actuaban de filtro para poder beber el agua de la lluvia. Por las mañanas, desayunábamos en un inmenso jardín salpicado de hortensias y rosales, y tan solo se escuchaba el canto de algún que otro pájaro. Tras el desayuno, nos poníamos en marcha para ir al mercado de San Camilo, donde siempre había gran bullicio. Aquí llegamos a presenciar una misa en directo en la que el cura cantaba canciones y los feligreses se reunían en un corro impidiendo el paso. No muy lejos de allí probamos el queso helado de Doña Rosa, un delicioso postre arequipeño elaborado con leche, coco, vainilla y canela. Debe su nombre a la similitud con las lascas de queso, dado que se sirve helado, superponiendo las capas de leche cuajada una encima de la otra.


Uno de los mejores descubrimientos fue la azotea de la cafetería Mi Kcao, en pleno centro histórico. Con vistas a la cumbre nevada del volcán Chachani, fuimos con la idea de presenciar el atardecer y endulzarnos la noche con una taza de chocolate caliente. Los cálidos colores de la puesta de sol eran similares a las murallas rojas del monasterio de Santa Catalina, donde los geranios y las paredes encaladas traían al recuerdo el sur andaluz. En este enorme convento vivían monjas de clausura de familias adineradas, que disfrutaban de lujos poco usuales para el estilo de vida conventual, como varias criadas. En uno de los claustros, vimos cómo un pequeño colibrí libaba el néctar de la flor nacional de Perú: la cantuta.












Dejamos atrás la ciudad blanca para adentrarnos en el Valle del Colca, donde vimos a las elegantes vicuñas. Es muy difícil obtener su preciada lana, ya que deben esquilarse en poco tiempo para que no se estresen demasiado y mueran durante el proceso. En esta zona de desiertos alpinos, también vimos llamas, guanacos y alpacas. En el pueblo de Chivay, a 3.635 metros sobre el nivel del mar, visitamos los baños termomedicinales Roka, con piscinas de cobre y azufre de hasta 40 grados de temperatura. Nos llamó la atención que en las calles de Chivay había algunas personas que llevaban mascarilla. Nuestro guía nos explicó que el covid había causado grandes estragos en esta pequeña localidad, y que allí se decía que estas personas padecían el «síndrome de la cara vacía».


A la mañana siguiente, presenciamos el vuelo del majestuoso cóndor, que se desplazaba aprovechando las corrientes térmicas del profundo cañón. Estas aves pueden vivir hasta 65 años y pueden llegar a medir unos tres metros con las alas desplegadas. Al igual que los pingüinos Humboldt, son animales monógamos, y tienen crías cada tres años, uno de los motivos por los cuales están en peligro de extinción. Ese mismo día, nos dirigimos a la ciudad de Puno. Durante el trayecto nos cruzamos con un grupo de flamencos que buscaban alimento en la laguna de Salinas.











Llegamos a Puno cuando empezaba a oscurecer, y nuestro anfitrión nos recogió en barco para atravesar el lago Titicaca. Nuestro alojamiento era una cabaña con terraza en una de las islas flotantes de los uros, un pueblo preincaico. Estas islas se edifican con totora, un junco que crece en la superficie del lago Titicaca. Todo está elaborado con esta planta acuática: los barcos (construidos imitando la forma de animales como el puma o el pato), las casas, los objetos, las artesanías… Habitar en las islas de totora fue una experiencia inolvidable, pero se vio entorpecida por las incomodidades relacionadas con de la altitud y la sequedad del aire. Nunca antes en mi vida había tenido la piel tan seca pese a aplicarme crema hidratante día y noche.


Una de las excursiones que realizamos fue a la Isla de Taquile, que me recordó a una isla griega despoblada. Aquí, el lago Titicaca se asemejaba al mar Mediterráneo por su color azul turquesa. Las ovejas que pastaban por la isla tenían las patas atadas para no invadir el territorio vecino. En la isla volvimos a ser testigos de una de las paradojas que más nos ha molestado durante nuestro viaje. Muchas de las tradiciones peruanas se mantienen gracias al turismo, por lo que es una conservación forzada que no nace del propio interés cultural del pueblo en sí. En un pueblo del valle del Colca, por ejemplo, había niños y niñas que danzaban en la plaza esperando recibir monedas, pues estas eran el único aliciente para seguir representando su baile tradicional. Se trata de una cultura que ha nacido de forma orgánica, pero que se mantiene de forma artificial.


Si llegamos al lago al atardecer, nos volvimos a despedir de él también en el ocaso. En la estación de Puno nos esperaba un bus nocturno con el que pondríamos rumbo a nuestro siguiente destino: la ciudad andina de Cuzco.









 

El cielo de la capital peruana casi siempre amanecía color ceniza. «Lima la gris», dijo uno de los conductores de Uber, sin tener demasiado claro a qué poeta citaba. Fachadas apagadas, caos urbano y un Pacífico plomizo. Sin embargo, a veces, bastaba con girar una esquina para toparse con una buganvilla púrpura o un mural que rompía la monotonía cromática. Las vistas de nuestro apartamento eran verdes: el gran ventanal daba al parque Francisco Changanaqui, repleto de perros con sus respectivos dueños. En el centro del parque había un Cristo acristalado, si se me disculpa la cacofonía: estaba encerrado en una campana de vidrio que me recordó inevitablemente a Sylvia Plath. En el portal de una casa cercana a nuestro apartamento, un cartel rezaba: «Somos católicos. Dios lo sabe y nos ama». Un conductor de autobús tenía el rostro de la Virgen María en la bola de la caja de cambios, por lo que su fornida mano sudada se cernía sobre la imagen de la Virgen cada vez que cambiaba de marcha. La religiosidad latinoamericana hacía acto de presencia en los lugares más insospechados, rozando lo esperpéntico.

En el Malecón de Miraflores, el viento soplaba con fuerza y sacudía las plantas del acantilado. Los surfistas se arracimaban cerca de la costa para tomar algunas tímidas olas, ya que el océano no estaba demasiado embravecido. Con sus neoprenos oscuros, recordaban a grupos de leones marinos en busca de pescado. Por mucho que Miraflores fuese el barrio turístico por excelencia, nosotros nos quedamos con Barranco. Pero, como todo en Lima, el atractivo del barrio no residía en la belleza impoluta de calles de catálogo, sino que estaba lleno de aristas. La cúpula de una iglesia, por ejemplo, había sido conquistada por una bandada de buitres y estaba prácticamente cayéndose a trozos. Central, el mejor restaurante del mundo, está custodiado por varios seguratas y rodeado por un muro, por lo que su exterior recuerda al de una cárcel. A pocos minutos a pie, en el Museo de Osma, nos quedamos maravillados ante un armario revestido de pequeñas placas de concha de nácar y carey que antaño fue utilizado como mueble bar.





Lima es apagada, pero su gastronomía es vibrante. Nuestra mejor comida fue en el restaurante Mérito, un local que nos dejó boquiabiertos (sobre todo al desconocer que se encuentra entre los mejores del mundo). La presentación de los platos era exquisita, y cada bocado era un estallido de sabores desconocidos. Por mencionar algunos de los platos que pedimos: canapés de amaranto con tartar de pescado espolvoreado con remolacha y decorado con pétalos de caléndula, maíz (o choclo, como allí lo llaman) a la brasa con una crema de ají y queso, ceviche con tomate verde y huacatay, un pastel elaborado con la piel del maíz ―relleno de café y coronado con helado de lúcuma y miel de yacón― y un  postre de coco con distintas texturas ―rematado con una oblea negra crocante, elaborada a partir de las cenizas del propio coco carbonizado―.




Una noche, sin comerlo ni beberlo, nos adentramos en pleno barrio chino. El bullicio y caos se asemejaban a un mal viaje bajo los efectos de algún estupefaciente. Entramos en un centro comercial donde había dos plantas dedicadas a tratamientos de estética. Todos los establecimientos eran iguales y mostraban imágenes idénticas de uñas encarnadas, hongos y pestañas postizas. Éramos los únicos turistas en aquellas calles anárquicas con luces cegadores y sonidos estridentes. Fuera, se sucedían los puestos ambulantes de anticuchos, carne asada y choclo con queso. Había algún que otro niño que, en mitad de aquel desmadre, vendía piruletas para ganas algunos soles.

Nuestro viaje prosiguió en dirección sur, para visitar la Reserva Nacional de Paracas, donde nuestro guía nos explicó la historia de la cultura paracas, quienes practicaban trepanaciones craneanas. La arena, nada compleja a simple vista, estaba compuesta de piedrecitas de cuarzo, yeso, hierro, fósiles con forma de caracola… En algunas playas, encontramos huesos de leones marinos, y los ostreros americanos correteaban por la orilla en busca de moluscos. En Islas Ballestas, avistamos leones marinos, pingüinos Humboldt y otras aves productores de guano, como las gaviotas dominicanas o los cormoranes. También vimos cormoranes en el Amazonas, pero se trataba de cormoranes neotropicales cuyos graznidos se asemejaban al gruñido de un cerdo. Pero eso ya es material para otra entrada. El oasis de Huacachina fue nuestra última visión antes de partir hacia Arequipa, la ciudad blanca.









 

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