Raro es el otoño alemán en el que no hay alguna semana con lluvia sin descanso. Es entonces cuando empieza a sonar a cuento esa frase tan repetida como verdad universal: “el cielo es azul”. Pero son sin duda las temporadas así, donde el panorama que nos ofrece la ventana bien podría ser una imagen estática, las que tanto se prestan a desempolvar todas aquellas lecturas pendientes de la estantería. Hace poco me chivaron la existencia de una joya en Internet: https://www.rebuy.de/, un sitio web que les da un respiro a los bolsillos de todos aquellos compradores compulsivos de libros. Mi novio entra dentro de esta categoría de personas, así que le encargué que me pidiese algunos ejemplares que llevaba tiempo queriendo leer. Cuál fue mi sorpresa al encontrarme en su apartamento una pila descomunal de novelas, muchas más de las que le había mencionado. Como no pude resistirme a comenzar con la lectura de varios, me propuse reflexionar acerca de ellos, aunque tan solo les dedicase unas líneas; evitando así uno de los problemas que entraña devorar libros: olvidar todo con la misma rapidez.




„Ah, Venedig! Eine herrliche Stadt! Eine Stadt von unwiderstehlicher Anziehungskraft für den Gebildeten, ihrer Geschichte sowohl wie ihrer gegenwärtigen Reize wegen!“

La Venecia que Thomas Mann retrata es una ciudad bien distinta a la que nos acogió hace un mes. Aunque, bien mirado, esto podría afirmarse de todos los lugares turísticos. La atracción que esta ciudad a orillas del Mar Adriático ejerció en tantos artistas se ve mermada por las bandadas de turistas, quienes desfilan por los estrechos callejones como hormigas en procesión. Pese a la alta concurrencia –agravada por los numerosos cruceros que tienen la isla como destino–, es innegable que la ciudad tiene mucho que ofrecer. Cuando el sol comienza a descender y las nubes se tiñen del rosicler que anuncia el fin del día, muchos visitantes abandonan la ciudad y es posible imaginarse qué aspecto tenía esta antes de la masificación turística.
El pasado 16 de agosto regresé a un lugar que siempre recuerdo con mucha añoranza: el Goethe-Institut de Göttingen. Fue aquí donde hace cinco años (apenas puedo creerlo) asistí a un curso intensivo de alemán durante cuatro semanas, gracias a una beca que obtuve al ganar un concurso de redacciones. El motivo de mi visita fue la fiesta de despedida que se organizaba, ya que la institución se ha visto obligada a abandonar su idílico emplazamiento en la Fridtjof-Nansen-Haus, una mansión que bien podría haber salido directamente de algún cuento de los hermanos Grimm. Pese al agrio sabor que todas las despedidas dejan tras de sí, me alegró mucho poder decirle adiós a un sitio que tanto ha llegado a significar para mí. 




Parece mentira que ya hayan transcurrido más de tres semanas desde que me apeé en la estación principal de Fráncfort. El 31 de julio puse rumbo a la ciudad financiera, llevando a rastras un pesado maletón al que no le vendría mal otra hilera de ruedas para hacer más llevadero su transporte. Como ya comenté en una entrada anterior, me he venido aquí para realizar unas prácticas de traducción durante dos meses en una agencia estatal, centrada en el desarrollo sostenible y la cooperación técnica. Por el momento, estoy muy contenta con esta organización, ya que el ambiente de trabajo es muy agradable y las tareas no son en absoluto monótonas. Está siendo una buena oportunidad para tocar otros ámbitos que en la carrera apenas se ven, como la gestión de proyectos o el control de calidad de las traducciones. Además, la temática es muy variada y comprende desde informes en materia de medioambiente hasta boletines de prensa sobre programas educativos en países emergentes.


Ha pasado ya más de medio año desde que estuvimos por Berlín la última vez.  El 31 de diciembre, a falta de tres horas para que redoblasen las campanas en la Puerta del Sol, aterricé en el insulso aeropuerto de Schönefeld –qué despropósito de nombre, dicho sea de paso–. Mi viejo amigo el frío quiso hacer de las suyas, pero yo ya iba con un abrigo puesto y con otro en mano (gajes del limitado equipaje de mano y de la diferencia de precios entre el Zara alemán y el español). Mi sorpresa de bienvenida fue una Berliner Kindl medio vacía, una cerveza con nombre de libro electrónico que tampoco es para tirar cohetes… Eso sí, los cohetes llegaron después. Había olvidado que los alemanes se ponen falleros el último día del año como los que más, así que tuvimos traca hasta las tantas (bis in die Puppen, como dirían por aquí) y un agradable olor matutino a pólvora.




«Vivían en una realidad estrecha y horrenda, entre la oficina y el hogar, entre el tranvía y el restaurante, entre la boda y el entierro».
Dos ciudades, Adam Zagajewski.



El  otro día me enteré de que el poeta polaco Adam Zagajewski había obtenido el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2017. Deleitada por la casualidad de leer en la prensa el nombre de un autor al que hace poco tuve la suerte de descubrir, permanecí más tiempo de lo normal en la Mensa tan solo para leer la noticia por completo. En semanas como estas, me toca obligarme a dedicarle tiempo a actividades para las que creo estar demasiado ocupada. Son un respiro necesario en una rutina acelerada que, de lo contrario, terminaría por ahogarme. 


Una de las metas de cualquier estudiante de un idioma extranjero es llegar a mantener conversaciones cotidianas con fluidez. Para lograr dicho propósito, los materiales didácticos solo nos muestran la mitad del camino, ya que el foco de atención suele colocarse en las reglas gramaticales y el vocabulario. No son pocos los casos en los que el estudiante es capaz de escribir una redacción intachable sobre el uso de las energías renovables y, a la hora de charlar con otros nativos sobre temas más banales, la inseguridad se apodera de su lengua y le cuesta salir del paso ―o no logra expresarse con la naturalidad que le gustaría―. La perseguida soltura se va adquiriendo tras cierto tiempo viviendo en el país donde se habla esa lengua, a base de escuchar a los nativos y de ir automatizando las expresiones que emplean en determinadas situaciones. Aun así, conocer de antemano algunos rasgos del alemán oral puede ser muy útil para facilitarnos la difícil empresa de dominar este idioma.
Estas vacaciones de semestre las he pasado a orillas del Mediterráneo: dos semanas en mi natal Valencia, evitando el agobiante ambiente de las Fallas, y una en Ibiza, destino estrella de los amantes de la vida nocturna con acento español. He de confesar que esta isla nunca me había atraído demasiado, en gran parte porque no soy partidaria de los retiros de sol y playa donde el principal pasatiempo consiste en untarse con crema solar hasta los entresijos de los dedos del pie y en freírse la piel de manera uniforme, evitando así el temido acabado “fresa y nata” que tan extendido está en la comunidad de veraneantes guiris. Aun así, tras un semestre cargado de exámenes (he cursado un total de 9 asignaturas por desajustes del recién implantado plan de estudios de mi máster), la idea de relajarme en una isla cercana en temporada baja fue ganando en atractivo.

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