Cuando la oscuridad se cernía sobre la selva amazónica, no se distinguía con tanta claridad el río Yanayacu, pardo ya de por sí debido a los minerales que arrastra procedentes de las montañas de la sierra. El curioso canto de la oropéndola, que recuerda al de una gota estrellándose contra el agua en una gruta, retumbaba con fuerza en nuestra cabaña, y sin duda era una melodía más hipnótica que el graznido matutino de las bandadas de cormoranes, que podía confundirse perfectamente con el gruñido de una piara de cerdos. Podría decirse que las aves son las protagonistas de la fauna amazónica: gaviotas bolivianas, pájaros monja, gavilanes moneros, garzas, ayaymamas camuflados en los troncos de los árboles, el prehistórico shansho, tucanes…

 

Los anfibios se avistaban mejor de noche, como una rana toro que se quedó inmovilizada por la luz de nuestras linternas y cuyo tacto recordaba al del cuero mojado, o una ranita de colores estridentes que nos acompañó durante uno de los trayectos nocturnos en bote. En cuanto a los mamíferos, vimos dos perezosos (aunque nunca su cara, ya que estaban encaramados a las ramas de los árboles, adormecidos por el efecto de los alcaloides que consumen constantemente). También observamos de cerca dos capibaras a orillas del río, así como a distintos tipos de primates: monos leoncitos (los más pequeños del mundo), monos capuchinos, monos aulladores (no llegamos a verlos, pero sí que los escuchamos de lejos; recordaban a un felino enfurecido), monos araña… En la corteza de algunos árboles se podían reconocer los arañazos infligidos por algún que otro jaguar para afilarse las uñas.


En una de las primeras incursiones en bote, cuando faltaban pocas horas para el atardecer, fuimos a pescar con rudimentarias cañas. Engarzamos trozos de pollo como carnaza ,y la mayoría de las veces el cebo desaparecía en cuestión de segundos sin tan siquiera notarlo, pero aun así logré pescar dos pirañas de lomo anaranjado. De vez en cuando había que limpiar la hélice del motor del barco, ya que las lechugas acuáticas se quedaban enganchadas y nos impedían continuar avanzando. Entre las lechugas, a veces se podía entrever un caimán blanco o una iguana acuática.  En el pueblo de San Juan, visitamos los niños en la escuela. Había pollitos correteando por todas partes que se escondían debajo de las cabañas, y los niños los cogían con las manos y los soltaban de nuevo. En mitad del poblado había un gran campo de fútbol en el que todos los habitantes se reunían para echar algunos partidos.

 

Nuestra última noche en el Amazonas fue en la ciudad de Iquitos, un enclave caótico donde los haya. Sus numerosos motocarros y el sofocante calor tropical me recordaban a algún país asiático como Filipinas o Tailandia. Para recuperarnos de nuestra estancia en el lodge de la selva, nos alojamos en la imponente Casa Morey: un antiguo edificio colonial de habitaciones inmensas, con techos altos y suelos de azulejo importados de Portugal. La decadencia se ha apoderado de Iquitos, y poco queda ya de los prósperos años del caucho; ahora, la capital amazónica no es más que un recuerdo oxidado de lo que fue. Los edificios coloniales franceses están al borde del derrumbe, en las calles hay boquetes sin tapar, abundan los perros callejeros y, en el famoso malecón que da a la selva, no queda nada de la gloria de antaño, sino alguna que otra alma perdida, víctima de la adicción, que pregunta a los turistas si conocen tal sitio para guiarlos hasta allí a cambio de unos soles.

 

En el mercado de Belén, es mejor no adentrarse si eres de estómago sensible. Las mujeres descamaban el pescado en medio del calor sofocante, exponiendo sus cabezas y vísceras, sobra las que revoloteaban algunas moscas. Había trozos de carne extendidos sobre los mostradores (a veces ofrecían incluso carne de caimán); ni rastro de hielo ni refrigerante para salvaguardar unos estándares mínimos de higiene. Algunos vendedores ofrecían bebidas fermentadas, cuyo color se asemejaba al del agua del Amazonas, en botellas de plástico reutilizadas.

 

Esta fue la última parada de nuestro viaje en Perú. Tras tres semanas de recorrer distintos ecosistemas y disfrutar de las maravillas naturales del país de los incas, nos despedimos de este rincón de Latinoamérica con la mochila cargada de recuerdos para comenzar un nuevo capítulo en la capital alemana.













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