La humedad colapsaba el ambiente: tanto por el vapor de agua que emanaban las alcantarillas como por la proximidad al océano Atlántico. El aire acondicionado funcionaba a toda potencia en muchos locales y medios de transporte. Por las noches, dormíamos con las ventanas abiertas, y se oía claramente el canto de las cigarras. Las ventanas de nuestro estudio daban a un jardín trasero con un manzano del que pendían dos únicas manzanas. La vista quedaba parcialmente tapada por la negra escalera de incendios adosada a la fachada. Nos alojamos en Bedford–Stuyvesant (Brooklyn), en un edificio cuya puerta principal era roja, custodiada por dos pequeños dragones chinos del mismo color.


Con el jetlag pesando como una losa sobre los párpados, el primer día tuvimos la energía justa para ir a DUMBO. Probamos las famosas hamburguesas de Shake Shak y contemplamos desde abajo el puente de Brooklyn. Al día siguiente amaneció lloviendo, y aprovechamos el madrugón que nos regaló nuestro sueño descompensado para ir a Times Square. Éramos prácticamente los únicos que acudían a esas horas, así que las luminosas pantallas publicitarias resultaban todavía más impactantes. Cuando visitamos la biblioteca pública, tuvimos que fingir que íbamos a leer para poder acceder a la Rose Main Reading Room. Cogí al azar un libro, que resultaron ser los viajes en Italia de Goethe, y tomé asiento en una de sus alargadas mesas de roble. Poca atención le dediqué al libro; me pasé el cuarto de hora contemplando el gran mural del cielo y las ostentosas lámparas colgantes. Siguiendo con la arquitectura imponente, fuimos hasta la Grand Central Station, cuyo vestíbulo principal estaba inundado de pasajeros que iban de un lado para otro para coger los trenes de cercanías. Pese a la amplitud de la estancia y la imponente bóveda aguamarina, el edificio resultaba acogedor gracias a su iluminación cálida, que contrastaba con la frialdad del cielo plomizo de aquel día.




La lluvia constante nos obligó a buscar un plan a cubierto, por lo que nos desplazamos hasta el museo del artista ruso Nikolái Roerich, cerca del Riverside Park. Este museo fue anteriormente una vivienda, de manera que las obras del pintor están enmarcadas en un ambiente hogareño y apacible, lejos del bullicio neoyorquino. No había nadie más durante nuestra visita, por lo que pudimos disfrutar a solas de la vibrante paleta cromática del pintor.


El tercer día nos desplazamos hasta Chelsea, decididos a buscar algunos tentempiés de comida callejera. En el Chelsea Market probamos unos tacos y quesadillas de la franquicia Los Tacos No.1, y después degustamos el famoso sándwich de langosta de Luke’s Lobster en Union Square Park. Esta plaza estaba llena de jugadores de ajedrez que jugaban a cambio de dinero y ardillas que ocultaban sus bellotas en el césped. Para rematar la comida, fuimos hasta la famosa tienda de galletas Levain Bakery, concretamente a su filial en Nolita. El peso de las galletas era considerable, lo que ya anunciaba de antemano su contundencia, pero un solo bocado bastaba para confirmar su merecida fama, debida sin duda a la perfecta combinación de trocitos de chocolate y mantequilla que se derriten nada más entrar en contacto con el paladar. De vuelta en Chelsea, recorrimos el barrio desde las alturas caminando por el High Line, un paseo en alto cubierto de vegetación que me recordó mucho al Coulée verte en París.







Una de las experiencias inolvidables del viaje consistió en acudir por la noche a un concierto privado en una vivienda de Chelsea, gracias a la plataforma Sofar. Desconocíamos los tres artistas que actuarían, pero nos quedamos sorprendidos por la voz de la primera cantante y la positividad que desprendía la segunda, que actuó en solitario con un ukelele. Otra de las noches pasamos una velada entretenida en el Comedy Cellar, uno de los locales de comedia más conocidos de la ciudad, ya que muchos de los monologuistas saltan a la fama o ya gozan de bastante popularidad.


Paseamos por las concurridas calles de Chinatown, repletas de tiendas de comestibles y escaparates que mostraban crustáceos vivos (como en las pescaderías de España, vaya); deambulamos por los bohemios rincones de Greenwich Village, donde compré un libro en una bonita librería llamada Three Lives & Company; vimos las luces de la ciudad desde la azotea del Empire Estate; nos maravillamos ante el tamaño de los dinosaurios del Museo Americano de Historia Natural; recorrimos Central Park en bici, donde por suerte el camino siempre era cuesta abajo; cogimos el ferry hasta Staten Island para divisar mejor la Estatua de la Libertad; degustamos las deliciosas tortitas de Sunday in Brooklyn, cubiertas de una salsa de sirope de arce, chocolate y avellanas; comprobamos los contrastes de Williamsburg, donde las tiendas de segunda mano y las cafeterías hípster conviven con la comunidad de judíos ortodoxos más grande fuera de Israel; cruzamos el Puente de Brooklyn al atardecer y contemplamos mejor la silueta de la ciudad detrás de los cristales de The Edge.










Uno de los días de los que mejor recuerdo mantengo fue el de la excursión a Coney Island. Visitar Coney Island fue un curioso salto en el tiempo. El cielo amaneció nublado y chispeaba a ratos, por lo que el mítico parque temático Luna Park estaba más vacío que de costumbre. Desde la Wonder Wheel pudimos contemplar mejor el paseo marítimo y la costa del Atlántico, poblada por algunas bandadas de gaviotas y unos pocos bañistas. Las atracciones y los rótulos neón tenían el encanto hollywoodiense y ligeramente estrambótico de principios del siglo XIX. Antes de despedirnos, acudimos a un espectáculo (Coney Island Circus Sideshow) en el que actuaban escupefuegos, tragasables, acróbatas y payasos. La mascota del espectáculo, un gran gato atigrado de temperamento relajado, paseaba por el escenario con una parsimonia envidiable, como si el público, los gritos de júbilo y los aplausos no existiesen.


Es difícil que la ciudad que nunca duerme te deje indiferente. Regresamos a Alemania con la maleta llena de regalos y recuerdos, quizás con la ligera sospecha de que aquello no podía ser un adiós definitivo, porque Nueva York es demasiado inabarcable como para tener la sensación de que no hace falta regresar.









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