Llegamos
a Génova al atardecer. Mientras arrastrábamos nuestras maletas por el puerto,
el cielo se teñía paulatinamente del color del azafrán, al tiempo que los mástiles
de los barcos se ensombrecían. El casco antiguo estaba repleto de callejones tortuosos
y estrechos, y a ambos lados se erigían edificios de fachada ocre y alargadas
contraventanas verde bosque. Nuestro acogedor apartamento se encontraba a pocos
metros de la famosa Piazza de Ferrari, y estaba decorado con todo tipo de
cuadros marítimos y planos antiguos de la ciudad. En medio del dormitorio, que
también hacía las veces de salón al tratarse de un estudio, había una bonita y
antigua silla de madera.
Caminamos
cuesta abajo atravesando los soportales de la Via XX Settembre en busca de un
restaurante donde cenar. Nos decantamos por Manu cucina e vino, situado en
mitad de una calle empinada. Tomamos asiento en una estancia de paredes blancas,
vigas de madera oscura e interminables hileras de botellas de vino sobre
estantes elevados. Empezábamos el viaje como debía ser, degustando la famosa gastronomía
de la región de Liguria: marisco a la plancha, pesto verde elaborado con
abundante aceite de un intenso sabor afrutado y piñones tostados, pinchos de
carne en su punto acompañados de finas lonchas de hinojo…
Por
las mañanas, varios pintores de avanzada edad colocaban sus cuadros delante de
la imponente catedral gótica de San Lorenzo. Pese a la majestuosidad de las
plazas principales, los rincones con más encanto de la ciudad eran plazas más
modestas, ligeramente escondidas detrás de las tortuosas callejuelas, como la Piazza
delle Erbe y la Piazza San Donato. En muchas esquinas había pequeños santuarios
con vírgenes de piedra, conocidos como edicole.
Buscando
la avenida marítima Corso Italia, nos cruzamos con un libanés afable que viajaba
en solitario. En su compañía, recorrimos este amplio paseo a orillas del mar
hasta llegar al barrio de Boccadasse, que antiguamente fue un pueblo pesquero.
La pequeña playa de guijarros no tenía nada que envidiar a cualquier cala de
los famosos pueblos de Cinque Terre, cuyo denominador común son las casitas
rosáceas y los barcos de madera. Después de saciar el hambre con un plato de tallarines
con tinta de sepia y una generosa bola de helado de pistacho, cogimos el tren para
legar a Nervi y pasear por Anita Garibaldi, un recorrido que bordea la costa. Pese
a tratarse del mar Mediterráneo, el oleaje rompía con fuerza en el roquedal.
Llegado cierto punto, bajamos por unas escaleras para contemplar mejor el mar embravecido,
desde donde avistamos un cormorán en busca de peces.
La
mañana del cumpleaños de M., entramos en la catedral muy temprano, por lo que
solo había un único hombre rezando en uno de los bancos de madera. Desayunamos
cruasanes con un fuerte sabor a mantequilla en una cafetería de decoración
clásica, cuyo camarero nos confesó que había vivido hacía muchos años en
Barcelona, donde había aprendido a hablar catalán. Visitamos el Parque Villetta
Di Nero, lugar que Friedrich Nietzsche había podido observar desde su
apartamento en Génova, en el que pasó varios inviernos. De camino al famoso cementerio
Staglieno, vimos un par de jabalíes en el cauce del río, que estaba
completamente seco. Un día más tarde, un camarero nos explicaría que la
sobrepoblación de jabalíes tenía que ver con la pandemia, dado que la gente ya
no iba a cazar tan a menudo y los animales bajaban desde las montañas para
buscar alimento en la ciudad. Llegamos al cementerio poco antes de que
cerrasen. Situado en una alta colina, este singular cementerio impresionaba por
su frondosa vegetación, que contrastaba con las flores de plástico depositadas
sobre las lápidas. A pocos metros, una joven de pelo rizado lloraba y besaba la
tumba de su padre. El 19 de marzo también es el Día del Padre en Italia.
Los
puestos del Mercato Orientale exhibían todo tipo de hortalizas y frutas frescas que inundaban el aire de olores embriagadores. En nuestro interés por
probar más productos locales, compramos más de un kilo de tomates, fresas y un
hinojo bien grande, el cual M. se comió crudo mientras paseábamos de vuelta al
apartamento, antes las miradas escandalizadas de algunos viandantes. En una
pequeña plazoleta repusimos fuerzas con más platos típicos de la región: lasaña
de pesto, gambas y calamares rebozados, sepia con guisantes… El local era un
bullicioso restaurante denominado Zimino, frecuentado también por muchos
genoveses. Por la tarde, cogimos el tren a Portofino, un pueblo situado a
orillas de una idílica bahía, que en el pasado recibió visitas de múltiples celebridades
de la talla de Humphrey Bogart o Ava Gardner. Las fachadas de las casas eran en
tonos pastel y el agua presentaba un espectacular brillo iridiscente turquesa
por la luz del sol que incidía en ella. Las vistas desde la terraza del
Castello Brown eran dignas de una postal, sobre todo teniendo en cuenta que
apenas había turistas por ser temporada baja.
Regresamos
a Friburgo atravesando Suiza en tren, lo que nos permitió admirar de nuevo las
inmensas montañas y lagos de este pequeño país, que contrastaban fuertemente
con los paisajes a los que la Riviera Italiana nos había tenido acostumbrados
durante aquel fin de semana extendido.
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