Los tomates que planté este año en el balcón reciben, en mi opinión, un nombre muy poético, digno de un perfume: Indigo rose. Son de color azul oscuro, ligeramente violáceo, y les ha llevado todo el verano madurar. Todavía quedan algunos rezagados que penden de las ramas, desafiando la ola de frío que ha llegado a Berlín, aunque dudo que logren resistir mucho más. Pero sería mentir si dijese que no me gusta el otoño. Es una estación repleta de comienzos y propósitos, quizás más aún que el mes de enero. Me apunté, por ejemplo, a un curso de pintura de motivos botánicos. Llevo un tiempo practicando con las acuarelas, y he descubierto que me relaja mucho pintar motivos florales e insectos. También me he aficionado a realizar doodles con rotulador, porque me gusta fijarme en los detalles de algunos objetos. De hecho, siempre se me ha dado mejor dibujar los detalles que estructuras más generales, de ahí que el curso de botánica fuese un auténtico desafío para mí, sobre todo por tener que trabajar con objetos reales y abstraer las formas geométricas para poder tener un punto de partida.
Cuando las bajas temperaturas y la humedad llegan a Alemania, también me da por leer más. Actualmente estoy leyendo tres libros que me han convencido desde las primeras páginas: A tree grows in Brooklyn (Betty Smith), A separate peace (John Knowles) y TOKYO: Fragmentos (Leopold Federmair). En mi intento por limitar mi ingesta de café a una taza al día, me he aficionado a acompañar las lecturas con una infusión que nunca antes había probado: el té verde tostado hōjicha. Su sabor a nuez y suavidad es reconfortante e ideal para los días de otoño más fríos.
A finales de septiembre pasamos una semana en el apartamento de Cullera. Los amaneceres allí alivian todo posible atisbo de tristeza. La disposición de las nubes siempre es distinta, y cada día que pasa, el disco cegador que es el sol mediterráneo sale un poco más tarde. Con las gafas de esnórquel en la mochila, ponemos rumbo al sur de la Comunidad Valenciana. Las calas pedregosas de Jávea están bañadas por aguas azul turquesa. En la falda de un acantilado hay un arco natural esculpido en roca blanca, como si diera entrada a un poblado a orillas del mar. La ruta de esnórquel en Caleta de Dins es corta, pero nos permite ver obladas y otros pececillos de menor tamaño. Nos adentramos en medio de un banco de sardinas que se dispersan en todas direcciones en cuanto nos acercamos. Lo que más me gusta del esnórquel, aparte de nadar cerca de los peces, es el silencio prácticamente absoluto, cortado solo por la propia respiración. Cuando la sombra nos obliga a salir del agua, ascendemos calles cercadas por buganvillas hasta alcanzar el Cap Negre, desde donde se observa la imponente costa alicantina y se respira el purificador olor a pinar.
Otro día, comemos arròs del senyoret junto a un canal en el antiguo pueblo pescador de El Palmar. Un labrador negro se pone loco de contento al darse cuenta de que su amo haya regresado, y salta a la barca cubierta de redes enmadejadas. Observamos el atardecer en L´Albufera, pero estamos rodeados de turistas escandalosos, así que no podemos disfrutarlo igual que los amaneceres apacibles desde el balcón, donde solo se escucha cómo las olas del mar rompen en la arena.
Nos perdemos por las angostas calles del centro de Valencia y probamos, al fin, el menú de Kamon, creación del chef Hiro Suzuki. No nos decepciona. En el antiguo cauce del río, hay un chico que toca el saxofón o, mejor dicho, practica la escala con él. El último atardecer lo contemplamos desde la colina del castillo de Cullera, y es aquí donde nos despedimos ya definitivamente del verano hasta el próximo año.
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