El fin de semana pasado emprendimos un viaje en coche hasta el norte de Polonia para asistir a una boda casubia. Salimos el viernes por la mañana, atravesando paisajes de bosques y lagos que ya anunciaban la transición del verano al otoño. En ruta paramos en Kołobrzeg, junto al mar Báltico, para recuperar energías. Elegimos el restaurante Domek Kata, de ambiente tradicional. Sus vigas oscuras, escalinatas de madera y retablos tallados recordaban a una casa noble de Edad Media. Después, buscamos un café en Palarnia Kawy, famosa por sus rollos de canela. Por desgracia, no quedaba ninguno cuando llegamos, por lo que nos conformamos con una tarta de chocolate al estilo Dubai acompañada de un café.





Por la tarde llegamos al apartamento, en la linde de un bosque poblado de boletus bayos y brezos, a orillas de un lago de nombre impronunciable (Jezioro Borzyszkowskie). En las mañanas reina un silencio sepulcral: solo lo rompe el repicar de las campanas de la iglesia del pueblo vecino. En el primer amanecer, el sol se alza como un disco carmesí entre las copas de los pinos. Decidimos adentrarnos en el bosque con la esperanza de hallar setas valiosas, pero solo encontramos Suillus variegatus, no muy codiciada gastronómicamente, y algún que otro boletus bayo.

El sábado a las 15:00 tiene lugar la misa en la iglesia de madera Parafia św. Katarzyny Aleksandryjskiej de Brzeźno Szlacheckie. Durante la misa, el sacerdote alterna entre polaco y alemán para que todos los invitados —procedentes tanto de Polonia como de Alemania— puedan comprender cada palabra. Al salir, el banquete se celebra en Zagroda Falk, un granero antiguo restaurado que funciona como sala de bodas en plena naturaleza. El banquete nupcial consiste en una sucesión de platos abundantes: trucha ahumada, jabalí a la parrilla, sopa de remolacha, pato asado en salsa de arándanos rojos... Para amenizar la velada actuó un grupo folclórico casubio, que interpretó danzas locales acompañadas por un instrumento muy curioso: el burczybas. Este pequeño tambor tiene a un extremo un mechón de crin de poni, y al frotarlo o humedecerlo se genera un sonido grave, vibrante, como un murmullo profundo.

Al día siguiente se sirven las sobras durante las poprawiny, el segundo día de celebraciones. Ese mismo día regresamos a Berlín. Durante el trayecto por carretera, ya se avistan los primeros árboles áureos y cobrizos que confirman el avance del otoño.












 


La lluvia de las últimas semanas ha teñido los campos mallorquines de un verdor y amarillo intenso. En el interior de la isla se extienden vastos campos en flor, donde los rebaños de ovejas pacen mansamente. Dentro de los límites marcados por bajos muros de piedra hay hileras simétricas de olivos, acompañadas de alguna que otra masía que, muchas veces, parece haber sido abandonada.


El pueblo de Ariany es tan apacible que, por las mañanas, tan solo se oye el gorjeo de los gorriones, que revolotean por los tejados de las casas, cuyas contraventanas verde bosque recuerdan a los edificios de la ciudad italiana de Génova. A pesar de su escasa población, varios habitantes rondan los cien años. El hotel en el que nos hospedamos data de 1887 y aún conserva algunos de los utensilios que se empleaban antaño para la elaboración del vino. El viento agita los limoneros y los cipreses en los patios interiores de las casas, rara vez bañados por el sol estos días. En el pueblo hay tantos cítricos que muchos de ellos acaban esparcidos por el suelo al haberse pasado el punto de madurez. En las mesas del desayuno, tienen una función meramente decorativa.







Uno de esos días de lluvia intermitente, nos dirigimos al mercadillo medieval de Sineu, donde compramos unos botines de borreguito para la bebé. En los puestos al aire libre se venden especias, frutos secos, ropa y todo tipo de utensilios de cocina. También hay un pórtico cubierto en el que los ganaderos de la zona exponen gallos, gallinas, conejos y otros animales de granja para la venta.


Por la tarde, siguiendo la recomendación del recepcionista del hotel, emprendemos una excursión hasta Betlem. Dejamos el coche justo donde el pueblo se acaba y nos adentramos en un sendero llano y pedregoso que nos regala vistas impresionantes de la costa norte de Mallorca. En la vertiente izquierda del camino crecen pinos que parece que vayan a desprenderse de la tierra en cualquier momento. La niebla envuelve las montañas y las cabras salvajes brincan por el sotobosque buscando brotes tiernos entre los arbustos de retama. No bajamos hasta el mirador de Na Clara, dado que estoy a punto de entrar en el tercer trimestre del embarazo y, además, no llevamos calzado adecuado. En todo el recorrido, nos cruzamos solo con un par de senderistas, la mayoría alemanes.







Para visitar los pueblos de Valldemossa, Sóller, y Fornalutx, seguimos carreteras serpenteantes que cruzan la sierra de Tramuntana. La mayoría de las casas presentan fachadas de mampostería, y en algunas de ellas cuelgan farolas de hierro forjado que emiten una luz cálida y suave, incluso a plena luz del día. El entramado de pequeños callejones empinados está adornado con grandes macetas terracotta, llenas de suculentas, ciclámenes y geranios, mientras que en los alrededores crecen olivos, limoneros, naranjos y palmeras. Me quedo fascinada por el encanto rústico de estos pueblos de montaña, pero no puedo evitar pensar en la masificación que debe producirse en temporada alta, pues ya a estas alturas hay muchos autobuses del IMSERSO y turistas ingleses y alemanes.








En Palma, nuestra primera parada es Can Joan de s’Aigo, un local que cuenta con más de 300 años de historia. Nos sentamos en una de sus mesas de mármol blanco y madera, y pedimos dos cafés con leche, acompañados de una ensaimada rellena de nata y otra de crema. A estas alturas, he perdido la cuenta de cuántas veces hemos disfrutado de este delicioso dulce mallorquín. Tras el almuerzo, damos un paseo por el centro, que se ve interrumpido por breves episodios de lluvia. A pesar de ello, seguimos callejeando por el laberinto de calles estrechas, que en muchos rincones me recuerdan al barrio del Carmen en Valencia. Por la noche, nos dirigimos al pueblo de Santa Margalida para cenar. En su plaza principal, los residentes bailan el tradicional ball de bot al ritmo de la música en directo.







Entre mis lugares preferidos de todo el viaje, destacan la cala Magraner y la cala Murta, dos pequeñas playas rocosas algo escondidas, caracterizadas por el azul turquesa de sus aguas. Antes de llegar a la cala Murta, aprovechamos para dar de comer a unos burros las zanahorias blandas que habíamos comprado hacía un par de días en el supermercado de Ariany. No parecen poner pegas al estado mustio de las hortalizas. La última zanahoria se la lleva una cabra que baja a la playa en busca de las peladuras de fruta que los pocos visitantes dejan para estos animales, que habitan las áreas montañosas que rodean la cala.


De regreso a Ariany, hacemos una parada en Pollença, donde subimos los 365 peldaños empedrados del Calvari, que nos conducen hasta una pequeña colina. Aunque la vista desde arriba es impresionante, mi ligamento redondo derecho, algo resentido por el embarazo, me recordó la subida durante el resto del día.


Mallorca ha resultado ser un buen destino para nuestra babymoon. Me quedo con la pureza y la calma de sus paisajes, la belleza intacta de sus pueblos de montaña, los platos baratos de sus restaurantes de carretera y los desayunos copiosos del hotel. Ahora, ya de vuelta en Berlín, solo queda aguardar la llegada de la primavera, que comienza a asomar en los cerezos en flor y las ramas doradas de las Forsythia.












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