lunes, 8 de julio de 2024

La ciudad hanseática de Gdańsk



El casco antiguo de Gdańsk parece haberse mantenido impasible ante el inexorable paso del tiempo. O eso podría pensarse al pasear por sus pintorescas calles, flanqueadas por altas fachadas coronadas por gabletes ornamentados, imponentes iglesias de ladrillo rojo y gárgolas de piedra que canalizan el agua de la lluvia de las tormentas de verano. Esto no podría estar más lejos de la realidad, ya que la urbe fue reducida a escombros durante la Segunda Guerra Mundial. El proceso de reconstrucción fue arduo, y no es de extrañar que muchos turistas se decantasen por Varsovia o Cracovia en detrimento de esta ciudad de nombre impronunciable.

En la calle Mariacka, arteria que une la Basílica de Santa María con el río Motlawa, se suceden unos característicos pórticos conocidos como przedproża, amplias escalinatas de piedra que enmarcan la entrada a los edificios. Bajo el resplandor diurno, los distintos escaparates de las joyerías exhiben hileras de pulseras y colgantes de ámbar en distintas tonalidades. Al caer la tarde, las farolas de gas bañan el suelo adoquinado con una luz similar al de la resina fosilizada. Intentamos descifrar el complejo reloj astronómico de la Basílica de Santa María, pero nos toca recurrir a la placa informativa y a Internet para acabar de comprender su funcionamiento.







Los puestos del mercado al aire libre me recuerdan al mercadillo de Friburgo a los pies de la catedral. Llaman la atención las numerosas bandejas de cartón llenas de frambuesas, arándanos y todo tipo de grosellas (blancas, rojas y negras) ―como en las primeras páginas de la novela Der Geschmack von Apfelkernen―. Los pierogi de Pierogarnia Mandu son la combinación ideal de tradición y modernidad, y una sola ración es suficiente para saciar el apetito (y más que eso). Una noche, cenamos en el espacioso y diáfano Łąka Bar, ubicado en un antiguo recinto industrial. La última noche vamos a Canis, un restaurante algo selecto con paredes de ladrillo visto y diseño moderno, en pleno casco antiguo de la ciudad. Pese a ser comida de diseño, las raciones son copiosas, y el pescado del mar Báltico y la carne de caza local son los protagonistas de la carta.

Llegamos por casualidad hasta el museo de la Segunda Guerra Mundial, albergado en un edificio moderno con una imponente estructura inclinada de color rojizo. Su colección es inmensa, y abarca desde tanques y aviones hasta objetos personales de soldados y civiles. También hay escenarios recreados, como una calle que te transporta a la Polonia de los años 30, antes del estallido de la guerra. 


Tratando de esquivar la tormenta anunciada para la tarde del domingo, cogemos el bus temprano para ir hasta Wyspa Sobieszewska, una isla situada en la costa del mar Báltico. Pese al calor veraniego, decidimos escaparnos al bosque de pinos silvestres junto a la costa, donde prácticamente somos los únicos caminantes. En nuestro intento por meter los pies en el mar, nos damos cuenta de que la arena está ardiendo y de que el sol nos abrasará la piel a pesar de habernos impregnado de protector solar. Aun así, el agua está tan fría que no puedo creerme que tantos polacos estén nadando como si aquello fuese el Mediterráneo. La lluvia predicha acaba llegando durante nuestra última cena en el centro, pero no tenemos prisa, así que esperamos a que amaine para salir más tarde al encuentro de ese aire húmedo y electrizante que se respira tras una buena tormenta de verano.










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