domingo, 23 de julio de 2017

Fin de año en Berlín

Ha pasado ya más de medio año desde que estuvimos por Berlín la última vez.  El 31 de diciembre, a falta de tres horas para que redoblasen las campanas en la Puerta del Sol, aterricé en el insulso aeropuerto de Schönefeld –qué despropósito de nombre, dicho sea de paso–. Mi viejo amigo el frío quiso hacer de las suyas, pero yo ya iba con un abrigo puesto y con otro en mano (gajes del limitado equipaje de mano y de la diferencia de precios entre el Zara alemán y el español). Mi sorpresa de bienvenida fue una Berliner Kindl medio vacía, una cerveza con nombre de libro electrónico que tampoco es para tirar cohetes… Eso sí, los cohetes llegaron después. Había olvidado que los alemanes se ponen falleros el último día del año como los que más, así que tuvimos traca hasta las tantas (bis in die Puppen, como dirían por aquí) y un agradable olor matutino a pólvora.



El primero de enero cayó en domingo, lo que en el 99 % del país equivale a calles vacías y establecimientos cerrados. Por suerte, la capital es la excepción. Si bien no me entusiasman las grandes urbes como lugar de residencia permanente, admito que muy a menudo echo de menos poder presenciar la modesta animación de los días de descanso. Aprovechamos la ocasión para ir a Gottlob a probar el brunch, un bar-cafetería en Schnöneberg. Hubo detalles que dejaron mucho que desear, como la calidad del pan, lo que viene a ser un sacrilegio en Brotlandia; pero el ambiente era bastante agradable. A nuestro lado se sentó otra pareja germano-española con dos niños pequeños, así que no pude evitar prestar atención a las conversaciones. Es una obsesión que tengo: en cuanto me doy cuenta de que hay una familia bilingüe cerca, me quedo escuchando atentamente cómo los padres hablan con los niños y cómo estos responden.

En esta visita taché de la lista varias cosas que tenía pendientes por hacer en Berlín. Entre ellas no podían faltar, por supuesto, las paradas gastronómicas. Fuimos a probar los donuts veganos de Brammibal’s, pequeños manjares redondos a los que basta ver en una foto para que los niveles de azúcar en sangre se pongan por las nubes. En The Flying Fish cenamos sushi que, pese a no ser una entendida de la comida japonesa, me supo a gloria. Continuando con la cocina oriental, le hincamos el diente a las hamburguesas del pequeño local Shiso Burger, una interesante fusión de comida asiática y  este plato estrella de la comida rápida.






Por la noche paseamos por lo que quedaba de los Weihnachtsmärkte y por el Ku’damm, la arteria comercial, donde siempre me quedo ensimismada contemplando las luces. Cuando fijo la mirada en los puntos borrosos de una ciudad iluminada, me viene a la memoria el fragmento de The Bell Jar: [...] every second the city gets smaller and smaller, only you feel it's really you getting smaller and smaller and lonelier and lonelier, rushing away from all those lights and excitement at about a million miles an hour.



Como de costumbre, nos dedicamos a callejear de un lado para otro. En uno de estos paseos sin destino claro, acabamos entrando a una tienda de la que nunca había oído hablar y que logró desbancar de inmediato a la FNAC, la que hasta entonces encabezaba mi lista de lugares de compras preferidos: Dussmann. Para los amantes de los libros y de la música, es un verdadero paraíso. El decorado navideño todavía pendía del techo y había sillones en cada esquina, donde podías sentarte tranquilamente para hojear el ejemplar que te apeteciese. Además, la posibilidad de poder contemplar todos los pisos proporcionaba una sensación de gran amplitud, sin caer en el pecado de parecerse a una gran superficie desalmada. Para no salir con las manos vacías, compramos A little life, la que ha sido nuestra lectura conjunta los últimos meses. Cuando íbamos por algo menos de la mitad, dio la casualidad de que la autora iba a Friburgo, así que fuimos al evento donde leyó fragmentos de la obra y donde respondió a una serie de preguntas.


La dosis adicional de cultura llegó con una visita a la Gemäldegalerie y con una sesión de cine para ver Paterson, posiblemente la mejor película de todas las que conocí el año pasado. Me pareció muy acertada la reseña que Jot Down hizo de este largometraje, describiéndolo como «una película poética sobre la poesía de lo cotidiano». Por lo que a los museos se refiere, la verdad es que todavía tengo varios que siguen en el tintero, como el de Pérgamo, pero a ver si en nuestra próxima visita en octubre tenemos tiempo para ir.







Por extraño que me resulte, ya han pasado ocho meses desde entonces. Ahora, con el mes de julio tocando a su fin, estoy ultimando los preparativos para mudarme a Fráncfort, donde pasaré los próximos dos meses, como ya comenté en la entrada anterior. No es la primera vez que voy a la ciudad del Banco Central Europeo, pero espero que a lo largo de esta temporada me dé tiempo a conocerla más a fondo y a descubrir lugares que pueda después compartir en el blog. 

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