Ha pasado ya más de medio año desde que
estuvimos por Berlín la última vez. El
31 de diciembre, a falta de tres horas para que redoblasen las campanas en la
Puerta del Sol, aterricé en el insulso aeropuerto de Schönefeld –qué
despropósito de nombre, dicho sea de paso–. Mi viejo amigo el frío quiso hacer
de las suyas, pero yo ya iba con un abrigo puesto y con otro en mano (gajes del
limitado equipaje de mano y de la diferencia de precios entre el Zara alemán y
el español). Mi sorpresa de bienvenida fue una Berliner Kindl medio vacía, una
cerveza con nombre de libro electrónico que tampoco es para tirar cohetes… Eso
sí, los cohetes llegaron después. Había olvidado que los alemanes se ponen
falleros el último día del año como los que más, así que tuvimos traca hasta
las tantas (bis in die Puppen, como
dirían por aquí) y un agradable olor matutino a pólvora.
El primero de enero cayó en domingo, lo que en
el 99 % del país equivale a calles vacías y establecimientos cerrados. Por
suerte, la capital es la excepción. Si bien no me entusiasman las grandes urbes
como lugar de residencia permanente, admito que muy a menudo echo de menos
poder presenciar la modesta animación de los días de descanso. Aprovechamos la
ocasión para ir a Gottlob a probar el brunch,
un bar-cafetería en Schnöneberg. Hubo detalles que dejaron mucho que desear,
como la calidad del pan, lo que viene a ser un sacrilegio en Brotlandia; pero
el ambiente era bastante agradable. A nuestro lado se sentó otra pareja
germano-española con dos niños pequeños, así que no pude evitar prestar atención
a las conversaciones. Es una obsesión que tengo: en cuanto me doy cuenta de que
hay una familia bilingüe cerca, me quedo escuchando atentamente cómo los padres
hablan con los niños y cómo estos responden.
En esta visita taché de la lista varias cosas
que tenía pendientes por hacer en Berlín. Entre ellas no podían faltar, por
supuesto, las paradas gastronómicas. Fuimos a probar los donuts veganos de
Brammibal’s, pequeños manjares redondos a los que basta ver en una foto para
que los niveles de azúcar en sangre se pongan por las nubes. En The Flying Fish
cenamos sushi que, pese a no ser una entendida de la comida japonesa, me supo a
gloria. Continuando con la cocina oriental, le hincamos el diente a las
hamburguesas del pequeño local Shiso Burger, una interesante fusión de comida
asiática y este plato estrella de la comida rápida.
Por la noche paseamos por lo que quedaba de los
Weihnachtsmärkte y por el Ku’damm, la arteria comercial, donde siempre me quedo
ensimismada contemplando las luces. Cuando fijo la mirada en los puntos borrosos de una ciudad iluminada, me
viene a la memoria el fragmento de The
Bell Jar: [...] every second the city gets
smaller and smaller, only you feel it's really you getting smaller and smaller
and lonelier and lonelier, rushing away from all those lights and excitement at
about a million miles an hour.
Como de costumbre, nos dedicamos a callejear de
un lado para otro. En uno de estos paseos sin destino claro, acabamos entrando
a una tienda de la que nunca había oído hablar y que logró desbancar de
inmediato a la FNAC, la que hasta entonces encabezaba mi lista de lugares de
compras preferidos: Dussmann. Para los amantes de los libros y de la música, es
un verdadero paraíso. El decorado navideño todavía pendía del techo y había
sillones en cada esquina, donde podías sentarte tranquilamente para hojear el
ejemplar que te apeteciese. Además, la posibilidad de poder contemplar todos
los pisos proporcionaba una sensación de gran amplitud, sin caer en el pecado
de parecerse a una gran superficie desalmada. Para no salir con las manos
vacías, compramos A little life, la
que ha sido nuestra lectura conjunta los últimos meses. Cuando íbamos por algo
menos de la mitad, dio la casualidad de que la autora iba a Friburgo, así que
fuimos al evento donde leyó fragmentos de la obra y donde respondió a una serie
de preguntas.
La dosis adicional de cultura llegó con una
visita a la Gemäldegalerie y con una sesión de cine para ver Paterson, posiblemente la mejor película
de todas las que conocí el año pasado. Me pareció muy acertada la reseña que Jot Down hizo de este largometraje,
describiéndolo como «una película poética sobre la poesía de lo cotidiano». Por
lo que a los museos se refiere, la verdad es que todavía tengo varios que siguen en el tintero, como el de Pérgamo, pero a ver si en nuestra próxima visita en octubre
tenemos tiempo para ir.
Por extraño que me resulte, ya han pasado ocho
meses desde entonces. Ahora, con el mes de julio tocando a su fin, estoy
ultimando los preparativos para mudarme a Fráncfort, donde pasaré los próximos
dos meses, como ya comenté en la entrada anterior. No es la primera vez que voy
a la ciudad del Banco Central Europeo, pero espero que a lo largo de esta
temporada me dé tiempo a conocerla más a fondo y a descubrir lugares que pueda
después compartir en el blog.
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