El epicentro de
la ciudad lo constituye la plaza del mercado, repleta de restaurantes con
terraza y carruajes con caballos, a la espera de que algún turista se decida
por descubrir las pintorescas calles de una forma más tradicional. El edificio
más emblemático es el campanario, conocido como Belfort: una torre datada del
siglo XIII cuya altura es de 83 metros, desde donde se pueden disfrutar de una
de las mejores vistas de la ciudad. En la plaza también se encuentra la basílica
de la Santa Sangre, que cuenta con una impresionante capilla gótica donde se
conserva una reliquia muy curiosa: la supuesta sangre de Cristo.
Para contemplar la ciudad desde otra perspectiva, hicimos un recorrido en barca. Alguno de los puentes era tan bajo que tenías que agachar la cabeza, mientras que en otros se habían formado estalactitas. Al bajar de la barca, decidimos probar uno de los caprichos por los que tiene fama el país, así que compramos trufas de chocolate negro en una pequeña chocolatería.
Uno de los
lugares que más captó mi interés fue el Begijnhof, un silencioso beaterio
separado por una muralla rodeada de un foso. Este fue lugar de residencia de comunidades
de viudas y huérfanas tras las Cruzadas. En muchos casos se trataba de mujeres
pudientes que vivían de forma autónoma. Se dedicaban a cuidar de los enfermos o
a realizar actividades benéficas. El patio interior es sorprendentemente tranquilo,
y tan solo se oía el ruido de los álamos al agitarse por el viento, que en
cierto modo recordaba al rugido de las olas del mar. La proximidad del mar del
Norte se evidenciaba con las esporádicas gaviotas que sobrevolaban el cielo.
Para rematar el último día, desayunamos gofres con chocolate caliente en el café Carpe Diem. La textura del dulce no se asemejaba a la esponjosidad densa de los gofres que ya conocía, sino que era más bien ligera y crujiente. Al parecer los gofres belgas se preparan con clara de huevo batida, por lo que no tienen nada que ver con los que venden en los supermercados.
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