sábado, 31 de julio de 2021

La Venecia del norte: Brujas




La cercanía de Bonn con la frontera belga anima a realizar escapadas de pocos días para conocer el pequeño país europeo. A principios de julio de este año, aprovechando que mis padres venían a Alemania en coche y que yo tenía que ir a la oficina, organizamos un pequeño viaje a Brujas, una de las ciudades belgas más turísticas. En el viaje de ida, pillamos un diluvio monumental, aunque por suerte no tuvimos ningún percance. Esas lluvias torrenciales fueron precisamente las que ocasionarían las fatídicas inundaciones en el oeste de Alemania, que tanta atención mediática han tenido las últimas semanas. Nos libramos de visitar Brujas en paraguas, pero los cielos plomizos nos acompañaron prácticamente durante toda la estancia; a excepción del último día, donde pudimos recorrer de nuevo la ciudad bajo un límpido cielo azul.

Seguramente debido a las restricciones de la pandemia, tuvimos suerte de poder disfrutar de sus calles sin las acostumbradas aglomeraciones. Aun así, resultaba más que evidente que la ciudad atrae una gran afluencia de visitantes, ya que se oía hablar por todas partes francés, alemán e, incluso, español. No es de extrañar su atractivo turístico, ya que se trata de una ciudad de postal, caracterizada por sus adoquinados callejones, plazas medievales, fachadas escalonadas de ladrillo rojo y pintorescos canales.

El epicentro de la ciudad lo constituye la plaza del mercado, repleta de restaurantes con terraza y carruajes con caballos, a la espera de que algún turista se decida por descubrir las pintorescas calles de una forma más tradicional. El edificio más emblemático es el campanario, conocido como Belfort: una torre datada del siglo XIII cuya altura es de 83 metros, desde donde se pueden disfrutar de una de las mejores vistas de la ciudad. En la plaza también se encuentra la basílica de la Santa Sangre, que cuenta con una impresionante capilla gótica donde se conserva una reliquia muy curiosa: la supuesta sangre de Cristo.



Para contemplar la ciudad desde otra perspectiva, hicimos un recorrido en barca. Alguno de los puentes era tan bajo que tenías que agachar la cabeza, mientras que en otros se habían formado estalactitas. Al bajar de la barca, decidimos probar uno de los caprichos por los que tiene fama el país, así que compramos trufas de chocolate negro en una pequeña chocolatería.


Uno de los lugares que más captó mi interés fue el Begijnhof, un silencioso beaterio separado por una muralla rodeada de un foso. Este fue lugar de residencia de comunidades de viudas y huérfanas tras las Cruzadas. En muchos casos se trataba de mujeres pudientes que vivían de forma autónoma. Se dedicaban a cuidar de los enfermos o a realizar actividades benéficas. El patio interior es sorprendentemente tranquilo, y tan solo se oía el ruido de los álamos al agitarse por el viento, que en cierto modo recordaba al rugido de las olas del mar. La proximidad del mar del Norte se evidenciaba con las esporádicas gaviotas que sobrevolaban el cielo.


Para rematar el último día, desayunamos gofres con chocolate caliente en el café Carpe Diem. La textura del dulce no se asemejaba a la esponjosidad densa de los gofres que ya conocía, sino que era más bien ligera y crujiente. Al parecer los gofres belgas se preparan con clara de huevo batida, por lo que no tienen nada que ver con los que venden en los supermercados.





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