El
cielo de la capital peruana casi siempre amanecía color ceniza. «Lima la gris»,
dijo uno de los conductores de Uber, sin tener demasiado claro a qué poeta
citaba. Fachadas apagadas, caos urbano y un Pacífico plomizo. Sin embargo, a
veces, bastaba con girar una esquina para toparse con una buganvilla púrpura o
un mural que rompía la monotonía cromática. Las vistas de nuestro apartamento
eran verdes: el gran ventanal daba al parque Francisco Changanaqui, repleto de
perros con sus respectivos dueños. En el centro del parque había un Cristo
acristalado, si se me disculpa la cacofonía: estaba encerrado en una campana de
vidrio que me recordó inevitablemente a Sylvia Plath. En el portal de una casa
cercana a nuestro apartamento, un cartel rezaba: «Somos católicos. Dios lo sabe
y nos ama». Un conductor de autobús tenía el rostro de la Virgen María en la
bola de la caja de cambios, por lo que su fornida mano sudada se cernía sobre
la imagen de la Virgen cada vez que cambiaba de marcha. La religiosidad
latinoamericana hacía acto de presencia en los lugares más insospechados,
rozando lo esperpéntico.
En el Malecón de Miraflores, el viento soplaba con fuerza y sacudía las plantas del acantilado. Los surfistas se arracimaban cerca de la costa para tomar algunas tímidas olas, ya que el océano no estaba demasiado embravecido. Con sus neoprenos oscuros, recordaban a grupos de leones marinos en busca de pescado. Por mucho que Miraflores fuese el barrio turístico por excelencia, nosotros nos quedamos con Barranco. Pero, como todo en Lima, el atractivo del barrio no residía en la belleza impoluta de calles de catálogo, sino que estaba lleno de aristas. La cúpula de una iglesia, por ejemplo, había sido conquistada por una bandada de buitres y estaba prácticamente cayéndose a trozos. Central, el mejor restaurante del mundo, está custodiado por varios seguratas y rodeado por un muro, por lo que su exterior recuerda al de una cárcel. A pocos minutos a pie, en el Museo de Osma, nos quedamos maravillados ante un armario revestido de pequeñas placas de concha de nácar y carey que antaño fue utilizado como mueble bar.
Lima
es apagada, pero su gastronomía es vibrante. Nuestra mejor comida fue en el restaurante
Mérito, un local que nos dejó boquiabiertos (sobre todo al desconocer que se
encuentra entre los mejores del mundo). La presentación de los platos era
exquisita, y cada bocado era un estallido de sabores desconocidos. Por
mencionar algunos de los platos que pedimos: canapés de amaranto con tartar de
pescado espolvoreado con remolacha y decorado con pétalos de caléndula, maíz (o
choclo, como allí lo llaman) a la brasa con una crema de ají y queso, ceviche
con tomate verde y huacatay, un pastel elaborado con la piel del maíz ―relleno
de café y coronado con helado de lúcuma y miel de yacón― y un postre de coco con distintas texturas ―rematado
con una oblea negra crocante, elaborada a partir de las cenizas del propio coco
carbonizado―.
Una noche, sin comerlo ni beberlo, nos adentramos en pleno barrio chino. El bullicio y caos se asemejaban a un mal viaje bajo los efectos de algún estupefaciente. Entramos en un centro comercial donde había dos plantas dedicadas a tratamientos de estética. Todos los establecimientos eran iguales y mostraban imágenes idénticas de uñas encarnadas, hongos y pestañas postizas. Éramos los únicos turistas en aquellas calles anárquicas con luces cegadores y sonidos estridentes. Fuera, se sucedían los puestos ambulantes de anticuchos, carne asada y choclo con queso. Había algún que otro niño que, en mitad de aquel desmadre, vendía piruletas para ganas algunos soles.
Nuestro
viaje prosiguió en dirección sur, para visitar la Reserva Nacional de Paracas,
donde nuestro guía nos explicó la historia de la cultura paracas, quienes practicaban
trepanaciones craneanas. La arena, nada compleja a simple vista, estaba
compuesta de piedrecitas de cuarzo, yeso, hierro, fósiles con forma de caracola…
En algunas playas, encontramos huesos de leones marinos, y los ostreros
americanos correteaban por la orilla en busca de moluscos. En Islas Ballestas, avistamos
leones marinos, pingüinos Humboldt y otras aves productores de guano, como las
gaviotas dominicanas o los cormoranes. También vimos cormoranes en el Amazonas,
pero se trataba de cormoranes neotropicales cuyos graznidos se asemejaban al
gruñido de un cerdo. Pero eso ya es material para otra entrada. El oasis de Huacachina fue nuestra última visión antes de partir hacia Arequipa, la ciudad blanca.
Uno de los mejores relatos que he leído en mucho tiempo. Relato digno de premio, y un uso magistral de las palabras sabiendo relatar de forma espléndida ese viaje.
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