Yahiko recuerda a un pueblo suizo en mitad de las montañas, pero cercano al mar, ajeno a la modernización que atravesó el país nipón tras la Segunda Guerra Mundial. Bien temprano por la mañana, la tranquilidad parece imperturbable, y a veces solo se ve quebrantada por el agua que fluye en los riachuelos que atraviesan las calles rurales. Se respira un aire mucho más fresco y limpio que en las grandes ciudades, y muchas de las casas tienen su propio huerto en el jardín. Las pequeñas tiendas de ultramarinos están regentadas por ancianos que dejaron atrás hace mucho tiempo la media de edad de jubilación europea, y ofrecen productos básicos que son incluso más baratos que los de las grandes superficies. Nuestro alojamiento (Hotel Minoya) es un ryokan con onsen (baños termales) en la azotea de la octava planta, y la habitación es de decoración tradicional, con suelo revestido de tatami, donde descansan los futones en los que caemos rendidos todas las noches tras el chapuzón obligatorio.

La mañana después de nuestra llegada, vamos al santuario sintoísta de Yahiko, a tan solo pocos metros de distancia de nuestro hotel. Tras atravesar la sencilla torii roja y pasear brevemente por el bosque que rodea el santuario, vamos al café binn, el punto de encuentro acordado con nuestros anfitriones y su hijo de casi dos años, Natsume. Nos sentamos a una bonita y alargada mesa de madera en el exterior con vistas a las montañas, donde disfrutamos de un café excelente (de calidad europea, lo cual no siempre es sencillo en Japón) y deliciosos sándwiches elaborados con pan de masa madre. Saciada el hambre, realizamos una excursión en el bosque, siguiendo un empinado y rocoso sendero hasta la cima de la montaña de Yahiko. Poco antes de llegar, nos encontramos con una fuente natural de agua en la que reposan tazas de metal para beber. Durante la subida, contemplamos los amplios campos de arroz que se extienden a los pies de la montaña, ya que la prefectura de Niigata es la principal productora de este alimento básico de la dieta japonesa. Una vez arriba, podemos admirar el mar azul de Niigata y la isla de Sado, cuya silueta se distingue claramente en el horizonte.




Tras la larga caminata de la subida, optamos por bajar en teleférico. Llenamos los estómagos en un restaurante cercano a la costa: bocados de sashimi y tempura dispuestos en delicadas bandejas con platitos de porcelana. El rostro de Natsume se ilumina al recibir el oso de peluche que hemos traído desde Berlín, y muestra su entusiasmo abrazándolo fuerte y soltando gritos de emoción. También le encantan los envoltorios brillantes del surtido de turrón que hemos comprado en España. Su palabra preferida es gohan, que literalmente significa ‘arroz’, pero que en japonés se utiliza por analogía para denominar todo tipo de comida. Con su pequeña boca devora todo lo que ponen delante, incluidas cantidades ingentes de arroz. Cuando golpea levemente la mejilla con el dorso de la mano significa que algo está rico, y si muestra la taza profiriendo nai-nai significa que esta está vacía y ya es hora que alguien le sirva más.

Al día siguiente desayunamos en la casa de nuestros anfitriones. El jardín trasero es ya de por sí vasto, pero nos cuentan que pueden ir ampliándolo todavía más, dado que el vecino financia su adicción al pachinko vendiendo su parcela poco a poco. Junto al sendero de la entrada, hay tablones de madera y bloques de cemento que constituyen un circuito de parcour para el pequeño Natty, que recorre con pericia los obstáculos asido de la mano de sus padres. El salón da a la parte trasera del jardín, y la luz penetra por el inmenso ventanal frente a un porche de madera. En el salón hay varios muebles importados de Francia, como un gran armario rústico azul cerúleo. El pequeño Natty señala con el dedo los libros sobre este armario y dice jiji-jiji (abuelo en japonés). Su madre baja un ejemplar desgastado de la biografía del abuelo, el gran acuarista y fotógrafo Takashi Amano.

Nos desplazamos hasta los humedales de la zona. Fue en este increíble ecosistema donde Amano descubrió su fascinación por la vida acuática y la conservación de su fauna y flora. A su nieto le encanta que lo cojan de ambas manos para volar unos instantes y aterrizar acto seguido en la mullida hierba del parque. Tomamos asiento en un amplio porche con vistas a la laguna y degustamos distintas infusiones que nos sirven en teteras de cristal, las cuales permiten apreciar los intensos colores que las flores y hierbas destilan en el agua. Somos los únicos visitantes pese a ser un lugar tan idílico, y no puedo evitar acordarme de las hordas de turistas que masifican Kioto. Quizás este sea el Japón perdido del que Alex Kerr habla en su libro, el que parece no haber sido descubierto por el turismo masivo de selfie rápido, al menos de momento.








Por la tarde vamos a una degustación de sake en un acogedor establecimiento cerca del hotel. Tras la cata, visitamos unos onsen más grandes que los modestos de nuestro alojamiento. Estos disponen de un amplio espacio exterior con bañeras redondas individuales y tumbonas de piedra dentro del agua. Cenamos en el restaurante de los baños y me atrevo a probar unos fideos de soba que, en honor a la sakura, son de color rosa por haber sido aromatizados con la flor del cerezo. Se sirven fríos y tienen un ligero sabor floral que nunca antes había probado.

Al día siguiente visitamos la casa de Amano en compañía de nuestros anfitriones. La casa está oculta tras elevados muros de hormigón, y es la última de la calle, ya que detrás se extienden amplios campos de arroz. En la entrada hay una elegante placa metálica en la que está grabado el apellido de la familia. Nada más acceder al vestíbulo, destacan las figuras de Don Quijote y Sancho Panza en un material similar al latón, procedentes de Portugal. En medio de la diáfana estancia hay una alargada mesa de madera oscura, alrededor de la cual hay dispuestos cojines para sentarse. El protagonista indiscutible del comedor es el inmenso acuario frente a la mesa, de dos metros de profundidad y cuatro metros de longitud. Está habitado por bancos de neones y escalares que nadan de un extremo a otro, rodeados de una abundante vegetación de un verde esmerilado. Una imponente planta con hojas similares a las de la hiedra capta de inmediato mi atención: las raíces se encuentran bajo el agua, pero las hojas y el tallo sobresalen por arriba, dado que el acuario carece de tapa. S. me explica que alimentan a los peces de forma manual, pero se necesita un equipamiento especial para limpiar las piedras y evitar la formación de algas indeseadas.

Comemos nuestras fiambreras bento de estrella Michelín disfrutando de las vistas al impresionante jardín, una obra botánica magnífica en la que anidan distintos animales por ser un paraíso medioambiental. Tras la comida nos dirigimos a la empresa Aqua Design Amano, donde podemos admirar los distintos filtros de cristal y paisajes acuáticos ideados por Amano. Uno de los acuaristas nos explica las peculiaridades del minimalismo de sus creaciones. Una vez terminada la visita, vamos en coche con M. para recorrer la costa de Niigata, salpicada por ryokanes y restaurantes abandonados, con lamas de madera enmohecidas y avisperos de tamaño colosal. El declive económico y demográfico de la zona ha propiciado el abandono de todos estos lugares, que ahora son presa del desgaste del paso de los años y del salitre del mar. 






El último día vamos al Northern Culture Museum, ubicado en la antigua residencia de la familia Ito, una prominente familia de comerciantes que prosperó durante el período Edo. El museo alberga una impresionante colección de arte y objetos que abarcan más de 300 años de historia japonesa. Su joya mejor guardada es, sin duda, el inmenso jardín zen de su interior, que parece sacado de un antiguo cuento japonés. Puede que justo ahí, en la vista panorámica de ese jardín, se condense la belleza misteriosa de Japón. Esa belleza transitoria de la que Kawabata hablaba en Lo bello y lo triste, por la fragilidad de un edificio de madera y de las plantas que conforman el jardín, o la belleza como fuente de obsesión, como la percibía el joven Mizoguchi al contemplar el Pabellón de Oro en la obra de Mishima. Y ese es el Japón que me llevo en el recuerdo: el de un país que, pese a haberse abierto al mundo a través del turismo globalizado, permanece enigmático para los ojos foráneos, quienes tienen que conformarse con admirar su belleza sin comprenderla del todo.




 


Osaka es, en muchos sentidos, el Berlín de Japón. O, quizás, si nos centrásemos en el humor y el carácter de la gente, también podría decirse que es la Andalucía del país del sol naciente. Nada más poner un pie en esta anárquica ciudad, nos damos cuenta de que prácticamente somos los únicos turistas en la estación de tren; un verdadero alivio tras las masificaciones en Kioto.


En Shinsekai Hondori, experimentamos el ambiente nostálgico de feria que nos recordó a nuestra visita a Coney Island en Nueva York, pero más estridente y disparatado. Inmensos letreros y estatuas de bulto redondo decoran las fachadas de los establecimientos de comida, como un pulpo gigante en un local de takoyaki o platos giratorios de sushi. Osaka está empapada de la cultura urbana americana, y este escenario retro de película futurista nos abre el apetito de descubrir la excentricidad de la urbe, donde se suceden los salones de recreativos y juegos que apelan a la añoranza por la juventud perdida. La torre Tsutenkaku domina el punto de fuga de la avenida, y cambia de color en función de la predicción meteorológica del día. A través de la ventana de un antiguo establecimiento, observamos cómo ancianos juegan al go y shōgi; las paredes de papel, ajadas por el paso del tiempo, se han despegado en algunos tramos, pero este detalle parece no importar a los jugadores de avanzada edad, que solo tienen ojos para el tablero. Un sintecho de olor penetrante contempla absorto los juegos de mesa y apoya su mano roja abotargada en el cristal.  


Dormir en Osaka es mucho más barato de lo que esperábamos. Por un módico precio, hemos reservado un gran apartamento tradicional con bonitos muebles de madera oscura. Está escondido en unos callejones del barrio Sangenyashini. Cada vez que regresamos al apartamento, observamos el progreso de la floración de los cerezos de un parque infantil cercano. Aunque el alojamiento es barato, comer no es nada sencillo en comparación con las otras dos ciudades anteriores. Cenar en Osaka es una odisea; todo está reservado o sold out, así que la noche que tenemos pensado ir a un karaoke, acabamos en un restaurante coreano donde comemos bulgogi. En la mesa de al lado hay un cuarteto llamativo: una chica de pelo verde duerme sentada con la barbilla apoyada en el pecho, y el joven enfrente de ella se queda dormido a ratos. Los japoneses son capaces de conciliar el sueño en los lugares más insospechados. En el karaoke tenemos una habitación privada para nosotros. Los micrófonos producen una reverberación curiosa y hay numerosas luces de colores que iluminan las paredes insonorizadas. Entonamos como medianamente podemos canciones de Sinatra, Cohen, Dion, Lindenberg, Brel…


El 2 de abril, vamos con el tren de cercanías hasta Nara. El parque principal de la ciudad está repleto de ciervos y es uno de los más antiguos de Japón. En la religión sintoísta, los ciervos son los mensajeros de los dioses. Los turistas compran unas galletas de arroz para alimentarlos, pero como llegamos por la tarde, muchos ciervos ya están saturados y no pueden ni verlas. Los animales son tan mansos que se les puede acariciar sin problemas. Hay una mujer japonesa de dudosa salud mental que atrae algunos ciervos con algo que lleva en el bolso, pero cuando estos se acercan casi lo suficiente para tocarla, la mujer se aleja y no les da nada. Quizás sufra de soledad y el único consuelo que encuentra es observar cómo los animales la siguen, aunque al final nunca llegue a tocarlos. Tomamos asiento en una ladera desde la que podemos contemplar el amplio manto rosa palo que tejen los cerezos en flor.









Cuando regresamos a Osaka, M. y yo recorremos Dotonbori y entramos a un par de tiendas de ropa de segunda mano, donde M. se compra dos chaquetas ―algo inusual debido a su altura―: una de T. Hilfiger con elementos de cuero y otra en un tono caldera que le recuerda a la chaqueta que River Phoenix llevaba en la película My private Idaho. La vida nocturna de Osaka ofrece atuendos interesantes, como el de un hombre que nos recuerda a un Johnny Depp japonés que entra con seguridad en uno de los ruidosos salones en los que se obtienen peluches con un gancho. Probamos el famoso okonomiyaki en un local en el que está permitido fumar. A nuestro lado hay una banda de metal cuyos integrantes son de lo más peculiares. Uno de ellos tiene tatuada hasta la calva y parece haber pasado una buena temporada en la cárcel. Otro de ellos repite con una voz graciosa las mismas banalidades una y otra vez, mientras que dos japoneses apenas pueden seguir la conversación (en inglés) por los efectos del alcohol. Tal es el nivel de ebriedad, que uno de los japoneses olvida el teléfono móvil encima de la mesa.


En los jardines que rodean el castillo de Osaka, todos los cerezos han florecido. Hay charcos en el suelo como consecuencia de las lluvias del día anterior. El sol brilla con fuerza, por lo que muchas familias se han congregado para comer bajo la flor del árbol nacional. Es asombrosa la cantidad de caniches hay en este ciudad, seguramente por el parecido de la raza con un peluche. Algunos van vestidos con tutú o trajes apretados, mientras que otros llevan el pelaje tintado de colores llamativos, como fucsia o azul. Una pareja de enamorados extiende sus manos para hacer una foto mostrando sus anillos de compromiso frente a las flores abiertas de cerezo. En el santuario junto al castillo, una mujer obliga a un primate a hacer trucos delante de un público entusiasmado. El animal está atado a una correa y salta de un extremo a otro de una escalera portátil. Una vez terminado el espectáculo, la dueña se lleva al animal en brazos como si de un bebé se tratase.


Una mañana, compramos una esponjosa tarta de ichigo (fresa) en una pastelería cerca de nuestro apartamento. La componen varias capas de nata y bizcocho, y está coronada con una fresa perfecta. Por la noche, visitamos el club de jazz Overseas, en pleno centro financiero. Este local fue fundado por el pianista Hisayuki Terai, cuyo carácter retraído y silencioso nos recuerda al de un monje budista. Su mujer nos atiende con mucha amabilidad y entabla conversación con nosotros antes de que comience la actuación. Los dedos del pianista se desplazan por el teclado con una agilidad y delicadeza prodigiosa. Es aprendiz del famoso músico de jazz estadounidense Tommy Flanagan, de quien cuelga una fotografía en la pared. A Terai lo acompaña una chelista que pulsa las cuerdas de su instrumento con unas yemas curtidas a una velocidad increíble. Todas las piezas interpretadas giran en torno al leitmotiv de la primavera.


En el barrio de Shinsaibashi-Suji, entramos a una tienda de antigüedades donde hay muchas postales viejas, retales de tejidos japoneses e ilustraciones impresas con passe-partout. Embriagado ante la cantidad de retales a buen precio, M. hace una amplia selección con los estampados que más le atraen. El vendedor, al ver la cantidad de láminas que hemos comprado, nos rebaja el precio y nos regala un par de postales. Nuestra siguiente parada es una tienda muy elegante con ropa de segunda mano exclusiva, como una original camisa vaporosa de Yves Saint Laurent. Los precios son intocables, pero es agradable contemplar las prendas e inspirar el agradable aroma a incienso del establecimiento. En el camino de vuelta, nos quedamos mirando une escaparate en el que se ve un bonito cuadro del monte Fuji. En seguida se enciende una luz y nos damos cuenta de que se trata de una especie de garaje o trastero. Un simpático anciano nos invita a entrar para que fisgoneemos a gusto. Nos llama la atención una serpiente hecha de cartón comprimido, como si de un acordeón se tratase. Le preguntamos cuánto cuesta y, mostrando su gastada dentadura, el hombre nos responde que no está en venta. No es una tienda, sino el lugar donde el coleccionista guarda sus reliquias, como un reluciente Bentley que probablemente no ha rodado las calles de Osaka desde hace mucho tiempo. La torpeza infundada por la edad se hace evidente cuando el anciano deja caer sin querer un pequeño cuadro apilado en una esquina. Regresamos al apartamento paseando junto a una de las vías fluviales de la ciudad, donde el olor a mar empapa el aire. Con el cielo incendiado, Osaka nos obsequia con una despedida por todo lo alto.











Instagram