lunes, 3 de junio de 2024

La excentricidad de Osaka

 


Osaka es, en muchos sentidos, el Berlín de Japón. O, quizás, si nos centrásemos en el humor y el carácter de la gente, también podría decirse que es la Andalucía del país del sol naciente. Nada más poner un pie en esta anárquica ciudad, nos damos cuenta de que prácticamente somos los únicos turistas en la estación de tren; un verdadero alivio tras las masificaciones en Kioto.


En Shinsekai Hondori, experimentamos el ambiente nostálgico de feria que nos recordó a nuestra visita a Coney Island en Nueva York, pero más estridente y disparatado. Inmensos letreros y estatuas de bulto redondo decoran las fachadas de los establecimientos de comida, como un pulpo gigante en un local de takoyaki o platos giratorios de sushi. Osaka está empapada de la cultura urbana americana, y este escenario retro de película futurista nos abre el apetito de descubrir la excentricidad de la urbe, donde se suceden los salones de recreativos y juegos que apelan a la añoranza por la juventud perdida. La torre Tsutenkaku domina el punto de fuga de la avenida, y cambia de color en función de la predicción meteorológica del día. A través de la ventana de un antiguo establecimiento, observamos cómo ancianos juegan al go y shōgi; las paredes de papel, ajadas por el paso del tiempo, se han despegado en algunos tramos, pero este detalle parece no importar a los jugadores de avanzada edad, que solo tienen ojos para el tablero. Un sintecho de olor penetrante contempla absorto los juegos de mesa y apoya su mano roja abotargada en el cristal.  


Dormir en Osaka es mucho más barato de lo que esperábamos. Por un módico precio, hemos reservado un gran apartamento tradicional con bonitos muebles de madera oscura. Está escondido en unos callejones del barrio Sangenyashini. Cada vez que regresamos al apartamento, observamos el progreso de la floración de los cerezos de un parque infantil cercano. Aunque el alojamiento es barato, comer no es nada sencillo en comparación con las otras dos ciudades anteriores. Cenar en Osaka es una odisea; todo está reservado o sold out, así que la noche que tenemos pensado ir a un karaoke, acabamos en un restaurante coreano donde comemos bulgogi. En la mesa de al lado hay un cuarteto llamativo: una chica de pelo verde duerme sentada con la barbilla apoyada en el pecho, y el joven enfrente de ella se queda dormido a ratos. Los japoneses son capaces de conciliar el sueño en los lugares más insospechados. En el karaoke tenemos una habitación privada para nosotros. Los micrófonos producen una reverberación curiosa y hay numerosas luces de colores que iluminan las paredes insonorizadas. Entonamos como medianamente podemos canciones de Sinatra, Cohen, Dion, Lindenberg, Brel…


El 2 de abril, vamos con el tren de cercanías hasta Nara. El parque principal de la ciudad está repleto de ciervos y es uno de los más antiguos de Japón. En la religión sintoísta, los ciervos son los mensajeros de los dioses. Los turistas compran unas galletas de arroz para alimentarlos, pero como llegamos por la tarde, muchos ciervos ya están saturados y no pueden ni verlas. Los animales son tan mansos que se les puede acariciar sin problemas. Hay una mujer japonesa de dudosa salud mental que atrae algunos ciervos con algo que lleva en el bolso, pero cuando estos se acercan casi lo suficiente para tocarla, la mujer se aleja y no les da nada. Quizás sufra de soledad y el único consuelo que encuentra es observar cómo los animales la siguen, aunque al final nunca llegue a tocarlos. Tomamos asiento en una ladera desde la que podemos contemplar el amplio manto rosa palo que tejen los cerezos en flor.









Cuando regresamos a Osaka, M. y yo recorremos Dotonbori y entramos a un par de tiendas de ropa de segunda mano, donde M. se compra dos chaquetas ―algo inusual debido a su altura―: una de T. Hilfiger con elementos de cuero y otra en un tono caldera que le recuerda a la chaqueta que River Phoenix llevaba en la película My private Idaho. La vida nocturna de Osaka ofrece atuendos interesantes, como el de un hombre que nos recuerda a un Johnny Depp japonés que entra con seguridad en uno de los ruidosos salones en los que se obtienen peluches con un gancho. Probamos el famoso okonomiyaki en un local en el que está permitido fumar. A nuestro lado hay una banda de metal cuyos integrantes son de lo más peculiares. Uno de ellos tiene tatuada hasta la calva y parece haber pasado una buena temporada en la cárcel. Otro de ellos repite con una voz graciosa las mismas banalidades una y otra vez, mientras que dos japoneses apenas pueden seguir la conversación (en inglés) por los efectos del alcohol. Tal es el nivel de ebriedad, que uno de los japoneses olvida el teléfono móvil encima de la mesa.


En los jardines que rodean el castillo de Osaka, todos los cerezos han florecido. Hay charcos en el suelo como consecuencia de las lluvias del día anterior. El sol brilla con fuerza, por lo que muchas familias se han congregado para comer bajo la flor del árbol nacional. Es asombrosa la cantidad de caniches hay en este ciudad, seguramente por el parecido de la raza con un peluche. Algunos van vestidos con tutú o trajes apretados, mientras que otros llevan el pelaje tintado de colores llamativos, como fucsia o azul. Una pareja de enamorados extiende sus manos para hacer una foto mostrando sus anillos de compromiso frente a las flores abiertas de cerezo. En el santuario junto al castillo, una mujer obliga a un primate a hacer trucos delante de un público entusiasmado. El animal está atado a una correa y salta de un extremo a otro de una escalera portátil. Una vez terminado el espectáculo, la dueña se lleva al animal en brazos como si de un bebé se tratase.


Una mañana, compramos una esponjosa tarta de ichigo (fresa) en una pastelería cerca de nuestro apartamento. La componen varias capas de nata y bizcocho, y está coronada con una fresa perfecta. Por la noche, visitamos el club de jazz Overseas, en pleno centro financiero. Este local fue fundado por el pianista Hisayuki Terai, cuyo carácter retraído y silencioso nos recuerda al de un monje budista. Su mujer nos atiende con mucha amabilidad y entabla conversación con nosotros antes de que comience la actuación. Los dedos del pianista se desplazan por el teclado con una agilidad y delicadeza prodigiosa. Es aprendiz del famoso músico de jazz estadounidense Tommy Flanagan, de quien cuelga una fotografía en la pared. A Terai lo acompaña una chelista que pulsa las cuerdas de su instrumento con unas yemas curtidas a una velocidad increíble. Todas las piezas interpretadas giran en torno al leitmotiv de la primavera.


En el barrio de Shinsaibashi-Suji, entramos a una tienda de antigüedades donde hay muchas postales viejas, retales de tejidos japoneses e ilustraciones impresas con passe-partout. Embriagado ante la cantidad de retales a buen precio, M. hace una amplia selección con los estampados que más le atraen. El vendedor, al ver la cantidad de láminas que hemos comprado, nos rebaja el precio y nos regala un par de postales. Nuestra siguiente parada es una tienda muy elegante con ropa de segunda mano exclusiva, como una original camisa vaporosa de Yves Saint Laurent. Los precios son intocables, pero es agradable contemplar las prendas e inspirar el agradable aroma a incienso del establecimiento. En el camino de vuelta, nos quedamos mirando une escaparate en el que se ve un bonito cuadro del monte Fuji. En seguida se enciende una luz y nos damos cuenta de que se trata de una especie de garaje o trastero. Un simpático anciano nos invita a entrar para que fisgoneemos a gusto. Nos llama la atención una serpiente hecha de cartón comprimido, como si de un acordeón se tratase. Le preguntamos cuánto cuesta y, mostrando su gastada dentadura, el hombre nos responde que no está en venta. No es una tienda, sino el lugar donde el coleccionista guarda sus reliquias, como un reluciente Bentley que probablemente no ha rodado las calles de Osaka desde hace mucho tiempo. La torpeza infundada por la edad se hace evidente cuando el anciano deja caer sin querer un pequeño cuadro apilado en una esquina. Regresamos al apartamento paseando junto a una de las vías fluviales de la ciudad, donde el olor a mar empapa el aire. Con el cielo incendiado, Osaka nos obsequia con una despedida por todo lo alto.











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