Este es mi último fin de semana como au pair en el Palatinado. Hoy hace justo tres meses desde que llegué aquí y apenas me lo creo. Por una parte tengo la sensación de que el tiempo ha pasado volando (o, como dirían por estas tierras: die Zeit vergeht wie im Flug), pero a la vez ha habido momentos en los que se me ha hecho eterno, sobre todo cuando mis niveles de paciencia rozaban el subsuelo.

Aunque sí que es cierto que no todo ha sido de color de rosa y que he tenido mis bajones debidos a la monotonía, el balance ha acabado siendo positivo. Estar viviendo tres meses bajo un techo alemán me ha ayudado a conocer de lleno una cultura de la que llevo enamorada varios años. Como es lógico, también he notado cómo mi alemán ha mejorado, sobre todo en lo que se refiere a expresión y comprensión oral a nivel coloquial.

Ayer fui a Mannheim de compras y me encontré con una confitería genial: Hussel. Al parecer tiene distintos establecimientos por toda Alemania, aunque es la primera vez que reparo en ella. Venden todo tipo de chocolatinas, bombones, grajeas de miles sabores… En resumidas cuentas, un paraíso para los amantes del dulce.

Estuve tentada de comprar varios libros en Thalia, porque había una de estas promociones de todo a 1,5€, pero en vistas de que ninguno terminaba de convencerme y de que tengo hasta pasado mañana para acabarme uno que comencé hace poco, deseché la idea. A pesar de eso, cayó una pequeña libreta para continuar apuntando vocabulario. La otra que tengo la comencé cuando empecé a aprender alemán (hace algo más de 3 años), así que podéis imaginaros lo vieja que está ya la pobre.

También me pasé por WMF, porque mi madre ama esta marca alemana de utensilios de cocina. No es que sean precisamente baratos, pero me acordé de que hacía tiempo que queríamos comprar un colador de té, así que cogí uno que me pareció adorable.


Fueron pequeños caprichos de nada, pero tampoco quería cargar mucho por el tema del peso de la maleta. Las compras de verdad comienzan cuando vuelva a Valencia el martes. Bueno, y el estrés, para qué engañarnos. En una semana tengo que ir al dentista, al oculista, a la peluquería, comprar ropa y algunas cosas más, al zapatero para arreglar un bolso… Si a eso se le suma imprimir todo el papeleo para el Erasmus y la celebración del cumpleaños de mi hermano, no sé yo si me quedará tiempo para respirar o algún paso sin hacer.

Hoy he ido con la familia al Andechser Bierfest, que es como una especie de Oktoberfest a reducida escala que hacen aquí en Haßloch todos los años. Sí, en estas fechas comienzan a surgir miles de réplicas de la conocida fiesta bávara. Había una carpa gigante y diversas atracciones para los niños, una de las cuales era una noria desde donde se podía ver todo el pueblo.  Lo mejor de todo era la inmensa variedad de puestos de comida, que provocaban que se entremezclasen los olores de Currywurst, Bratwurst, Krapfen, salmón ahumado, algodón de azúcar, crepes con Nutella… Como mi madre lleva diciendo desde hace meses que se me va a quedar cara de salchicha, he probado otro plato: Spießbraten. Bajo en calorías, como toda especialidad alemana que se precie, se trata de una especie de pincho moruno, que venía acompañado de cebolla caramelizada, una salsa ligeramente agria y el típico panecillo o Brötchen.

Y como no podía ser de otra manera, la cerveza era la gran protagonista. El mismo festival recibe su nombre a raíz de la cerveza Andechs, producida en un convento de la Alta Baviera. Los de esta región parecen no tener reparo alguno en vestirse con los típicos trajes bávaros, por lo que se dejaban ver la mar de felices con sus Lederhosen, bailando al son de canciones inconexas. Sí, igual ponían a Elvis que al rato tocaba canción alemana desconocida. Creo que pinchaba un mono oligofrénico.

Pues sí, mi etapa como au pair ha llegado a su fin, así que en una semana comenzará la siguiente: el Erasmus.  Bis nächste Woche, Deutschland. 
En realidad esta entrada habría tenido más sentido la semana pasada, pero en vistas de que estos últimos días no ha ocurrido nada relevante, me decido a relatar ahora mi segunda visita a Heidelberg el pasado viernes. 

Esta vez no fue de turismo, sino que había quedado con un estudiante de Medicina de allí para tomar algo y ver un poco más de la ciudad. Si es que me quedaba algo por ver, porque la ciudad no es que sea excesivamente grande y en julio ya me tiré un día entero pateándomela. 

Quedamos a las 19:15 enfrente de la Galeria Kaufhof. Un gran almacén que es algo así como el equivalente al Corte Inglés en Alemania (solo que sin la maravillosa sección de jamón serrano envasado al vacío ni las deliciosas tortitas con chocolate y nata).

Cuando Benny me preguntó qué quería ver de Heidelberg, le comenté, en un patético alarde de turista entendida, que ya había visto prácticamente todo la última vez que estuve. “¿El castillo también?”. Tocada y hundida. Vale, el castillo puede verse desde todas partes, pero no había subido a la colina. Que conste que esto no se debió a que no lo intentara. Basándome en el gigante mapa de la oficina de turismo (al desplegarlo daba la impresión de estar hecho a escala 1:1), intenté seguir un camino que supuestamente llegaba hasta lo alto de la colina, pero me topé con una puerta cerrada y desistí.

Total, que nos dirigimos hacia la colina a través de la concurrida Hauptstraße. La arteria principal de Heidelberg en lo que a tiendas se refiere estaba mucho más vacía que la primera vez que la visité. Comenzaba a anochecer y los turistas asiáticos ya no se dejaban ver con tanta facilidad, sino que ahora se veían sustituidos por estudiantes alcoholizados y parejas de avanzada edad.

Tras subir una hilera interminable de escalones, al fin llegamos a la cima. “Espero que la vista merezca la pena”, resoplé, intentando disimular mi penosa condición física sin demasiado éxito. Y así era. Para mi alivio, presenciamos un espectacular atardecer desde el Schlossgarten (Jardín del castillo), que nada tenía que envidiarles a los de Freiburg. El cielo rosicler fue oscureciéndose en un abrir y cerrar de ojos a medida que el sol se ocultaba detrás de las pocas nubes que había en el horizonte. Porque aquel fin de semana hubo una severa subida de las temperaturas y el clima no podía ser más veraniego. Lejos de tratarse de un bochorno insoportable, había una ligera brisa y algo de humedad en el ambiente, propio de las noches de verano que parece que invitan a pasear.

Es una verdadera lástima que con el objetivo roto no pueda tomar buenas fotos de noche, así que me toca recurrir a Internet para encontrar una vista similar de la que pude disfrutar:

http://hhauke.wordpress.com/

Estaba tan despejado que incluso se divisaba Mannheim y Ludwigshafen a lo lejos.

Doblé mi cuerpo ligeramente para comprobar a qué altura estábamos y el chico se alarmó un poco: “No saltes, ¿eh?”. “Descuida”, respondí. Me ahorré el: Oh, gracias por tomarme por una demente a la que le asaltan ideas suicidas así de repente.  

A continuación fuimos a un pub a por unas cervezas. Acabamos en uno pequeño de Untere Straße con las paredes llenas de imágenes incongruentes y algo perturbadoras. El batiburrillo de imágenes era tal que lo mismo te encontrabas una instantánea de un torero que te topabas con una boca sin dentadura. Aun así, el local tenía su encanto y todo. El chico era originario de Dortmund, pero había vivido un año entero en Colonia, por lo que insistió en que me pidiera una Kölsch, cerveza clara típica de esta ciudad. Lo que me pareció curioso es que la forma típica de servirla es un vaso alargado más bien pequeño, parecido a la caña española, en vez de las típicas jarras a las que me tienen acostumbrada por estas tierras.

Después de ponerme los dientes largos tras contarme sus viajes por todo el mundo, le llegó su momento patriótico al hablar de Colonia. Es el segundo alemán que me hablaba maravillas de Colonia, cuando a mí no me pareció nada del otro mundo al visitarla hace dos años. Quitando de la catedral y la zona de tiendas, la ciudad me dejó un regusto indiferente y anodino. Al parecer el plato fuerte de esta ciudad reside más que nada en el carácter de la gente y el ambiente que se respira.

En ese momento tenía lugar el partido de fútbol de Alemania contra Austria. Me extrañó que apenas mirase la pantalla, teniendo en cuenta que, si hay algo que comparten los españoles y los alemanes es la pasión por este deporte que yo tanto aborrezco.

—¿No quieres ver el partido?
—No, está claro que Alemania va a ganar. Va a ser bastante aburrido.

Claro, humildad ante todo.

Como no teníamos demasiada hambre, optamos por una cena económica. Y qué mejor lugar para disfrutar de algo así que la Mensa, que son los comedores/cafeterías de la universidad en Alemania. A mí me resultó de lo más extraño, porque tengo la idea preconcebida de que esos lugares son solo para comer y no cenar. A la que fuimos en concreto (Mensa im Marstall) fue declarada la mejor de toda Alemania dos años seguidos. Y con razón, pensé para mis adentros. Nada que ver con la birria que tenemos en mi facultad de Blasco Ibáñez. Si por fuera es un antiguo edificio de la Edad Media sacado de novela caballeresca, por dentro es una sala gigante de lo más moderna. Como no podía ser de otra manera, habían colocado una pantalla gigante para ver el partido. Una de las peculiaridades era que había una gran barra donde podías pedir cócteles y bebidas, más propia de un club que de una cafetería de universidad.




En 10 días se acaba mi experiencia au pairil. Ha estado plagada de altibajos, pero intento sacar ante todo los momentos positivos, las cosas que he descubierto y las veladas inolvidables que he pasado.


Antes de que se me olvide, hace poco me publicaron otra crítica en la revista online Tokio Blues: http://tokioblues.com/review/algun-dia-este-dolor-te-sera-util/.   
Supongo que el título ya describe a grandes rasgos que esta entrada no va a ser del todo positiva.  Mi mala suerte parece resistirse a abandonarme, así que la película de Lemony Snicket retrata lo que han sido estas últimas semanas. Pero voy a intentar relatarlo todo con algo de optimismo, que tampoco quiero hacer de esto un muro de los lamentos.

Estos últimos días aquí podrían resumirse con una frase cliché que seguro que todo el mundo suelta alguna vez en su vida: it can always get worse. Sí, porque una piensa: “A ver, se me ha roto el objetivo de la cámara, me robaron la bici, he padecido la gripe veraniega… ¡A partir de ahora tienen que ir las cosas a mejor!”. Meeeeec. ¡ERROR! Por suerte (qué irónico utilizar semejante expresión en esta entrada), la mayoría de incidentes que voy a relatar a continuación se han solventado.

Resulta que el departamento de Germanistik de la Universidad de Freiburg ofrece una semana de bienvenida. Ya me apunté a una del 9 al 12 de octubre, totalmente gratuita y que ofrecen los de Relaciones Internacionales, pero la de Germanistik pintaba bastante bien y, aunque solo me voy a coger un par de asignaturas de este campo, pensé que sería una buena oportunidad para conocer gente y mantenerme ocupada. Sí, dos semanas seguidas de bienvenida. Para empezar con buen pie, oye. La única pega es que esta semana cuesta unos 30 euros (sacadineros en 3, 2, 1…). Pero estuve informándome y la gente me habló bastante bien de ella, así que me decidí por hacer la transferencia. “Va, una no se va de Erasmus todos los días, vamos a tirar la casa por la ventana”. El problema fue que, al querer tirar la casa por la ventana, se fue medio vecindario detrás. Una vez efectuada la transferencia, me fui al historial para cerciorarme de que todo había salido bien. Ahí me esperaba una sorpresita no muy agradable: la transferencia se había hecho dos veces. Oh, sí, por favor, dadme un pin. 60 euros menos en mi cuenta alemana.

Presa del pánico, bombardeé a los de la universidad con correos (intentando que no se me notase el “paniqueo”, pero creo que podía olerse a la legua). Me respondieron muy cordialmente que por supuesto que me devolverían el dinero. Volví a respirar de nuevo. Eso sí, el susto ya quedaba para la posteridad.

Otro de los adorables incidentes ocurrió cuando, al querer abrir mi maleta, me di cuenta de que el código no funcionaba. Los niños habían estado toqueteándolo y, sin querer (buena fe ante todo), habían cambiado la combinación de mi candado. Después de maldecir por milésima vez al HK mayor, me puse a probar todas las combinaciones posibles con 3 números. Tras casi 999 intentos y un pulgar más rojo que el círculo de la bandera de Japón, conseguí dar con la cifra correcta prácticamente al final. Sí, ya, esperar que estuviera en la primera mitad habría sido algo de suerte. Elemento del que, al parecer, yo carezco por absoluto.

Y continuamos para Bingo con el siguiente incidente: váter atascado. Dejando aparte detalles poco pertinentes, solo hay que mencionar que mi baño quedó inutilizado algunos días, porque el conducto se obstruyó. Lo mejor de todo fue que, cuando vinieron a repararlo, yo estaba en la habitación de al lado. Mis “maravillosas” habilidades lingüísticas me permitieron entender prácticamente el 100% de la conversación en dialecto. Sí, del que normalmente solo pillo el 40%. Un resumen traducido al español sería algo así como: “Joder, cada año lo mismo. La gente no entiende que aquí solo puede tirarse papel del váter. Dios, ¡si es que apesta!”. Coño, ¿qué esperabas, majo? ¿Que oliese a rosa de pitiminí? Cabe remarcar que ambos individuos deberían haber aparecido hace tres días, por lo que no era de extrañar que una rata muerta hubiese olido seguramente mejor que toda aquella agua estancada.

Estos tres problemas ya están solucionados. Sin embargo, a esto se le suma el angelical comportamiento de los niños en las últimas semanas. Tanto el HK pequeño como el mayor están insoportables y son unos maleducados a más no poder. Al pequeño no hay quien lo convenza para que haga los deberes y, cada vez que intento ayudarle, me suelta cosas como: “A ti esto no te incumbe. Mi padre no te paga para que me des la vara diciéndome que haga el deber”. El HK mayor, por su parte, llega siempre del colegio con cara de mala leche, respondiendo de forma impertinente y dedicándose a atracar la nevera. Eso sí, que no se me ocurra a mí coger un simple yogur mientras él pulula por ahí, porque cualquier cosa que coja le parecerá mal y me suelta que yo no puedo comérmelo porque se lo va a comer él después. Ya estaba quemada después de todo el día lidiando con el otro, así que puse cara de: “¿¡disculpa!?” y le dije que yo cogía lo que me salía de las narices. Intentó decirme algo más, pero al parecer no se le ocurría nada, por lo que se limitó a farfullar. “¿Has dicho algo?”, le pregunté. “No, nada”. Fin de la discusión.

 Por suerte el padre mantuvo una conversación con ellos y al parecer han prometido comportarse de ahora en adelante. Hasta que no lo vea con mis ojos, como que no me lo acabo de creer.


Aunque no todo son malas noticias, claro (¿ah, no?). La cámara a la que le había echado el ojo ha bajado 10 euros de precio (¡yay!). La semana del 16 la pediré por Internet, para que cuando vuelva a casa esté allí. Sí, una chuminada, pero a una le alegran esas pequeñas cosas después de tanta mala suerte.

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