sábado, 31 de marzo de 2018

Nuestro viaje a Tailandia


La idea de descubrir un pedacito de Asia llevaba rondándonos la cabeza desde hace algún tiempo. Así que, aprovechando las vacaciones del semestre, reservamos vuelos para ir a uno de los destinos más populares entre muchos viajeros: Tailandia. A decir verdad, nunca me habría imaginado que este sería el primer país asiático que visitaría, pero el sabor de boca que me ha dejado ha sido tan dulce que sin duda repetiré la experiencia en otro rincón del continente. 

Nuestro viaje comprendió un total de diecisiete días, pero entre horas perdidas por los vuelos y demás, podría decirse que la estancia duró unos quince días. La primera parada fue la capital: Bangkok. Ya nos habían advertido al respecto, pero esto no impedió que el calor pegajoso y el tráfico descontrolado nos abrumase nada más llegar. Para ser sincera, coincido totalmente con lo que otros viajeros nos habían comentado: no merece la pena pasar demasiados días en la capital. Es tan vertiginosa y arrolladora que al poco tiempo ya quieres escapar. M. describió el tráfico de la metrópolis como un pésimo concierto improvisado de jazz: cada uno va a su bola y acabas con dolor de oídos. Como es lógico, no todo fue de color gris. Esta caótica ciudad ofrece un gran abanico de posibilidades aptas para todos los gustos y bolsillos: centros comerciales gigantes, pequeños y humildes callejones sin turistas en la peculiar China Town, puestos de comida baratísimos por todas partes, rascacielos con restaurantes de lujo... 




De todo lo que vimos, sin duda me quedo con dos experiencias: navegar en barco por el río Chao Phraya y subir al templo en la montaña (Wat Saket). Lo curioso del barco es que no es una embarcación para turistas, sino que es el medio de transporte que muchos tailandeses emplean para ir de un sitio a otro. Acostumbrados al orden y a las rigurosas medidas de seguridad alemanas, nos quedamos atónitos al comprobar que el «sensor de aparcamiento» del barco era un hombre en la popa emitiendo silbidos de distinta duración. Y como la gente tiene prisa, nada de escaleritas o de parar el barco, sino que prácticamente hay que saltar desde el muelle, a no ser que quieras quedarte en tierra firme. En uno de estos barcos llegamos al Wat Saket, un templo situado en las alturas que brindaba una magnífica vista panorámica. Una vez en la cima, se pueden ver a la perfección las discrepancias arquitectónicas de la metrópolis, ya evidentes a ras de suelo: rascacielos modernos y construcciones prototípicas del siglo XXI en combinación con edificios prácticamente derruidos o camuflados bajo plantas trepadoras, lo que en Europa se habría ganado alguna que otra orden de demolición. 






Otra experiencia singular fue subir al Red Sky Bar, uno de los rooftop bars por los que la ciudad es conocida. Pagamos una factura astronómica por dos cócteles mediocres, pero al menos pudimos disfrutar el entramado de luces urbanas y respirar un poco de aire libre de contaminación (o, al menos, eso nos pareció). Un poco más abajo de donde nos encontrábamos había un restaurante al aire libre. Llamaba la atención la forma de la terraza, que semejaba la proa de un transatlántico en el aire no sé qué opinarían el resto de visitantes, pero a mí me vino de inmediato a la mente la imagen del hundimiento del Titanic—.


Tras cinco días en Bangkok, nos pusimos rumbo a Koh Chang, también conocida como la «isla elefante» al parecer tiene la forma de este animal (hay que echarle una buena dosis de imaginación). Fuimos en autobús, así que el trayecto duró unas cinco horas, a las que se le sumó casi otra hora con el ferry. La anécdota del viaje la protagonizó una bandejita de durián que habíamos comprado el día anterior. Para aquellos que no conozcan esta curiosa fruta, se trata de una variedad originaria del sudeste asiático, codiciada por muchos oriundos, pero repulsiva para la mayoría extranjeros. El motivo por el cual se gana tantos detractores es su fuerte y característico olor; de ahí que esté prohibido comerla en establecimientos o en el transporte público. Nosotros, convencidos de que estaba bien empaquetada y sin ganas de probarla en el desayuno, nos la llevamos de compañera de viaje. Pasada una media hora o así, el fruto pareció cobrar vida y empezó a apestar de lo lindo. Por suerte llevábamos un táper, por lo que lo metimos ahí dentro para que no diese más guerra. Cuando lo probamos, coincidimos en que no era santo de nuestra devoción. Es cierto que el sabor no es desagradable, sino dulce y suave, pero su consistencia es tan blanda y extraña que se nos quitaron en seguida las ganas de continuar degustándola.





Al atracar con el ferry en Koh Chang, nos recibió una imponente montaña cubierta de vegetación exuberante. Nuestro alojamiento era un paraíso para amantes de la naturaleza: sencillo y rústico, caracterizado por un ambiente distendido y tranquilo, donde los únicos sonidos que rompían el silencio eran el canto nocturno de los grillos y los vespertinos acordes de guitarra. Al igual que en el resto de la isla, gatos y perros campaban a sus anchas. Nuestra habitación tan solo contenía un colchón sobre una tarima, una mosquitera (imprescinible) y un ventilador. 

El primer día en Koh Chang lo pasamos prácticamente a orillas del mar. Apenas había turistas, y la gran mayoría eran parejas jóvenes o familias. Este es sin duda uno de los aspectos positivos de la isla; a diferencia de muchas otras concurridas islas en el sur, Koh Chang parece no haber sufrido demasiado las devastadoras consecuencias de la masificación turística. El agua no era completamente transparente, pero tampoco estaba tan turbia como la de algunas playas del Mediterráneo. La vegetación llegaba hasta la costa, donde pendían columpios de algún que otro árbol, escenario ideal para tomar la fotografía vacacional que nunca puede faltar. Como ya era costumbre desde nuestra llegada a Tailandia, recibimos otro masaje, aunque esta vez con el maravilloso sonido de las olas de fondo.

En nuestro segundo día decidimos alquilar una canoa para ir hasta la Wai Chaeck Beach. Tras varios minutos dándole al remo, se me cansaron los músculs y fue M. el encargado de continuar. Por suerte el mar estaba bastante tranquilo, así que no entró demasiada agua en la embarcación. Cuando llegamos, la playa estaba desierta, a excepción de otra pareja que también había llegado en canoa. Podría haber sido el escenario perfecto para rodar la historia de Robison Crusoe, de no ser por un pequeño detalle: en la arena se acumulaban todo tipo de desechos arrastrados por la marea. Un panorama que ofrece cualquier playa sin servicios de limpieza. Pese a este feo detalle, este rincón de la isla tenía un tesoro guardado: un manglar situado en un estuario. Nos adentramos en este oasis cercado por mangles, con cuidado de no encallar en las rocas, ya que no había demasiada profundidad. A modo de recuerdo nos llevamos una desgastada caracola. Habíamos llevado nuestras gafas de bucear, así que intentamos ver lo que escondían las aguas de quella zona de la isla. Muy a nuestro pesar, la escasa flora en el fondo marino consistía de algas anodinas con forma de cogollo de ensalada. Ya nos habían avisado de que las islas vecinas tenían mucho más que ofrecer en este sentido.




Finalizada nuestra estancia en Koh Chang, nos dirigimos al norte del país, a la idílica ciudad de Chiang Mai (a unos 700 km de Bangkok). Fuimos en tren nocturno y llegamos a las doce del mediodía. Inmediatamente comprendimos el contraste con respecto a Bangkok. Chiang Mai emana encanto provincial gracias a la tranquilidad de sus callejones, a la gran cantidad de templos y a la abundancia de mercadillos callejeros con fruta y verdura fresca. Nos llamó la atención la inmensa variedad de cafeterías y restaurantes adaptados al gusto europeo. La cafetería junto a nuestro hotel, por ejemplo, era un colorido establecimiento donde sonaba música francesa y latinoamericana. Los platos que ofrecían eran un verdadero obsequio para la vista y para el paladar, con opciones que también eran apropiadas para una dieta vegana.







El 16 de marzo participamos en un tour organizado para visitar el Parque Nacional Doi Inthanon, donde se encuentra la cima más elevada de la región. Durante este recorrido pudimos descubrir un poco acerca de la flora autóctona. Visitamos dos cascadas, en una de las cuales era posible tomar un baño (si uno estaba dispuesto a soportar la baja temperatura del agua). En un pequeño poblado entre las montañas compramos una porción de fresas, que estaban mucho más sabrosas que las que  habíamos compramos en el mercado el día anterior. Tal y como prometía el programa, recibimos comida preparada por una pequeña comunidad de la tribu Karen, quienes anteriormente nos habían ofrecido café recién molido. Nos sirvieron curry rojo, sopa de leche de coco, verduras salteadas, arroz cocido, pollo frito y rodajas de piña y sandía. Por último, llegamos al punto más alto, donde había un monumento en honor al rey, rodeado de un arreglado jardín que albergaba todo tipo de flores. Desde este lugar podían divisarse las montañas del parque.








Al día siguiente realizamos un curso de cocina. La instructora nos mostró algunas hierbas tradicionales en el pequeño jardín que tenían y, poco después, fuimos al mercado, donde nos continuó explicando un poco más sobre los condimentos empleados en la cocina tailandesa. Preparamos todo tipo de platos: pollo con anacardos, sopa con leche de coco, rollitos de primavera, curry panang... El procedimiento siempre era el mismo: cortar los ingredientes en la mesa, freír todo en el wok y degustar nuestras creaciones en la mesa. Al final nos obsequiaron con un pequeño libro de cocina que contenía todas las recetas.

Como el fin de semana andábamos en busca de recuerdos materiales, le hicimos una visita al Saturday Night Market, un inmenso mercadillo donde hay todo tipo de souvenirs y puestos de comida (parada obligatoria para estómagos insaciables). Fue aquí donde compramos una bandeja de sushi recién hecho por tan solo 1,50 €, algo impensable en Europa. Lo ideal es ir bien temprano (sobre las 17:00), ya que en seguida se llena de gente y casi es imposible avanzar unos metros sin ir dando codazos.


Nuestra última excursión fue a un santuario de elefantes: el Dumbo Elephant SpaA la hora de elegir el centro, prestamos atención a que las condiciones de los animales fueran apropiadas mirando en Internet, ya que nos habían advertido de que en algunos negocios el trato no es el mejor. Allí pudimos alimentar a una pequeña manada de elefantes con fruta fresca y bañarnos con ellos en el río. Lo que más nos sorprendió fue lo dura y áspera que es su piel, así como la cantidad de comida que pueden ingerir. El baño en el río fue una divertida y refrescante oportunidad de interactuar con ellos.


Chiang Mai fue nuestro último destino, ya que después tan solo regresamos a Bangkok para coger nuestro vuelo de vuelta. Diría que esta ciudad fue la que más gratamente nos sorprendió, aunque de todos los lugares nos llevamos experiencias e impresiones únicas, sobre todo por lo que a la amabilidad de la gente se refiere (no en vano recibe a menudo el nombre de «país de las sonrisas»).  Un nombre que, a nuestro parecer, le hace justicia.

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