El primer domingo de Adviento ha llegado y, con él, la sensación de que no queda nada para navidades. La ciudad ya se ha engalanado con guirnaldas de luces, estrellas rojas y velas. Parece que las restricciones debidas a la COVID-19 van para largo, así que el tiempo continúa pasando sin prisa, y ya hay una serie de costumbres que se han asentado los fines de semana. Ir al mercadillo en Wiehre para comprar quesos franceses y comer pizza napolitana con los dedos entumecidos por el frío; dar breves paseos por Ebnet para contemplar la pequeña iglesia iluminada y la niebla que cubre las colinas de la Selva Negra; hornear bizcochos con lo que encuentro en la despensa, como las últimas castañas que quedaban y que recolectamos a principios de mes; leer las descripciones de Julio Llamazares sobre las catedrales de España ―que ha logrado reavivar mis ganas de emprender largos viajes por España―; pintar motivos botánicos con acuarelas o escribir en mi diario a la luz de una vela.
Actualmente,
tan solo tengo que viajar a Bonn cada dos semanas, de manera que tengo más
tiempo para disfrutar de la Gemütlichkeit
navideña en Friburgo. Van a ser las primeras navidades que no pase en Valencia,
lo cual me resulta un poco triste, pero también es una oportunidad para disfrutar
de estas fechas en Alemania, aunque todo tendrá que celebrarse de forma
distinta. Si nada cambia, pasaremos la Nochebuena en Osnabrück, donde vive la
familia de M. por parte materna. Ya visitamos esta ciudad, la tercera más
grande de Baja Sajonia, cuando realizamos un viaje al mar del Norte. Este año,
por desgracia, toca prescindir del aliciente de los mercadillos navideños, una
de las atracciones más deseadas en esta época. He de admitir que nuestra
decoración navideña de este año es más bien austera. Tan solo he comprado un
par de adornos y una guirnalda de luces. Sopesé comprar una corona de Adviento,
pero las artificiales me parecían horribles y las naturales eran, en mi
opinión, excesivamente caras. Supongo que la mejor opción habría sido hacerla
manualmente con ramas y elementos naturales. Quizás el año próximo. La
Nochevieja, como de costumbre, la pasaremos en Berlín. La pregunta del millón
es si los restaurantes podrán abrir ya para esas fechas, ya que uno de los
atractivos de la capital siempre ha sido salir a comer.
Uno
de los problemas recurrentes con los que tengo que lidiar cuando llega el frío
es el cuidado de la piel. Tengo la piel muy sensible a los cambios de
temperatura, por lo que se me enrojece con facilidad. De ahí que sea vital hidratarla
con frecuencia y protegerla del sol (sí, incluso en invierno). Recientemente
empecé a seguir los consejos de la conocida como “rutina coreana”, así que he
estado probando distintos productos para mejorar la salud de mi piel. Para la
hidratación, recurro a cremas bastante untuosas, como la de crema de rostro de alverde
con aceite de oliva y la de onagra de Kneipp (esta última contiene, además,
10 % de urea, lo cual ha resultado ser muy beneficioso para mis
esporádicos brotes de keratosis pilaris). En cuanto a la protección solar,
estoy encantada con esta de The Rituals, porque es muy ligera y no tiene el
olor penetrante que tanto recuerda a los días de verano en la playa. Para matizar
el enrojecimiento de la piel, utilizo de vez en cuando esta base de maquillaje
de Clinique.
Aunque
todavía falte un mes para concluir este año y, pese a las circunstancias
actuales, en mi caso el 2020 ha marcado un antes y un después en un sentido
positivo. Y tengo el presentimiento (ojalá se confirme) de que el 2021 será
todavía mucho mejor si cabe.
Las mudanzas han sido parte de mi vida en los últimos seis años. Por motivos de estudios o de trabajo, he vivido en Valencia, Friburgo, Heidelberg, Leipzig y Fráncfort. Este cambio incesante de residencia siempre iba acompañado de la emoción de visitar nuevos lugares y construir mi rutina en un entorno distinto al anterior, aunque sí que es cierto que también estaba ligado a tediosas tareas, como empadronarme cada vez o transportar todos mis objetos personales en cajas y maletas. Si a esto le sumamos una relación a distancia, es más que evidente que tanta rotación distaba mucho de ser ideal. Aunque considero que soy una persona que se adapta con rapidez a lugares nuevos, llevaba ya varios años deseando establecerme de manera definitiva en Friburgo junto con M. Eso ocurrió en abril de 2019.
Tras haber tenido que cancelar dos viajes por la pandemia (Israel en marzo y Nueva York en mayo), reservamos una semana en esta isla portuguesa de origen volcánico con la esperanza de que, como dicen, a la tercera fuera la vencida. Para nuestro alivio, esta vez no tocó hacer cambios de última hora y pudimos sobrevolar sin problemas el Atlántico. Ya desde el avión podían contemplarse las señas de identidad de Madeira: acantilados escarpados, modestas casas de tejados anaranjados y terrazas escalonadas para el cultivo. Como otros tantos turistas, nos hospedamos en la capital: Funchal. Nuestro hotel estaba ubicado prácticamente en primera línea de playa, por lo que pudimos disfrutar de vistas al mar al desayunar y cenar.
Pasada
la primera noche de descanso, visitamos el centro de la ciudad. Tal vez se
debiese a que era día festivo, pero nos sorprendió que no había demasiada gente
por las calles. Al igual que en el resto de la isla, la vida tiene lugar casi en
vertical, porque es imposible ir a ninguna parte sin tener que subir o bajar
una cuesta. No era raro escuchar cómo los motores de coches anticuados luchaban
por subir las empinadas carreteras. Así, no es de extrañar que algunos
visitantes opten por el teleférico para desplazarse hasta determinados puntos, como el Jardín Botánico. Madeira es conocida en
todo el mundo por la gran variedad de flores y plantas que alberga, y dicha
biodiversidad puede admirarse sin necesidad de recorrer toda la isla gracias a
este jardín. Desde especies endémicas, plantas tropicales y medicinales hasta
cactus de todo tipo. Gracias a la ubicación elevada del Jardín Botánico, es
posible contemplar la ciudad a vista de pájaro. Fue también en el casco antiguo
donde probamos la bebida más conocida de la isla: la Poncha. Sus ingredientes básicos son aguardiente, miel de caña y
zumo de limón natural, aunque en la mayoría de bares ofrecen versiones con zumo
de naranja o maracuyá.
El
domingo fuimos a descubrir el norte de la isla. Empezamos nuestra ruta en Santa Cruz, un pequeño pueblo de la
costa este. Entramos al mercado y visitamos distintos puestos de frutas y
pescado. Nos llamaron la atención los ejemplares de sable negro, un pescado que
habita en aguas de gran profundidad y que constituye una de las comidas típicas
de Madeira. A continuación fuimos a Machico,
donde paseamos a lo largo de una levada.
Las levadas son canales de irrigación
que transportan agua por toda la isla y que sirven como punto de referencia
para realizar senderismo. Después visitamos Santana, donde pueden verse las casas en las que muchos
agricultores vivían antiguamente, caracterizadas por sus techos inclinados de
paja. Al mediodía fuimos al tradicional restaurante Quinta do Furão, donde nos
dieron a probar el vino dulce madeirense y pudimos degustar un plato de sable
negro empanado con banana y batata. Por último, fuimos al mercado de Santo da
Serra, en el que probamos dos especialidades de la isla: el bolo de caco (un pan de harina de batata
untado con mantequilla de ajo) y la espetada
(carne ensartada en una brocheta de rama de laurel).
La
parte occidental de la isla la descubrimos montados en un 4x4, un vehículo
adecuado para los terrenos pedregosos que íbamos a recorrer. La ventaja de este
medio de transporte fue que nos permitió levantarnos de vez en cuando para
contemplar de pie la naturaleza de nuestro alrededor. Atravesamos frondosos
bosques de laurisilva en los que decenas
de mariposas monarca revoloteaban, la extensa meseta de Paul da Serra y laderas
repletas de plataneras y viñedos ―dos
de los principales cultivos de la isla―. Nuestra guía era una portuguesa que
había vivido durante 20 años en Suiza, y se notaba que conocía a fondo la flora
y fauna de su tierra. Realizamos varias paradas para recoger hojas de laurel y
curubas (fruta alargada similar a la fruta de la pasión), succionar el dulce néctar
de algunas flores (este secreto nos lo desveló la guía, no fue iniciativa
propia) y darnos un chapuzón en las piscinas naturales de Porto Moniz.
En
definitiva, Madeira es el lugar ideal para desgastar la suela del zapato perdiéndose
en sus idiosincrásicos paisajes, cuya diversidad es inmensa debido a los
diferentes mesoclimas que conviven en la isla.
La capital de Baviera es una ciudad señorial que hace gala de su pasado histórico. Todo en ella es distinguido: desde sus imponentes iglesias barrocas hasta el vestuario estudiado de sus habitantes. Las amplias avenidas bañadas de luz poco tienen que ver con los tortuosos callejones a los que Friburgo me tiene acostumbrada. El orden canónico de las fachadas parece reflejarse también en el armario de los muniqueses, quienes visten con frecuencia prendas caras de claro corte clásico, el extremo opuesto a los atuendos despreocupados e improvisados de la gente de Friburgo. Podría decirse que en Múnich hay mucho señoritingo y que en la ciudad de la Selva Negra reina más bien el ambiente hippie.
En nuestro primer día, dimos una vuelta por el centro de la ciudad, cosechando impresiones y sin ningún destino en mente. Visitamos algunos puntos clave, como la plaza del ayuntamiento (Marienplatz) o el inmenso Jardín Inglés (Englischer Garten), repleto de adolescentes que amortizaban las horas de sol con juegos de pelota. El martes hicimos un pequeño recorrido cuyo punto de partida fue la Haus der Kunst, un museo neoclasicista construido con fines propagandísticos durante el Tercer Reich. A continuación paseamos hasta el Hofgarten, un jardín barroco muy céntrico desde donde puede contemplarse la Theatinerkirche, cuya llamativa fachada amarilla puede verse desde cualquier punto de Odeonsplatz. Con los pies algo martirizados, decidimos darnos un capricho alcohólico en uno de los bares más emblemáticos de Múnich: Schumann´s. Otra visita obligatoria era el Viktualienmarkt, un mercado al aire libre que lleva en activo desde 1807. En los puestos venden todo tipo de alimentos: zumos, especias mediterráneas, salchichas, verduras…
El miércoles tomamos el desayuno
en el Caffè Conte, donde nos sirvieron un bol de açaí con cereales, un zumo de
naranja y zanahoria, dos capuchinos, un Franzbrötchen
(cruasán de canela) y un sándwich de salami (M. es más fan de los desayunos
salados, mientras que a mí me entra la vena golosa durante las primeras horas
del día). Tras reponer fuerzas, nos pusimos en camino al Starnberger See, uno
de los lagos más conocidos de Múnich. Nada más llegar, nos encontramos con
una familia de cisnes en la orilla. No estaba repleto de turistas y el calor
era soportable, de manera que había muchos roquedales que invitaban a tomar
asiento para contemplar las aguas en tranquilidad. Nos dimos un chapuzón rápido
y cogimos el S-Bahn de vuelta a la ciudad. Al atardecer, paseamos por
Schwabing, uno de los barrios más densamente poblados, caracterizado por
impresionantes edificios decimonónicos y un inacabable repertorio de
restaurantes y cafeterías.
La primera vez que estuve en Múnich, se me quedó grabado el antiguo cementerio del sur, probablemente porque no estaba acostumbrada a los ornamentos de las lápidas, las flores silvestres y la normalidad con la que la gente paseaba como si se tratase de un parque más. Nada tienen que ver los cementerios alemanes con los españoles. También hay que tener en cuenta que en los cementerios antiguos no se suele enterrar a gente que ha fallecido recientemente, sino que forman parte de la historia de la ciudad y pasan a ser rincones de quietud en los que la gente aprovecha para leer en un banco sin ser molestados o dar un paseo.
El penúltimo día de nuestro
viaje, comimos tortitas americanas (banderita de barras y estrellas incluida).
M. se fue a la biblioteca a trabajar y yo di una vuelta por la Alte Pinakothek,
un museo donde hay expuestas diversas obras de arte europeo desde el siglo XIV
hasta el XVIII. Destacan pintores como Rubens, Van Gogh, Durero o Murillo. Existe
la oportunidad de escuchar breves explicaciones sobre los lienzos mediante una
aplicación del móvil, cuyo acceso viene incluido en el precio de la entrada.
Merece la pena sin duda.
Otra de las principales atracciones de la ciudad por la que discurre el Isar es la ola de los surfistas: la Eisbachwelle. Se encuentra en el Jardín Inglés, cerca de un pequeño puente. Al parecer surfear allí era hasta hace poco ilegal, pero a partir de 2010 se autorizó. Por motivos de seguridad, tan solo puede haber una persona en la ola, así que el resto hacen cola para saltar al agua. A causa de la fuerza con la que fluye el agua, hay muchos surfistas que tan solo aguantan unos segundos en la cresta, mientras que hay otros más experimentados que se permiten el lujo de ir de lado a lado y dar alguna que otra pirueta en el aire.
Acabamos nuestro viaje en la
capital bávara con una visita a una de las tabernas más antiguas y famosas: Hofbräuhaus.
Compartimos un litro de cerveza, servida en la típica jarra de cristal que
tanto trabajo cuesta levantar durante los primeros tragos. Como bien es sabido
que el alcohol hace rugir el estómago, calmamos el apetito con un par de tapas
españolas al aire libre en Schwabing. Supongo que lo suyo habría sido zamparnos
un codillo con chucrut, pero no sé yo si una cena tan contundente le habría
sentado bien al cuerpo.
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