sábado, 29 de agosto de 2020

La isla de Madeira





Tras haber tenido que cancelar dos viajes por la pandemia (Israel en marzo y Nueva York en mayo), reservamos una semana en esta isla portuguesa de origen volcánico con la esperanza de que, como dicen, a la tercera fuera la vencida. Para nuestro alivio, esta vez no tocó hacer cambios de última hora y pudimos sobrevolar sin problemas el Atlántico. Ya desde el avión podían contemplarse las señas de identidad de Madeira: acantilados escarpados, modestas casas de tejados anaranjados y terrazas escalonadas para el cultivo. Como otros tantos turistas, nos hospedamos en la capital: Funchal. Nuestro hotel estaba ubicado prácticamente en primera línea de playa, por lo que pudimos disfrutar de vistas al mar al desayunar y cenar.

Pasada la primera noche de descanso, visitamos el centro de la ciudad. Tal vez se debiese a que era día festivo, pero nos sorprendió que no había demasiada gente por las calles. Al igual que en el resto de la isla, la vida tiene lugar casi en vertical, porque es imposible ir a ninguna parte sin tener que subir o bajar una cuesta. No era raro escuchar cómo los motores de coches anticuados luchaban por subir las empinadas carreteras. Así, no es de extrañar que algunos visitantes opten por el teleférico para desplazarse hasta determinados puntos, como el Jardín Botánico. Madeira es conocida en todo el mundo por la gran variedad de flores y plantas que alberga, y dicha biodiversidad puede admirarse sin necesidad de recorrer toda la isla gracias a este jardín. Desde especies endémicas, plantas tropicales y medicinales hasta cactus de todo tipo. Gracias a la ubicación elevada del Jardín Botánico, es posible contemplar la ciudad a vista de pájaro. Fue también en el casco antiguo donde probamos la bebida más conocida de la isla: la Poncha. Sus ingredientes básicos son aguardiente, miel de caña y zumo de limón natural, aunque en la mayoría de bares ofrecen versiones con zumo de naranja o maracuyá.




Una de las excursiones más agotadoras y a la vez más sorprendentes fue la caminata hasta el punto más alto de la isla:
Pico Ruivo, cuya altitud máxima es de 1 861 m. La peculiaridad de esta ruta de senderismo residía en que, llegado cierto punto, nos encontramos rodeados por un denso manto de nubes que impedía ver los niveles inferiores, por lo que nos embargó la extraña sensación de estar caminando en dirección al cielo. Para llegar a la zona más alta, nos tocó atravesar varias cuevas y pasar por tramos un tanto peliagudos, como una parte muy estrecha donde no había barandilla de seguridad junto a un abismo con varios metros de caída. Anduvimos un total de cuatro horas, así que no tuvimos demasiados problemas para conciliar el sueño aquella noche.




El domingo fuimos a descubrir el norte de la isla. Empezamos nuestra ruta en Santa Cruz, un pequeño pueblo de la costa este. Entramos al mercado y visitamos distintos puestos de frutas y pescado. Nos llamaron la atención los ejemplares de sable negro, un pescado que habita en aguas de gran profundidad y que constituye una de las comidas típicas de Madeira. A continuación fuimos a Machico, donde paseamos a lo largo de una levada. Las levadas son canales de irrigación que transportan agua por toda la isla y que sirven como punto de referencia para realizar senderismo. Después visitamos Santana, donde pueden verse las casas en las que muchos agricultores vivían antiguamente, caracterizadas por sus techos inclinados de paja. Al mediodía fuimos al tradicional restaurante Quinta do Furão, donde nos dieron a probar el vino dulce madeirense y pudimos degustar un plato de sable negro empanado con banana y batata. Por último, fuimos al mercado de Santo da Serra, en el que probamos dos especialidades de la isla: el bolo de caco (un pan de harina de batata untado con mantequilla de ajo) y la espetada (carne ensartada en una brocheta de rama de laurel).



La parte occidental de la isla la descubrimos montados en un 4x4, un vehículo adecuado para los terrenos pedregosos que íbamos a recorrer. La ventaja de este medio de transporte fue que nos permitió levantarnos de vez en cuando para contemplar de pie la naturaleza de nuestro alrededor. Atravesamos frondosos bosques de laurisilva en los que decenas de mariposas monarca revoloteaban, la extensa meseta de Paul da Serra y laderas repletas de plataneras y viñedos ―dos de los principales cultivos de la isla―. Nuestra guía era una portuguesa que había vivido durante 20 años en Suiza, y se notaba que conocía a fondo la flora y fauna de su tierra. Realizamos varias paradas para recoger hojas de laurel y curubas (fruta alargada similar a la fruta de la pasión), succionar el dulce néctar de algunas flores (este secreto nos lo desveló la guía, no fue iniciativa propia) y darnos un chapuzón en las piscinas naturales de Porto Moniz.

En definitiva, Madeira es el lugar ideal para desgastar la suela del zapato perdiéndose en sus idiosincrásicos paisajes, cuya diversidad es inmensa debido a los diferentes mesoclimas que conviven en la isla.





3 comentarios

  1. Definitivamente des de ahora Madeira está en mi lista de sitios por visitar. Me ha gustado mucho que haya opción de hacer senderismo (aunque por lo que veo la ciudad en si da para subir y bajar tanto como quieras). Gracias por la información y me alegro de que hayáis podido ir :)

    Un fuerte abrazo,
    Anna

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    Respuestas
    1. (Creo que comentado des de mi otro correo)

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    2. Si te gusta el senderismo, es la isla ideal para ello :) Muchas gracias por pasarte, Anna. ¡Espero que todo vaya muy bien!

      Un abrazo,
      Laura

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