lunes, 20 de mayo de 2024

Kioto

 




«Kioto is brown and grainy, and not just because it aged. Rather than wait for time to do its work, homeowners used to coat pillars and beams with kakishibu (persimmon juice), so that they would darken even faster».

Another Kyoto, de Alex Kerr.


Kioto nos recibe con un calor veraniego y un sol implacable bajo el que tenemos que arrastrar nuestro equipaje. Tras dejar todos los bártulos en el hotel, entramos en el Café Beniyuki, completamente vacío, a excepción de unos peces amarillos en un pequeño acuario y un retraído camarero con muy buen gusto musical. Tomamos asiento en la barra de madera oscura, con vistas al apacible jardín zen del interior. Sin decir nada, el camarero nos sirve agua bien fría en delicados recipientes de cristal con estampado de burbujas. En la entrada del baño, envuelto en una acogedora luz cálida, hay unos zuecos de madera que hay que calzarse para entrar.


Terminados nuestros cafés, caminamos hasta los jardines de Kennin-ji, el templo zen más antiguo de todo Kioto. Nada más entrar en el interior, nos aguarda un lienzo en el que están representados los dioses del viento y del trueno, que orbitan con rostro demoníaco frente a un fondo dorado. Las pinturas de los fusumas (puertas corredizas) son vagas representaciones de tinta negra, brocha relajada y paisajes cubiertos de niebla. Un estilo artístico similar al impresionismo que Alex Kerr describe como gyo. Nos sentamos en un banco para contemplar Daiō-en, un jardín de grava que emplea exclusivamente rocas y arena, donde destacan los patrones ondulantes trazados en el suelo. Un águila sobrevuela el cielo límpido a pocos metros de distancia. Vemos muchas de estas aves durante el resto de nuestra estancia en Kioto. La última parada dentro del recinto de Kennin-ji es la impresionante pintura de los dragones gemelos en el alto techo de Nenge-do.


Por la noche, cruzamos el puente erigido sobre el río Kamo para deambular por la avenida Pontocho, flanqueada por edificios bajos de madera e iluminada con farolillos rojos. Famosa por sus restaurantes y bares, es el lugar ideal para llenar el estómago. Cenamos en el pequeño restaurante familiar Mamaya, en el que cocinan con ingredientes frescos, locales y de temporada, como es lo propio en la cocina obanzai. Son platos sencillos en los que se resalta el sabor único de cada producto, y la cocinera es una adorable mujer japonesa que habla español, ayudada por su venerable padre, que dice hai constantemente mientras va apuntando la comanda en una pequeña libreta. La comida es excelente, y agradecemos nuestra suerte por haber podido ocupar una mesa que, en principio, estaba reservada, pero los comensales no han aparecido.


Al día siguiente visitamos el templo Kiyomizu-dera, y casi lo lamentamos de inmediato. Como muchos otros lugares en esta ciudad, es un hervidero de turistas. Muchos de ellos alquilan kimonos para completar la experiencia, reduciendo la prenda a un simple atuendo pintoresco. Para huir de las masificaciones, decidimos recorrer Kioto sobre dos ruedas, así que alquilamos unas bicicletas eléctricas todo el día. Nos aprovisionamos de repostería y productos salados en la panadería Slō, donde ya se forma una ordenada cola antes de que abra. La mejor compra: un bollo relleno de anko (una pasta dulce elaborada con judías azuki) y mantequilla.


Cruzamos todo Kioto sobre pedales para llegar hasta el bosque de bambú Arashiyama. Durante el recorrido, pasamos junto a invernaderos y huertos de verduras hasta alcanzar el río, a cuyas orillas crecen vibrantes flores amarillas de colza y delicadas flores blancas de rábano silvestre. Recorremos los transitados senderos del bosque; el viento mece los robustos tallos del bambú, proyectando sombras danzantes sobre el camino. Decidimos hacer una pausa en el jardín Ōkōchi Sansō, la antigua residencia del actor japonés Denjirō Ōkōchi. Tomamos asiento en la cafetería del recinto para contemplar los tranquilos alrededores mientras bebemos un té amargo.


Tras bajar la colina, dejamos las bicis junto a una valla y subimos el empinado camino hasta el templo Daihikaku Senkōji, situado en lo alto de la montaña. Como es a última hora de la tarde, solo se escucha el arrullo del agua de las pequeñas cascadas y el gorjeo de algún que otro pájaro. Los paisajes son verde esmeralda gracias a las alfombras de musgo que recubren toda superficie visible, y las colinas están habitadas por imponentes arces y cedros japoneses. Emprendemos el camino de vuelta y, antes de que anochezca, encontramos un tranquilo banco donde comer nuestras fiambreras bento a orillas del río, mientras contemplamos cómo un border collie enérgico atrapa repetidas veces un frisbee lanzado por su dueña. Unos metros más allá, un niño recoge las pelotas de béisbol que su padre le lanza. Resulta que el béisbol es el deporte nacional por excelencia. Llegada la noche, cenamos en un acogedor local de sushi, regentado por un único hombre que hace las veces de camarero y cocinero: detrás de una alargada barra, prepara sashimi y delicados entrantes en refinados platitos de porcelana. De fondo, suena una frenética melodía de jazz.











Las casas unifamiliares del camino del filósofo rezuman tranquilidad. Los jardines minimalistas de los soportales son pequeños oasis florales perfectamente cuidados. Las entradas están custodiadas por graciosas esculturas de cerámica que se asemejan a un mapache: son los tanuki, que simbolizan la buena suerte y la prosperidad. Los cerezos del sendero todavía no están en plena floración. Sin embargo, de vez en cuando, se avista algún árbol solitario ya engalanado de blanco o rosa. En el silencioso templo Anraku-ji encontramos bonitos jarrones de ikebana en sitios inesperados. Hay un apacible monje que lee las escrituras sin dejarse molestar por los visitantes. Su rostro es amable y relajado, e intercambia un par de palabras cariñosas con una niña pequeña que viste calcetines rematados con unos volantes fruncidos.


Para saciar el hambre, nos desplazamos al mercado Nishiki, donde los precios son demasiado altos para la calidad que se ofrece. Probamos los takoyaki, pequeñas bolas de masa típicas de Osaka, pero el mejor manjar son los tacos de un puestecito fuera del mercado, donde un padre y su hijo de unos diez años preparan la especialidad mexicana con una dedicación envidiable. Por las tardes, aprovecho para redactar en mi diario durante nuestras visitas al Café Gojo. Es más fácil escribir con un dulce y cremoso matcha latte al lado.


Cuando cae la noche, cogemos el metro para ir hasta el santuario Fushimi Inari. La hilera interminable de toriis rojas cobran vida en la oscuridad gracias a la iluminación, y constituyen un sendero geométrico que nos guía hasta la cima del monte Inari. Ni rastro de las masas de turistas, sino únicamente pequeños grupos aislados de extranjeros y japoneses. Fundado en honor al dios del arroz Inari, los protectores del templo son una serie de estatuas de zorros (kitsune), algunas de las cuales llevan una llave en la boca, que simboliza su papel como guardianes de los graneros. Cada cierto tiempo, se oye la vibración del funcionamiento de las máquinas expendedoras de las áreas de descanso. Por lo demás, la ciudad calla, y los macacos saltan por las ramas en plena oscuridad, sin llegar a bajar a tierra. Admiramos el entramado de luces de Kioto en uno de los miradores, respirando el frescor del bosque a nuestro alrededor. Merece la pena la visita nocturna para perderse en la interminable pasarela iluminada y sus sombras fantasmagóricas.


Un día antes de partir hacia Osaka, regresamos a Arashiyama para ir al Monkey Park Iwatayama. El macaco al que alimentamos coge las rodajas de plátano con gran destreza y seguridad, desechando la piel. Se nota que están acostumbrados al contacto humano. M. acaricia con suavidad la espalda de uno de ellos y este se gira mosqueado. Cruzando el puente de madera Togetsukyo, atestado de personas, vemos un abuelo encorvado que lleva a su nieto cogido de la mano, mientras que en la otra mano sostiene un cazamariposas. A orillas del río, un padre intenta pescar con sus dos hijos pequeños. Parece que el domingo, como en España, se aprovecha en familia. Numerosos grupos de personas extienden sus esterillas de plástico azul y se congregan bajo los cerezos en flor. Pero, para ver la plena floración, tendremos que esperar a llegar a nuestra siguiente parada: Osaka.










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