«Kioto is brown and grainy, and not just because it aged. Rather than wait for time to do its work, homeowners used to coat pillars and beams with kakishibu (persimmon juice), so that they would darken even faster».
Another Kyoto, de Alex Kerr.
Kioto nos
recibe con un calor veraniego y un sol implacable bajo el que tenemos que
arrastrar nuestro equipaje. Tras dejar todos los bártulos en el hotel, entramos
en el Café Beniyuki, completamente vacío, a excepción de unos peces amarillos
en un pequeño acuario y un retraído camarero con muy buen gusto musical. Tomamos
asiento en la barra de madera oscura, con vistas al apacible jardín zen del
interior. Sin decir nada, el camarero nos sirve agua bien fría en delicados
recipientes de cristal con estampado de burbujas. En la entrada del baño,
envuelto en una acogedora luz cálida, hay unos zuecos de madera que hay que calzarse
para entrar.
Terminados
nuestros cafés, caminamos hasta los jardines de Kennin-ji, el templo zen más
antiguo de todo Kioto. Nada más entrar en el interior, nos aguarda un lienzo en
el que están representados los dioses del viento y del trueno, que orbitan con
rostro demoníaco frente a un fondo dorado. Las pinturas de los fusumas (puertas corredizas) son vagas
representaciones de tinta negra, brocha relajada y paisajes cubiertos de
niebla. Un estilo artístico similar al impresionismo que Alex Kerr describe
como gyo. Nos sentamos en un banco
para contemplar Daiō-en, un jardín de grava que emplea exclusivamente rocas y
arena, donde destacan los patrones ondulantes trazados en el suelo. Un águila
sobrevuela el cielo límpido a pocos metros de distancia. Vemos muchas de estas
aves durante el resto de nuestra estancia en Kioto. La última parada dentro del
recinto de Kennin-ji es la impresionante pintura de los dragones gemelos en el
alto techo de Nenge-do.
Por la noche, cruzamos el puente erigido sobre el río Kamo para deambular por la avenida Pontocho, flanqueada por edificios bajos de madera e iluminada con farolillos rojos. Famosa por sus restaurantes y bares, es el lugar ideal para llenar el estómago. Cenamos en el pequeño restaurante familiar Mamaya, en el que cocinan con ingredientes frescos, locales y de temporada, como es lo propio en la cocina obanzai. Son platos sencillos en los que se resalta el sabor único de cada producto, y la cocinera es una adorable mujer japonesa que habla español, ayudada por su venerable padre, que dice hai constantemente mientras va apuntando la comanda en una pequeña libreta. La comida es excelente, y agradecemos nuestra suerte por haber podido ocupar una mesa que, en principio, estaba reservada, pero los comensales no han aparecido.
Al día siguiente visitamos el templo Kiyomizu-dera, y casi lo lamentamos de inmediato. Como muchos otros lugares en esta ciudad, es un hervidero de turistas. Muchos de ellos alquilan kimonos para completar la experiencia, reduciendo la prenda a un simple atuendo pintoresco. Para huir de las masificaciones, decidimos recorrer Kioto sobre dos ruedas, así que alquilamos unas bicicletas eléctricas todo el día. Nos aprovisionamos de repostería y productos salados en la panadería Slō, donde ya se forma una ordenada cola antes de que abra. La mejor compra: un bollo relleno de anko (una pasta dulce elaborada con judías azuki) y mantequilla.
Cruzamos todo Kioto sobre pedales para llegar hasta el bosque de bambú Arashiyama. Durante el recorrido, pasamos junto a invernaderos y huertos de verduras hasta alcanzar el río, a cuyas orillas crecen vibrantes flores amarillas de colza y delicadas flores blancas de rábano silvestre. Recorremos los transitados senderos del bosque; el viento mece los robustos tallos del bambú, proyectando sombras danzantes sobre el camino. Decidimos hacer una pausa en el jardín Ōkōchi Sansō, la antigua residencia del actor japonés Denjirō Ōkōchi. Tomamos asiento en la cafetería del recinto para contemplar los tranquilos alrededores mientras bebemos un té amargo.
Tras bajar la colina, dejamos las bicis junto a una valla y subimos el empinado camino hasta el templo Daihikaku Senkōji, situado en lo alto de la montaña. Como es a última hora de la tarde, solo se escucha el arrullo del agua de las pequeñas cascadas y el gorjeo de algún que otro pájaro. Los paisajes son verde esmeralda gracias a las alfombras de musgo que recubren toda superficie visible, y las colinas están habitadas por imponentes arces y cedros japoneses. Emprendemos el camino de vuelta y, antes de que anochezca, encontramos un tranquilo banco donde comer nuestras fiambreras bento a orillas del río, mientras contemplamos cómo un border collie enérgico atrapa repetidas veces un frisbee lanzado por su dueña. Unos metros más allá, un niño recoge las pelotas de béisbol que su padre le lanza. Resulta que el béisbol es el deporte nacional por excelencia. Llegada la noche, cenamos en un acogedor local de sushi, regentado por un único hombre que hace las veces de camarero y cocinero: detrás de una alargada barra, prepara sashimi y delicados entrantes en refinados platitos de porcelana. De fondo, suena una frenética melodía de jazz.
Las casas
unifamiliares del camino del filósofo rezuman tranquilidad. Los jardines
minimalistas de los soportales son pequeños oasis florales perfectamente
cuidados. Las entradas están custodiadas por graciosas esculturas de cerámica
que se asemejan a un mapache: son los tanuki,
que simbolizan la buena suerte y la prosperidad. Los cerezos del sendero todavía
no están en plena floración. Sin embargo, de vez en cuando, se avista algún
árbol solitario ya engalanado de blanco o rosa. En el silencioso templo Anraku-ji
encontramos bonitos jarrones de ikebana
en sitios inesperados. Hay un apacible monje que lee las escrituras sin dejarse
molestar por los visitantes. Su rostro es amable y relajado, e intercambia un
par de palabras cariñosas con una niña pequeña que viste calcetines rematados con
unos volantes fruncidos.
Para
saciar el hambre, nos desplazamos al mercado Nishiki, donde los precios son demasiado
altos para la calidad que se ofrece. Probamos los takoyaki, pequeñas bolas de masa típicas de Osaka, pero el mejor
manjar son los tacos de un puestecito fuera del mercado, donde un padre y su
hijo de unos diez años preparan la especialidad mexicana con una dedicación
envidiable. Por las tardes, aprovecho para redactar en mi diario durante
nuestras visitas al Café Gojo. Es más fácil escribir con un dulce y cremoso matcha latte al lado.
Cuando cae
la noche, cogemos el metro para ir hasta el santuario Fushimi Inari. La hilera
interminable de toriis rojas cobran
vida en la oscuridad gracias a la iluminación, y constituyen un sendero
geométrico que nos guía hasta la cima del monte Inari. Ni rastro de las masas
de turistas, sino únicamente pequeños grupos aislados de extranjeros y
japoneses. Fundado en honor al dios del arroz Inari, los protectores del templo
son una serie de estatuas de zorros (kitsune),
algunas de las cuales llevan una llave en la boca, que simboliza su papel como
guardianes de los graneros. Cada cierto tiempo, se oye la vibración del
funcionamiento de las máquinas expendedoras de las áreas de descanso. Por lo
demás, la ciudad calla, y los macacos saltan por las ramas en plena oscuridad,
sin llegar a bajar a tierra. Admiramos el entramado de luces de Kioto en uno de
los miradores, respirando el frescor del bosque a nuestro alrededor. Merece la
pena la visita nocturna para perderse en la interminable pasarela iluminada y
sus sombras fantasmagóricas.
Un día
antes de partir hacia Osaka, regresamos a Arashiyama para ir al Monkey Park
Iwatayama. El macaco al que alimentamos coge las rodajas de plátano con gran
destreza y seguridad, desechando la piel. Se nota que están acostumbrados al
contacto humano. M. acaricia con suavidad la espalda de uno de ellos y este se
gira mosqueado. Cruzando el puente de madera Togetsukyo, atestado de personas,
vemos un abuelo encorvado que lleva a su nieto cogido de la mano, mientras que
en la otra mano sostiene un cazamariposas. A orillas del río, un padre intenta
pescar con sus dos hijos pequeños. Parece que el domingo, como en España, se
aprovecha en familia. Numerosos grupos de personas extienden sus esterillas de
plástico azul y se congregan bajo los cerezos en flor. Pero, para ver la plena
floración, tendremos que esperar a llegar a nuestra siguiente parada: Osaka.
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