Estas vacaciones de semestre las he pasado a
orillas del Mediterráneo: dos semanas en mi natal Valencia, evitando el agobiante
ambiente de las Fallas, y una en Ibiza, destino estrella de los amantes de la
vida nocturna con acento español. He de confesar que esta isla nunca me había
atraído demasiado, en gran parte porque no soy partidaria de los retiros de sol
y playa donde el principal pasatiempo consiste en untarse con crema solar hasta
los entresijos de los dedos del pie y en freírse la piel de manera uniforme,
evitando así el temido acabado “fresa y nata” que tan extendido está en la
comunidad de veraneantes guiris. Aun así, tras un semestre cargado de exámenes
(he cursado un total de 9 asignaturas por desajustes del recién implantado plan
de estudios de mi máster), la idea de relajarme en una isla cercana en
temporada baja fue ganando en atractivo.
Durante nuestro tiempo en la isla, nos alojamos
en la zona norte, en el pueblo de Sant Antoni de Portmany. Los dos primeros
días en Ibiza, alquilamos bicis para disfrutar de una mayor movilidad, ya que
el transporte público viene a ser una catástrofe. Con sed de mar, a pesar de
que en Valencia ya habíamos hecho excursiones a la Playa del Saler y a Cullera,
nos decidimos por ir a dos calas famosas: la Cala Bassa y Comte. Tras atravesar
caminos pedregosos y ligeramente empinados —toda una suerte que acabara con una
bicicleta de montaña a falta de bicis
de paseo para mi estatura—, llegamos primero a la Cala Bassa, donde a esa hora
ya había varios turistas y lugareños bronceándose o refrescándose en aguas
prácticamente transparentes.
En consonancia con el espíritu despreocupado
ibicenco, patente incluso en los grafitis de las fachadas que rezan mensajes de
sincero “buenrollismo”, la mayoría de mujeres prescindían de la parte superior
del bikini. Nuestra siguiente parada fue la cercana cala de Comte, desde la que
podían avistarse algunos de los islotes más próximos. Había muchos coches
aparcados, porque se trata de un emplazamiento popular para contemplar el
atardecer, pero nuestras bicis carecían de luz, por lo que nos tocó regresar a
Sant Antoni antes de que anocheciera. Esto no nos impidió poder presenciar la
puesta de sol en las proximidades de hotel, que me trajo a la memoria uno de
los momentos más especiales de nuestras vacaciones en Gran Canaria.
Al día siguiente, decidimos ir al este de la
isla, al pueblo de Santa Agnès de la Corona. Este pueblo goza de fama por sus
almendros, pero cuando nosotros llegamos ya hacía tiempo que se había pasado la
época en flor, por lo que tuvimos que contentarnos con un corto paseo en
compañía de un pequeño perro mestizo, al que en un arrebato de originalidad
bautizamos como Aslan. El lugar era bastante tranquilo y apenas había gente, a
excepción de grupos reducidos de turistas; entre ellos una joya británica que
mostraba con orgullo una camiseta con el lema “Respect the locals” en la
espalda, una chulería insultante si se tiene en cuenta que el buen hombre había
tenido el descaro de aparcar en medio de la carretera ignorando las plazas de
aparcamiento libres a tan solo unos metros.
El viernes viajamos a Formentera en ferry, sin
ningún plan concreto en mente. Deambulamos por el camino en el que desembocaba
el puerto y acabamos dando con una residente que nos recomendó un restaurante
de buena relación calidad-precio. Llegamos hasta allí a través de un apacible
sendero paralelo a la costa, zona que pertenecía al Parque Natural de ses
Salines. Si de Ibiza ya nos sorprendió la poca contaminación visual (apenas hay
construcciones de gran altura y todavía quedan muchas zonas sin edificar),
Formentera nos gustó por la virginidad de la mayoría de sus paisajes y sus
bahías desérticas, donde tan solo se percibe la presencia humana por las
hileras de pequeñas embarcaciones. Al tener que regresar el mismo día a Ibiza,
volvimos al puerto con el tiempo pisándonos los talones, algo que atenta contra
mis principios de puntualidad compulsiva. Pese a llegar pocos minutos antes de
la hora de partida, tuvimos la suerte de poder ver cómo el último barco del día
zarpaba sin nosotros a bordo, porque al parecer estaba completo. Afortunadamente,
la compañía de bajo coste sabe cómo salir airosa de su nefasta capacidad de
organización al mantener un acuerdo con otra más cara, a quien manda los
pasajeros que, pese haber reservado billetes con antelación, han tenido que
quedarse en tierra. Un golpe de suerte que nos permitió tener unas vistas
privilegiadas desde la cubierta del barco.
El sábado fue un día especial. Viajamos al
norte para hacer una excursión a caballo. Nos decantamos por esta actividad
tras leer las valoraciones positivas de Tripadvisor. Si bien fue nuestro día
más caro con diferencia, mereció sin duda la pena. Los caballos se encontraban
en un parque natural, donde los animales disponen de 70 hectáreas en las que
pueden llevar una vida muy similar a la que llevarían en libertad. Este parque se
fundó con el objetivo de rescatar a aquellos caballos que han sufrido maltratos
o que estaban condenados a terminar en el matadero. Resultó ser una experiencia
inolvidable, no solo porque desde siempre me ha encantado montar a caballo,
sino porque la pareja que lleva esta iniciativa se esmeran en explicarte la
historia de cada uno de los animales y qué clase de relaciones han surgido
entre ellos.
Todo esto pasó hace aproximadamente una semana,
aunque tengo la sensación de que ha llovido mucho desde entonces. Las clases
del semestre comienzan el próximo martes, así que me toca despedirme de la
relajación total. El consuelo: la primavera y el verano son las mejores épocas para
estar en Alemania.
Me acabo de dar cuenta de que al final nunca
llegué a publicar mi estancia en Berlín en Nochevieja, así que quizás le
dedique próximamente otra entrada (nunca está de más desempolvar viejos
recuerdos).
P.D.: Todas las fotografías de esta entrada
están hechas con la cámara del móvil, ya que me dejé la cámara en Heidelberg porque
llevaba demasiado equipaje.
P.D. 2: He decidido darle un pequeño cambio de
aspecto al blog y publicar bajo mi verdadero nombre.
¡Menudas vacaciones!
ResponderEliminarGracias por la respuesta a mi comentario de la entrada pasada (lo acabo de ver hoy, pero más vale tarde que nunca). ¿Podrías aconsejarme sobre el tema "fiscalidad"? Quiero empezar a hacer pequeños trabajos de traducción con algunas agencias o plataformas pero me da miedo no estar dada de alta como autónomo. De ahí mi último comentario en tu entrada anterior.
Natalia.
Hola, Natalia:
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Me gustaría poder ayudarte con el tema de la fiscalidad, pero la verdad es que solo podría hablarte de cómo está la situación en Alemania, que es donde trabajo. Lo que es aplicable a ambos países es que tienes que estar segura de que el volumen de trabajo va a salirte rentable, teniendo en cuenta que vas a tener que pagar una cuota mensual a la Seguridad Social tanto si tienes ingresos como si no. Sobre la tramitación burocrática tendrás que informarte a través de Internet o preguntándole directamente a gente que ya trabaja como autónoma.
¡Lamento no poder serte de gran ayuda!
Un saludo,
Laura
Se me ha olvidado comentar que lo de la Seguridad Social solo aplica a España, ya que en Alemania estás exento de pagarla si no alcanzas un mínimo de ingresos.
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