„Ah, Venedig!
Eine herrliche Stadt! Eine Stadt von unwiderstehlicher Anziehungskraft für den
Gebildeten, ihrer Geschichte sowohl wie ihrer gegenwärtigen Reize wegen!“
La Venecia que Thomas Mann retrata es
una ciudad bien distinta a la que nos acogió hace un mes. Aunque, bien mirado,
esto podría afirmarse de todos los lugares turísticos. La atracción que esta
ciudad a orillas del Mar Adriático ejerció en tantos artistas se ve mermada por
las bandadas de turistas, quienes desfilan por los estrechos callejones como
hormigas en procesión. Pese a la alta concurrencia –agravada por los numerosos
cruceros que tienen la isla como destino–, es innegable que la ciudad tiene
mucho que ofrecer. Cuando el sol comienza a descender y las nubes se tiñen del
rosicler que anuncia el fin del día, muchos visitantes abandonan la ciudad y es
posible imaginarse qué aspecto tenía esta antes de la masificación turística.
Con un casco antiguo intocable,
Venecia es probablemente el único lugar donde no he visto saltos en el tiempo
en forma de aberraciones arquitectónicas de los 70. Entrar en la ciudad supone
un regreso al pasado -si uno consigue obviar los palos para selfies y las góndolas abarrotadas de
turistas asiáticos-. Sus románticos canales, sinuosas travesías y diáfanos
edificios renacentistas parecen haberse conservado sin apenas cambiar un ápice
a través de los siglos. Sin embargo, Venecia no se corresponde únicamente con
la imagen de destino idóneo para enamorados, sino que tiene otra cara mucho más
turbia: un inquietante ambiente de decadencia que Visconti tan bien supo
plasmar en la gran pantalla. Los días en los que la lluvia intermitente nos
sorprendía a cada rato, pudimos percibir con mayor claridad la nostalgia de la
urbe, al contemplar el horizonte marítimo o las fachadas de los edificios
ligeramente deterioradas a causa de las mareas altas.
Aunque visitamos algunos de los
lugares más emblemáticos, como la Plaza de San Marco o el puente de los
Suspiros, nos dejamos más bien llevar por la improvisación. Como no podía ser
de otra manera, no tener rumbo fijo nos hizo perdernos innumerables veces,
acabando en callejones sin salida que desembocaban en un canal.
Deambulando por la ciudad, dimos con unos jardines escondidos: los del palacio Ca' Zenobio
degli Armeni. Entrar en aquel lugar fue pasar del barullo a la
completa calma: tan solo había una pareja de ancianos jugando al ajedrez
en una esquina. En el edificio había una exposición con algunas obras de
la Biennale, mientras que en el exterior había figuritas de cristal de Murano.
Otro de los lugares que encontramos por casualidad fue un pequeño y acogedor
bar a orillas del canal, donde probamos los mejores Spritz del viaje (por
desgracia olvidamos apuntar el nombre y no he logrado encontrarlo de nuevo en
Internet).
Para no quedarnos únicamente con el
recuerdo de Venecia, hicimos una excursión Chioggia, una pequeña ciudad
pesquera que probablemente ha visto mejores tiempos. A excepción de la calle
principal, Chioggia parece estar sumida en un eterno sueño, hasta el punto de
que casi podría hablarse de una ciudad fantasma. Seguramente se deba a su
archiconocida vecina Venecia, quien sin duda le ha robado la mayor parte del
protagonismo. Aun así, la arquitectura recuerda en muchos sentidos a la
veneciana, como si se tratase de una réplica vacía a pequeña escala de la
capital del Véneto. La vida se concentraba en los pequeños bares junto al
puerto, abarrotados de pescadores con varias copas de más entre pecho y
espalda.
Fue precisamente aquí donde tuvimos
un curioso encuentro con Jackie Tonight, un trotamundos entrado en años de
barba amarillenta y mirada perdida. Este anciano nos invitó a entrar a su casa,
sumida en una luz tan tenue que los ojos necesitaban varios segundos para
acostumbrarse a ella. La inusual fachada, con zapatos colgados y múltiples
letreros a mano, ya delataba que el hogar de Jackie no era en absoluto
convencional, pero ni siquiera estas singularidades hacen justicia a lo que uno
se encuentra en el interior. No había un solo recoveco que no estuviese repleto
de fotografías deslucidas por el paso del tiempo, las cuales contrastaban con
los ramilletes de rosas frescas colocados en varios jarrones. Una larga mesa de
madera, presidida por dos tronos reales y con la cubertería dispuesta, daba a
entender que los comensales no tardarían en llegar. La prueba de que la mesa no
se había puesto en vano era un grueso libro de visitas, donde se recogían las
firmas de distintos viajeros que se habían dejado caer por allí. El carácter
esperpéntico lo garantizaban una
armadura con una calavera en el baño y un ataúd en el que el propio
Jackie aseguraba dormir cada noche.
Tal y como esperábamos, nuestra estancia en
Venecia nos permitió adentrarnos una ciudad que parece haberse quedado congelada en el tiempo, de manera que no es de extrañar que haya sido elegida por tantos artistas como el escenario idóneo para relatar sus historias.
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