jueves, 13 de septiembre de 2018

Volver al hogar por partida doble

Partimos cuando ya había caído la noche. Estaba demasiado oscuro como para divisar los campos de arroz de la Albufera, que a esas alturas del año tenían un color verde intenso. Al bajar del coche, aparcado justo al lado del alto edificio, nos recibió una apacible brisa de mar. «Es por la montaña, que resguarda de las olas de poniente», explicó mi padre. Desde el balcón podía escucharse cómo las olas rompían varios metros más abajo. Paseamos por la orilla, prácticamente desierta, hasta llegar a la isla que se anexionó a la tierra: l’illa dels pensaments. Ahora recuerdo que no fuimos a la cueva. Quizás a la próxima.

Por las noches cenábamos en el balcón. A veces el viento era tan violento que las cosas amenazaban con volarse. Sobre el plato casi siempre había marisco, ya fuese con arroz como sin compañía, hecho a la plancha. En uno de los paseos, fuimos hasta la lonja, donde había pescado para la venta al público. Los barcos desvencijados, maltratados por el salitre, me recordaron al discreto puerto de Chioggia. Pensé en los paralelismos entre los pueblos del Mediterráneo, puntos dispersos pero semejantes.

Una mañana, logré sorprender al sol cuando acababa de empezar su ascensión desde el horizonte. Fue el único amanecer que presencié. En el agua se reflejaba un haz de luz irregular y no había nadie nadando. Aún estaban poniendo la playa a punto: algunos funcionarios buscaban bolsas de plástico o colillas, otros reforzaban los tornillos de las lamas de madera.




La primera semana de septiembre, partimos a Berlín. Allí visitamos el Naturkundemuseum, donde podían admirarse inmensos esqueletos de dinosaurios y exposiciones sobre animales disecados, así como un didáctico cortometraje sobre la historia del universo. Tras dos horas curioseando, salimos en busca de café. Acabamos en una cafetería de Mitte que se asemejaba a otras tantas. El camarero, vestido de negro de los pies a la cabeza, hablaba exclusivamente en inglés. Tenía el pelo oxigenado y un septum llamativo, lo que según M. le aseguraba pasar la puerta de Berghain los fines de semana. Había una gran estantería llena de paquetes de café provenientes de Latinoamérica, y en las mesas se agolpaban jóvenes idénticos (nunca me paro a observarlos detenidamente) con portátiles Mac. Pedimos un cortado y salimos de allí lo antes posible.





El sábado, M. y yo fuimos a Kreuzberg en bici. Nos hicimos fotos en el mismo fotomatón que la última vez, hace tres años. Paseamos por calles residenciales donde apenas nos cruzamos con otras personas. Aquel era el Berlín que podía gustarte de inmediato. El encanto no esforzado, libre de espectáculos urbanos. 

El día que me tocaba coger el tren de partida, fuimos a Potsdam a ver una exposición de Gerhard Richter. Si tuviese que elegir una obra de todas las que vimos, me quedaría con Rot-Blau-Gelb (1972), aunque bien mirado podría ser un intestino grueso tras gafas psicodélicas. Potsdam me pareció ser el polo opuesto de Berlín, aunque también estaba llena de contrastes: había calles adoquinadas de aire provincial, pero a la vuelta de la esquina te topabas con suntuosas iglesias y parques inmensos.

Cuantas más veces regreso, más me doy cuenta de cómo los lugares se van volviendo hogar sin apenas darte cuenta.





1 comentario

  1. Me alegra mucho saber que el verano haya ido tan bien. En mi caso, al leer esta entrada he tenido la impresión de estar leyendo las primeras páginas de una novela. ¡Me has transportado totalmente!

    Un abrazo,

    Chelo

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