miércoles, 17 de julio de 2019

El mar del Norte - Föhr

 
Logramos embarcar en el último ferry con destino a Föhr por los pelos. Desde el taxi que nos llevaba al punto de partida, podían verse los prados de Schleswig-Holstein y los aerogeneradores dispuestos en fila. En el cielo se arremolinaban nubarrones densos, del mismo color grisáceo que el mar. La transición entre cielo y agua era igual de suave que en el Mediterráneo, pero aquí no eran los azules los que predominaban en el lienzo, sino tonos ceniza que auguraban tormenta constantemente, aunque luego solo cayese una llovizna molesta. Las gaviotas revoloteaban en torno al barco y, de vez en cuando, se quedaban suspendidas en el aire sin esfuerzo alguno, gracias a las fuertes ráfagas de viento que soplaban.
 
 
Llegamos al municipio de Wyk casi rozando la noche, pero seguía habiendo mucha luz. Más tarde me daría cuenta de que aquellos días nunca llegaría a anochecer del todo. Los edificios no superaban los tres pisos, y me recordaban a aquellos pueblecitos de cuento que se recrean en los parques temáticos, solo que sin los niños correteando de un extremo a otro ni la música épica de fondo. En el callejón donde nos hospedamos había casas de ladrillo rojo, a cuyas fachadas se encaramaban rosales en flor. Al ser una Estado federado colindante con Dinamarca, la arquitectura me trajo a la memoria un cuento de Andersen que leí de pequeña, con las ilustraciones del irlandés P.J. Lynch. Bajo varias ventanas se encontraban bancos blancos de aspecto cuidado, sobre los que se distinguían iniciales de caligrafía con diversas florituras. El callejón casi siempre estaba invadido por el olor a pescado, proveniente del restaurante Bi de Pump, un guiño a una antigua bomba de agua situada justo enfrente. La casa en la que dormimos estaba repleta de elementos de decoración marítimos, y desde las ventanas del salón podía contemplarse el horizonte gracias a una tarima ligeramente elevada.


 
 
El primer paseo por la playa fue una sesión de deporte. Había que ir con cuidado para no cortarse con los guijarros, las conchas partidas y los restos que yacían en la arena. No se veían olas embravecidas, como en el Atlántico, ni tampoco el vaivén monótono del Mediterráneo. El aspecto de la orilla lo determinaba el ciclo de la marea, el reflujo. Cuando el mar se escondía, dejaba al descubierto algas verdes, así como pequeñas llanuras de lodo rodeadas de agua. Hacía demasiado frío como para bañarse. Los sillones de mimbre estaban vacíos, y tan solo se distinguían pequeños grupos de personas que paseaban con zapatos.

La comida no fue nada del otro mundo, pero sí que hubo algunos descubrimientos culinarios, como los bocadillos de arenque marinado (Matjesbrötchen), el cruasán con canela típico del norte(Franzbrötchen) y la tarta de Frisia (friesische Torte). Muchas cafeterías y restaurantes tenían sillas con cojines de lana. Los prados de la isla están llenos de caballos, ovejas y vacas que pastan sin dejarse estorbar por los turistas en bicicleta.



El fin de semana antes de abandonar Föhr, fuimos a Hallig Hooge, la segunda Halligen más grande, después de Langeness. Estas son pequeñas islas que se inundan a veces de agua salada a causa de la marea. Con poco más de cien habitantes, no era de extrañar que tan solo hubiese un par de locales y un diminuto supermercado. La isla podía recorrerse en una especie de vagón alargado tirado por dos robustos percherones. La atracción principal era una pequeña iglesia y un cementerio, cuya peculiaridad era que las lápidas estaban gravadas por ambos lados. Junto a la iglesia se encontraba la casa en la que suelen residir el párroco y su mujer, pero estaba vacía. Dudo que haya lugares en la tierra donde se pueda llevar una mejor vida de ermitaño.
 

1 comentario

  1. Hola. Suena a un lugar donde pasar ver el tiempo transcurrir sin tener noción de que ha cambiado en el mundo.

    Espero hayas disfrutado de esta experiencia, aunque eso parece.

    Un saludo, que tengas días tranquilos.

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