Las escaleras que conducían a nuestro apartamento estaban cubiertas por una mullida alfombra de color rojo sangre, y los escalones se habían desgastado notablemente en aquellas partes en las que los pies de los inquilinos se habían apoyado durante décadas. Nuestro dormitorio ofrecía vistas a unos tejados azulados con las típicas chimeneas parisinas, y por las mañanas nos despertábamos contemplando los cielos plomizos de finales de octubre. El apartamento estaba lleno de ramos de flores secas, libros de Lonely Planet, lomográficas antiguas y planos de la ciudad enmarcados.
Nada más
despertarnos, íbamos a la panadería de la esquina para comprar el desayuno: baguete,
cruasanes de mantequilla recién hechos y pain
au chocolat. La siguiente parada era una de las queserías del barrio donde
estábamos alojados (XIe
arrondissement), y aquí elegíamos distintas cuñas de queso brie elaborado con leche de cabra y
oveja y embutido francés.
Era impensable
abandonar el edificio sin llevar el paraguas en la mano, ya que llovió casi
ininterrumpidamente el fin de semana entero. Muchos de los puestos de los
bouquinistes a orillas del río Sena estaban cerrados debido al mal tiempo. En
los Jardines de Luxemburgo, la salida del sol nos obsequió con un inmenso
arcoíris que se escondía tras las copas de los árboles, podados en perfectas
formas geométricas. Para resguardarnos de la lluvia, entramos en el Café de
Flore, donde tantos otros artistas y pensadores —como
Picasso, Sartre o Simone de Beauvoir—
habían pasado largas veladas.
La estancia en la
capital francesa fue un verdadero regalo para el paladar. El viernes, día de
nuestra llegada, cenamos en La Fresque, un restaurante tradicional que resultó
ser un auténtico hervidero incluso a altas horas de la noche. Todas las mesas
estaban ocupadas por comensales (en su mayoría franceses) que querían disfrutar
de comida tradicional de gran calidad a un precio asequible. El restaurante
está ubicado en el establecimiento de un antiguo comerciante de caracoles, y se
han conservado los llamativos frescos, los azulejos y las lámparas art déco. El sábado fuimos a La
Régalade, un establecimiento cerca del Louvre en el que nos sirvieron una terrine con pepinillos mientras
esperábamos el menú. Los platos tenían una presentación impecable y eran un
verdadero festín de colores.
Callejeamos
durante horas, descubriendo recónditos pasajes y patios interiores repletos de
vegetación; nos sorprendió la gran cantidad de librerías y anticuarios, que sin
duda reflejan la pasión que los parisinos sienten por la cultura. Por la noche,
las luces de la ciudad se reflejaban en el río, y la Torre Eiffel desprendía un
haz que recordaba al de los faros, para avisar sobre la proximidad a la costa.
Pese a no ser creyentes,
el domingo fuimos a una misa en la Iglesia de San Eustaquio, un edificio gótico
con elementos renacentistas. Tomar asiento en los bancos nos permitió
contemplar con tranquilidad el imponente interior y escuchar al coro, acompañado
del mayor órgano en Francia. Una vez finalizada la misa, fuimos al cementerio
de Montparnasse a visitar la tumba de Julio Cortázar. Pensar en París siempre significó
acordarse del comienzo del primer capítulo de Rayuela: «¿Encontraría a la Maga?
Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco
que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el
río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el
Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil
de hierro, inclinada sobre el agua».
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