Adentrarnos de noche en el bosque para buscar
algunas ramas de abeto y piñas, improvisar una corona de Adviento con un
candelabro de tan solo tres velas (anormalidad justificada, dado que el último
domingo nunca estamos en Friburgo), hornear dulces navideños y esperar hasta
que toda la casa se perfume con el intenso olor de la canela y el cardamomo, empaquetar
los regalos con papel rojo y cinta dorada, acompañar una buena lectura con una
infusión casera de piel de manzana...
A partir de noviembre, la luz se vuelve
todavía más escasa. A las cuatro de la tarde ya es de noche, y resulta difícil
no entrar en una especie de letargo. De no ser por las velas y las guirnaldas
de luces, el otoño tardío y el invierno serían estaciones oscuras en Alemania.
Es difícil acostumbrarse al frío, pero más difícil es tener la sensación de que
el manto gris que cubre el cielo no va a disiparse durante días. A finales de
noviembre cayó la primera nevada, relativamente pronto en comparación con los
años anteriores. Debido a las restricciones de la pandemia, se ha cancelado por
segundo año consecutivo el mercadillo de Navidad de Ebnet. Debería haber tenido
lugar el primer domingo de Adviento en el patio interior del castillo de Ebnet.
La falta de alicientes externos y las bajas temperaturas nos obligan a
quedarnos en casa o visitar otros amigos. Todo sucede entre las paredes del
hogar.
Últimamente me cuesta concentrarme en las
lecturas; mis pensamientos están más dispersos que de costumbre. Recientemente
finalicé La liebre con ojos ámbar, de
Edmund de Waal, en la que se relata la fascinante historia de la familia judía
Ephrussi a partir de unos curiosos objetos pequeños: una extensa colección de netsukes (diminutas esculturas japonesas
que se empleaban para fijar pequeñas bolsas que actuaban de bolsillos en la
indumentaria masculina, dado que los kimonos carecían de estos). Por lo demás, espero
comprar nuevos ejemplares cuando llegue a Valencia, adonde volaré el 21 de
diciembre.
Otra de las novedades de las últimas semanas
es la pequeña Maya, una gatita gris que adoptamos a principios de noviembre.
Como todavía es muy joven, le encanta dar saltos por toda la casa, descubrir
cada rincón del jardín y jugar con todo tipo de objetos que va encontrando. No
obstante, también tiene su lado cariñoso: le encanta sentarse en el regazo y
ronronea durante minutos en cuanto recibe algunas caricias.
Las escaleras que conducían a nuestro apartamento estaban cubiertas por una mullida alfombra de color rojo sangre, y los escalones se habían desgastado notablemente en aquellas partes en las que los pies de los inquilinos se habían apoyado durante décadas. Nuestro dormitorio ofrecía vistas a unos tejados azulados con las típicas chimeneas parisinas, y por las mañanas nos despertábamos contemplando los cielos plomizos de finales de octubre. El apartamento estaba lleno de ramos de flores secas, libros de Lonely Planet, lomográficas antiguas y planos de la ciudad enmarcados.
Nada más
despertarnos, íbamos a la panadería de la esquina para comprar el desayuno: baguete,
cruasanes de mantequilla recién hechos y pain
au chocolat. La siguiente parada era una de las queserías del barrio donde
estábamos alojados (XIe
arrondissement), y aquí elegíamos distintas cuñas de queso brie elaborado con leche de cabra y
oveja y embutido francés.
Era impensable
abandonar el edificio sin llevar el paraguas en la mano, ya que llovió casi
ininterrumpidamente el fin de semana entero. Muchos de los puestos de los
bouquinistes a orillas del río Sena estaban cerrados debido al mal tiempo. En
los Jardines de Luxemburgo, la salida del sol nos obsequió con un inmenso
arcoíris que se escondía tras las copas de los árboles, podados en perfectas
formas geométricas. Para resguardarnos de la lluvia, entramos en el Café de
Flore, donde tantos otros artistas y pensadores —como
Picasso, Sartre o Simone de Beauvoir—
habían pasado largas veladas.
La estancia en la
capital francesa fue un verdadero regalo para el paladar. El viernes, día de
nuestra llegada, cenamos en La Fresque, un restaurante tradicional que resultó
ser un auténtico hervidero incluso a altas horas de la noche. Todas las mesas
estaban ocupadas por comensales (en su mayoría franceses) que querían disfrutar
de comida tradicional de gran calidad a un precio asequible. El restaurante
está ubicado en el establecimiento de un antiguo comerciante de caracoles, y se
han conservado los llamativos frescos, los azulejos y las lámparas art déco. El sábado fuimos a La
Régalade, un establecimiento cerca del Louvre en el que nos sirvieron una terrine con pepinillos mientras
esperábamos el menú. Los platos tenían una presentación impecable y eran un
verdadero festín de colores.
Callejeamos
durante horas, descubriendo recónditos pasajes y patios interiores repletos de
vegetación; nos sorprendió la gran cantidad de librerías y anticuarios, que sin
duda reflejan la pasión que los parisinos sienten por la cultura. Por la noche,
las luces de la ciudad se reflejaban en el río, y la Torre Eiffel desprendía un
haz que recordaba al de los faros, para avisar sobre la proximidad a la costa.
Pese a no ser creyentes,
el domingo fuimos a una misa en la Iglesia de San Eustaquio, un edificio gótico
con elementos renacentistas. Tomar asiento en los bancos nos permitió
contemplar con tranquilidad el imponente interior y escuchar al coro, acompañado
del mayor órgano en Francia. Una vez finalizada la misa, fuimos al cementerio
de Montparnasse a visitar la tumba de Julio Cortázar. Pensar en París siempre significó
acordarse del comienzo del primer capítulo de Rayuela: «¿Encontraría a la Maga?
Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco
que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el
río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el
Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil
de hierro, inclinada sobre el agua».
Las
copas de los robles han comenzado a teñirse de color cadmio, y la parra virgen
que viste las fachadas y los muros de piedra ya ha alcanzado su característico
rojo purpúreo. La hojarasca se arracima en la terraza y mi tilo preferido, el
que puede divisarse desde el jardín de casa, ya no luce el verde temprano de
los días de primavera. Al abrir las ventanas por las mañanas, el vidrio se
empaña por completo, y el césped todavía está cubierto de escarcha cuando ya ha
amanecido. Al montarme en la bici para ir a la oficina, tengo que enfundarme
los guantes para que no se me entumezcan los dedos, lo que es un indicio claro
de que atrás han quedado los días cálidos.
Para
darle la bienvenida al cambio de estación, fuimos a Horben, un municipio de la
Selva Negra a tan solo 10 km de Friburgo. Todavía no podía verse
claramente la explosión cromática del otoño y, sin embargo, era imposible no
quedarse maravillada ante la majestuosidad de las montañas. Llegamos por la
tarde, así que el sol no tardó en esconderse en el horizonte. Es el momento
ideal para ver cómo la luz baña el monte, iluminando los valles y dejando a
oscuras las laderas. Los prados estaban llenos de cabras, vacas, caballos y
asnos que pacían a sus anchas, rodeados de abetos, manzanos y robles. Antes de
que oscureciese, jugamos con un pequeño gato revoltoso que estaba escondido en
un granero. Además, aprovechamos para comprar mermelada de ciruela y zumo de
manzana en un pequeño puesto de venta junto a una granja donde, como en tantos
otros lugares de este país, confían en la honestidad de los caminantes al dejar
una hucha de cerámica. Nos despedimos del pueblo prometiendo que regresaríamos antes
de que el invierno desnude por completo todos los árboles caducifolios.
Últimamente
he pasado bastante tiempo fuera de Friburgo por viajes de trabajo en Berlín y
Bonn, así que los fines de semana aprovecho para disfrutar al máximo del
jardín. He comprado varias plantas de brezo y un ciclamen para llenar un poco
de color el arriate, ya que estas últimas semanas solo estaban floreciendo el
rosal y la pasionaria.
La última semana de agosto nos marchamos a la quinta isla más grande de Europa: Creta. Tras leer algunas páginas del maravilloso libro Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y por Grecia, en el que se relatan los viajes de todo tipo de personajes ilustres por ambos países mediterráneos, se despertó mi curiosidad por Grecia. Habíamos cancelado por segunda vez un viaje a Estados Unidos, así que nos pareció que un destino cercano dentro del continente europeo era lo más sensato.
Nuestro alojamiento se encontraba en el norte de la isla, en Bali. El hotel estaba en lo alto de una colina, y desde el balcón se podía oír el balar y el sonido de los cencerros de las ovejas que pastaban por el monte. Un emplazamiento bucólico salpicado de olivos y pequeñas casas blancas con tejados de color terracota. No muy lejos de donde nos encontrábamos, había un vertedero de placas de mármol blanco, apiladas unas encima de las otras, que se asemejaban a fajos de periódicos a punto de ser repartidos. La isla entera estaba llena de edificios inacabados, cadáveres de hormigón que reflejaban una desmedida ambición inmobiliaria y una falta de previsión.
Llevábamos en mente unas vacaciones relajantes, nada de viajes durante horas o rutas extenuantes para visitar la isla de punta a punta (a diferencia de nuestra estancia en Madeira). Nuestro principal pasatiempo consistió en hacer esnórquel en bahías rocosas, leer bajo la sombrilla de la playa — en mi caso, el libro de María Belmonte que he mencionado antes; en el caso de M., lecturas académicas— y disfrutar del sabor del queso feta, las alcaparras, los tomates frescos y el aceite de oliva.
Pese a nuestro
plan de no recorrer demasiados kilómetros, realizamos un trayecto en autobús a
la capital de la isla (Heraclión), sobre la que ya nos habían advertido que no
merecía demasiado la pena. El casco histórico no es nada del otro mundo y, a
excepción de la fortaleza veneciana y algunos murales llamativos, no hay mucho
que ver. Otro día alquilamos un coche para ir hasta La Canea, una pintoresca
ciudad caracterizada por sus pequeños callejones, una exuberante vegetación
urbana (pese a las elevadas temperaturas) y antiguas fachadas de tonos tierra. Las
calles desembocan en un bonito puerto veneciano que invita a pasear en las últimas
horas de la tarde. Es un lugar bastante animado, ya que hay muchas terrazas que
se mantienen bulliciosas casi todo el día. Sin tener un destino fijo, nos
perdimos por sus calles, llegando a un mercado al aire libre donde vendían todo
tipo de verdura regional y una pequeña iglesia ortodoxa con un patio interior
repleto de macetas con suculentas. Fue en esta ciudad donde degustamos la bougatsa: un plato cretense típico que
consiste en un milhojas relleno de queso de cabra. Se sirve bien caliente y se
espolvorea azúcar y canela por encima.
A la vuelta
paramos en la bahía de Petres, conocida por ser un rincón ideal para practicar
esnórquel. He de confesar que esta actividad marina ha sido el mejor
descubrimiento del viaje. Gracias a la claridad del agua, era posible ver
grandes bancos de pececillos que nadaban entre los corales. Lo mejor era
mantenerse en la superficie y no pisar las rocas, ya que en los recovecos se
escondían erizos de mar. Llenamos una bolsa con conchas, cañaíllas y piedras
que desprendían un fuerte olor a mar. Antes de que el sol se escondiese por el
horizonte, volvimos a la carretera para regresar a Bali. Las conchas descansan
ahora en un cuenco de nuestro jardín que había permanecido mucho tiempo vacío.
El epicentro de
la ciudad lo constituye la plaza del mercado, repleta de restaurantes con
terraza y carruajes con caballos, a la espera de que algún turista se decida
por descubrir las pintorescas calles de una forma más tradicional. El edificio
más emblemático es el campanario, conocido como Belfort: una torre datada del
siglo XIII cuya altura es de 83 metros, desde donde se pueden disfrutar de una
de las mejores vistas de la ciudad. En la plaza también se encuentra la basílica
de la Santa Sangre, que cuenta con una impresionante capilla gótica donde se
conserva una reliquia muy curiosa: la supuesta sangre de Cristo.
Para contemplar la ciudad desde otra perspectiva, hicimos un recorrido en barca. Alguno de los puentes era tan bajo que tenías que agachar la cabeza, mientras que en otros se habían formado estalactitas. Al bajar de la barca, decidimos probar uno de los caprichos por los que tiene fama el país, así que compramos trufas de chocolate negro en una pequeña chocolatería.
Uno de los
lugares que más captó mi interés fue el Begijnhof, un silencioso beaterio
separado por una muralla rodeada de un foso. Este fue lugar de residencia de comunidades
de viudas y huérfanas tras las Cruzadas. En muchos casos se trataba de mujeres
pudientes que vivían de forma autónoma. Se dedicaban a cuidar de los enfermos o
a realizar actividades benéficas. El patio interior es sorprendentemente tranquilo,
y tan solo se oía el ruido de los álamos al agitarse por el viento, que en
cierto modo recordaba al rugido de las olas del mar. La proximidad del mar del
Norte se evidenciaba con las esporádicas gaviotas que sobrevolaban el cielo.
Para rematar el último día, desayunamos gofres con chocolate caliente en el café Carpe Diem. La textura del dulce no se asemejaba a la esponjosidad densa de los gofres que ya conocía, sino que era más bien ligera y crujiente. Al parecer los gofres belgas se preparan con clara de huevo batida, por lo que no tienen nada que ver con los que venden en los supermercados.
Aprovechando la llegada del buen tiempo, este fin de semana
decidimos hacer una excursión en bicicleta hasta Breisach am Rhein, una ciudad
a orillas del Rin a tan solo 20 km de distancia de Friburgo. Preparamos
las fiambreras con pan recién comprado en el horno, hinchamos las ruedas de
ambas bicis y nos embadurnamos con protector solar para no regresar con sorpresas
desagradables. Pese a tomar esta última precaución, me quemé parcialmente los
brazos por pensar aquello de que ya les da el sol en primavera con la manga
francesa... Ahora el aloe vera es mi mejor amigo.
El trayecto por Friburgo fue bastante relajado, ya que desde
nuestra casa se puede ir todo el rato a la vera del río y el tramo es prácticamente
cuesta abajo. Atravesamos el pequeño pueblo de Umkirch, cuya única peculiaridad
resultó ser la gran cantidad de adosados con paneles solares en los tejados, pasando
por Gottenheim y Wassenweiler hasta llegar a Ihringen. Aquí decidimos subir a
un pequeño montículo para descargar nuestros bártulos y dar buena cuenta de las
uvas y los bocadillos. Gracias a las lluvias de mayo, la zona estaba salpicada
de cientos de amapolas y flores silvestres. Nos sentamos junto a una viña,
desde donde podíamos contemplar la iglesia y todo el pueblo a vista de pájaro. El
paisaje no recordaba tanto a Alemania, sino más bien a los países del sur de
Europa. Podríamos estar perfectamente en la Toscana italiana o el interior de
España. De hecho, la localidad de Ihringen tiene la temperatura media anual más
alta de toda Alemania. Esta zona se conoce como Kaiserstuhl, cuyo nombre alude
a una cordillera de origen volcánico, y es una conocida región vinícola.
Tras reponer fuerzas, nos pusimos de nuevo en camino en
dirección a Breisach. La ruta estaba llena de ciclistas y familias con
remolques que, como nosotros, se habían animado a darle al pedal en un domingo casi
veraniego. La ciudad de Breisach, tal y como esperábamos, estaba a rebosar de
turistas. Dado que nuestro destino era más bien una excusa para movernos un
poco el domingo, tampoco pasamos demasiado tiempo. Subimos la cuesta para
visitar la catedral románico-gótica (Stephansmünster), que podía vislumbrarse
desde lo lejos gracias a su elevada posición. Desde el patio de la catedral, disfrutamos
de una bonita panorámica de la ciudad y del río. A la vuelta, optamos por coger
el tren, ya que los domingos se puede llevar la bicicleta de forma gratuita.
Social Icons